miércoles, 16 de febrero de 2022

Creer en la educación. La asignatura pendiente.- Victoria Camps (1941)


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Epílogo: La educación en serio


  «La desorientación de la educación ha dado como resultado una educación blanda, light, contradictoria con la necesidad de intervención que el educador no puede incumplir.
 De esta manera la educación se encuentra inmersa en la línea del pensamiento posmoderno, débil, relativista, irónico, destructor inmisericorde con el pasado, pero incapaz de arriesgar ideas constructivas de futuro. Una serie de teorías pedagógicas igualmente posmodernas han revitalizado el mito de la bondad natural de la infancia, bondad que la sociedad pervierte indefectiblemente, según la propuesta de Rousseau. Desde este punto de vista, es lógico que cualquier intento de modificar o corregir tendencias pretendidamente “naturales” sea irremisiblemente condenado como autoritario, traumático y represor de la ingenuidad infantil. La complacencia con esta manera de pensar afortunadamente ha durado poco. Desde hace unos cuantos años nadie se avergüenza de volver a reclamar el valor del esfuerzo, de la disciplina y hasta de una autoridad, eso sí, no “autoritaria”. La importancia de enseñar a cuidar de las formas es la manera de expresar la necesidad de inculcar el respeto que mutuamente nos debemos. El fracaso educativo es, en estos momentos, un tema mediático que se recrea en subrayar todo lo que no funciona: las consecuencias indeseadas de unas debilidades que han sido más contraproducentes que convenientes. Acosos, agresiones, depresiones de los educadores, fracaso escolar, anorexia, embarazos adolescentes, todo es visto, con la simplificación inherente a los medios de información que tenemos, como resultado de una incapacidad grave para educar.   
 No sería justo, y he intentado evitarlo a lo largo de estas páginas, atribuir todos los defectos de la educación a una simple incapacidad y desconcierto insuperable de los educadores, sean padres, maestros o cualquiera que tenga a menores o jóvenes a su cargo. Hay que reconocer que el entorno en que vivimos, marcado por el consumismo y la presencia invasora del mercado audiovisual, no facilita la tarea educativa. Tampoco la hace fácil el creciente bienestar de las sociedades más avanzadas. Cuando el niño apenas pasaba de la dependencia absoluta al estado adulto y a tener que trabajar para ganarse la vida, sin apenas transitar por la adolescencia ni por la juventud, educar no presentaba excesivos problemas: todo estaba predeterminado en un solo sentido. 
 Hoy las niñas y los niños no solo ven prolongarse la edad infantil, sino que también se alarga la adolescencia y parece que la juventud no se acaba hasta que empiezan las responsabilidades derivadas de pagar la hipoteca y hacerse cargo de una familia propia; dos responsabilidades, por otra parte, cada vez más demoradas. En la sociedad del conocimiento se nos estimula a no dejar de aprender nunca, pero al mismo tiempo todo invita a la inmadurez, y a quedarse en la actitud de Peter Pan, que se niega a crecer porque teme las obligaciones de los adultos. Como ha dicho George Steiner, los que hoy no leen es porque no les apetece, no porque se les haya condenado al analfabetismo como en tiempos pasados. 
 Si tan mal y tan desorientados estamos, ¿no es lógico que hayamos de tomarnos en serio la educación y creer en ella? Aquí está la clave de la cuestión. La clave de la solución estriba en un cambio de perspectiva y de interpretación de lo que nos sucede. Así pues, la desorientación, la inseguridad, la incertidumbre derivadas de la ausencia de puntos de referencia, son como las crisis, que deberían estimular en vez de fomentar el desánimo. Todos los factores que concurren en la crisis actual tendrían que ser bienvenidos porque son signos de progreso y del paso de una sociedad estática y dictatorial a una sociedad más libre, equitativa y democrática. Cuando lo que orienta el comportamiento de las personas es una doctrina rígida y clara, no hay desorientación y falta de norte. El norte lo señala la doctrina. El desconcierto y el temor a intervenir excesivamente, en cambio, forman parte de la convicción de que lo que es necesario enseñar es a ser libre, a pensar y decidir por uno mismo, lo cual no podrá realizarse en un clima de dominación, de castigos y de coacción sin medida. Pero si educar es ayudar a los menores a que se hagan a sí mismos tendremos que ayudarlos de acuerdo con nuestros valores porque ellos todavía no tienen los suyos propios. Educar, como dijo Hanna Arendt, siempre es enseñar alguna cosa, no se puede educar sin enseñar nada. Dicho de otra forma, el escepticismo y el relativismo son perspectivas contradictorias con la obligación de educar. 
 He dedicado el último capítulo de este libro al valor del ejemplo y a la responsabilidad colectiva respecto de la educación. No se les puede pedir a la familia y a la escuela que se tomen más en serio la función de educar si luego los demás actores sociales se inhíben de la cuestión y contribuyen a socializar a los más jóvenes con comportamientos y maneras de hacer que no tienen nada de modélico ni digno de ser imitado. Hoy a los niños se les socializa para que sean consumistas. Son las víctimas más vulnerables de una ofensiva comercial que todo lo invade. A través del bombardeo publicitario y de los recursos lúdicos y de entretenimiento que ofrece el mercado, los adolescentes y los jóvenes se encasillan en unos modelos y unos ídolos de referencia que son los que determinan los valores y las reglas de conducta que les acaban gobernando. La incapacidad de educar es, así, la resonancia de la paradoja intrínseca a la sociedad de consumo como muy bien explica Alain Finkielkraut en su libro La felicidad paradójica. Nuestra felicidad es paradójica porque, por un lado, tenemos más cosas que nunca, pero a la vez vivimos más insatisfechos, con mayor angustia y ansiedad, y nunca había habido tanta gente deprimida como ahora. La liberación de los libros de autoayuda -en los estantes de las librerías han desplazado a las obras de los filósofos- es sintomática de la necesidad de la gente de encontrar fórmulas para resolver cualquier problema, incluido el de ser buenos padres o evitar hijos agresivos o indolentes. No es el mejor camino. No descubriremos la fórmula mágica para educar correctamente. Lo que cabe hacer, y lo que conviene, es insistir en algunos mensajes como el de que el consumo no puede ser el único objetivo de la vida, que es posible pasarlo bien sin gastar dinero, que el poder adquisitivo no produce autoestima ni es la clave para encontrarse bien con uno mismo. Como ha dicho José Luis Sampedro, nos programan para venerar el poder y el dinero, pero la sabiduría estriba en la capacidad de menospreciarlos o, en todo caso, de no sacralizarlos. Para aprender a hacerlo no hay fórmulas ni preceptos de aplicación automática. Sólo hay que hacer ver que la alegría y el bienestar pueden venir de uno mismo y no sólo de las cosas externas. Seguir la lección del sabio taoísta que dice: “el error de los hombres es intentar alegrar su corazón mediante las cosas, cuando lo que tendrían que hacer es alegrar las cosas con su corazón.” 
Resultado de imagen de victoria camps creer en la educacion He dedicado tres capítulos de este libro a reflexionar sobre los valores que, desde mi punto de vista, deben ser inseparables del hecho de educar: la libertad, la igualdad y el respeto. Que educar es hacer personas autónomas con capacidad para pensar y decidir por ellas mismas es una verdad que nadie discute, nadie que quiera tomarse en serio la educación en su sentido más pleno y menos restrictivo. Pero, como dije en el capítulo dedicado a este tema, enseñar a las personas a ser libres implica enseñarles otras muchas cosas, entre las cuales están el valor del respeto y el de la igualdad. Por eso se ha hecho urgente educar para ser buenos ciudadanos o educar en valores cívicos, porque habíamos confundido la libertad con el “sálvese quien pueda” o “cada cual a lo suyo”. Las monjitas de nuestras escuelas nos decían que confundíamos la libertad con el libertinaje. No se equivocaban mucho. Hasta que la persona no tiene capacidad de autocontrol y autodominio necesita que la ayuden a adquirir tal capacidad. Ésa es la tarea de la educación. 
 Por otra parte, el autodominio al que yo he llamado “gobierno de las emociones” tiene un objetivo imprescindible: el respeto que nos debemos los unos a los otros. Fijémonos en todos los problemas que afectan a la educación y que llenan las páginas de los periódicos: acoso de los compañeros, indisciplina, vandalismo, indelicadeza y falta de consideración a los profesores o a los padres; todos son, de una manera u otra, faltas de respeto, menosprecio hacia los demás. Los informes sobre la juventud constatan que, si bien es cierto que determinados valores como la solidaridad o los valores ecológicos están presentes entre la juventud, ésta cada vez se siente menos vinculada a cumplir las leyes. La transgresión se ha convertido en un tema estrella de los dibujos animados dirigidos a la infancia -como Shin Chan-.  El personaje de carácter transfresor es un héroe aplaudido y venerado por todos. Transgredir las normas no sólo es natural sino divertido. Convierte al transgresor en un líder. Obviamente, la posibilidad de transgredir es una muestra de que somos libres. La libertad hace a los hombres admirables, como escribió Sófocles en la Antígona, pero nos permite “caminar hacia el mal o hacia el bien”. Lo que la educación ha de procurar prevenir es que la libertad conduzca sistemáticamente hacia lo que no está bien. 
 El tercer valor es la igualdad. El sentido de la educación pública como un derecho universal significa el acceso de todos a la igualdad de oportunidades. Así, la educación pública tiene la virtud de compensar las deficiencias de una sociedad que, por inercia propia, no es equitativa, sino que más bien tiende a profundizar la distancia entre los más pobres y los más ricos. En el capítulo titulado “El ascensor social” me he referido a esta capacidad que tiene el sistema educativo público de igualar y a la vez inculcar y cultivar sentimientos solidarios y de buena convivencia. Pero hace falta que la sociedad colabore con el sistema y no favorezca un sistema educativo dual, de ricos y pobres, contribuyendo así al deterioro de la escuela pública por el hecho de obligarla a hacer frente ella sola a los problemas de los alumnos que proceden de familias menos favorecidas. La realidad y el reto de la inmigración, de la que se quieren derivar tantos problemas, representan un reto para transmitir el sentido de la igualdad y dar todo el significado a las palabras que abren las diferentes declaraciones de los derechos humanos: “Todos los hombres nacen iguales en dignidad y derechos”. La iniciativa reciente del Gobierno español de incorporar al Ministerio de Educación las políticas sociales puede ser una opción para romper el aislamiento de la escuela, activar los compromisos familiares y evitar que la escuela pública acabe haciendo la función de asistencia social, dando cabida a todos aquellos alumnos que, de hecho, son rechazados por las escuelas semipúblicas o concertadas. 
 Los agentes sociales que han de intervenir en el proceso educativo son diversos y no todos tienen el mismo grado de responsabilidad. Pero, de una manera u otra, todos, todos los adultos, diría yo, tienen un papel que representar en el escenario del que hablamos. La educación hoy es problemática porque, aunque no nos cansamos de repetir que es lo más importante, no nos la tomamos realmente en serio. Como ha escrito un reconocido sociólogo de la educación, Mariano Fernández Enguita: “En momentos complejos, o se es parte de la solución o se es parte del problema o es que ya se está formando parte del paisaje”. No dejemos que la educación sea tan sólo una parte del paisaje.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Península, 2008, en traducción de José Luis Castillejo, pp. 208-216. ISBN: 978-84-8307-838-9.]


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