Epílogo:
La educación en serio
«La
desorientación de la educación ha dado como resultado una educación blanda, light, contradictoria con la necesidad
de intervención que el educador no puede incumplir.
De
esta manera la educación se encuentra inmersa en la línea del pensamiento
posmoderno, débil, relativista, irónico, destructor inmisericorde con el
pasado, pero incapaz de arriesgar ideas constructivas de futuro. Una serie de
teorías pedagógicas igualmente posmodernas han revitalizado el mito de la
bondad natural de la infancia, bondad que la sociedad pervierte
indefectiblemente, según la propuesta de Rousseau. Desde este punto de vista,
es lógico que cualquier intento de modificar o corregir tendencias
pretendidamente “naturales” sea irremisiblemente condenado como autoritario,
traumático y represor de la ingenuidad infantil. La complacencia con esta
manera de pensar afortunadamente ha durado poco. Desde hace unos cuantos años
nadie se avergüenza de volver a reclamar el valor del esfuerzo, de la
disciplina y hasta de una autoridad, eso sí, no “autoritaria”. La importancia
de enseñar a cuidar de las formas es la manera de expresar la necesidad de
inculcar el respeto que mutuamente nos debemos. El fracaso educativo es, en
estos momentos, un tema mediático que se recrea en subrayar todo lo que no
funciona: las consecuencias indeseadas de unas debilidades que han sido más
contraproducentes que convenientes. Acosos, agresiones, depresiones de los educadores,
fracaso escolar, anorexia, embarazos adolescentes, todo es visto, con la
simplificación inherente a los medios de información que tenemos, como
resultado de una incapacidad grave para educar.
No
sería justo, y he intentado evitarlo a lo largo de estas páginas, atribuir
todos los defectos de la educación a una simple incapacidad y desconcierto
insuperable de los educadores, sean padres, maestros o cualquiera que tenga a menores
o jóvenes a su cargo. Hay que reconocer que el entorno en que vivimos, marcado
por el consumismo y la presencia invasora del mercado audiovisual, no facilita
la tarea educativa. Tampoco la hace fácil el creciente bienestar de las
sociedades más avanzadas. Cuando el niño apenas pasaba de la dependencia
absoluta al estado adulto y a tener que trabajar para ganarse la vida, sin
apenas transitar por la adolescencia ni por la juventud, educar no presentaba
excesivos problemas: todo estaba predeterminado en un solo sentido.
Hoy
las niñas y los niños no solo ven prolongarse la edad infantil, sino que
también se alarga la adolescencia y parece que la juventud no se acaba hasta
que empiezan las responsabilidades derivadas de pagar la hipoteca y hacerse
cargo de una familia propia; dos responsabilidades, por otra parte, cada vez más
demoradas. En la sociedad del conocimiento se nos estimula a no dejar
de aprender nunca, pero al mismo tiempo todo invita a la inmadurez, y a quedarse
en la actitud de Peter Pan, que se niega a crecer porque teme las obligaciones
de los adultos. Como ha dicho George Steiner, los que hoy no leen es porque no les
apetece, no porque se les haya condenado al analfabetismo como
en tiempos pasados.
Si
tan mal y tan desorientados estamos, ¿no es lógico que hayamos de tomarnos en
serio la educación y creer en ella? Aquí está la clave de la cuestión. La clave
de la solución estriba en un cambio de perspectiva y de interpretación de lo
que nos sucede. Así pues, la desorientación, la inseguridad, la incertidumbre
derivadas de la ausencia de puntos de referencia, son como las crisis, que
deberían estimular en vez de fomentar el desánimo. Todos los factores
que concurren en la crisis actual tendrían que ser bienvenidos porque son
signos de progreso y del paso de una sociedad estática y dictatorial a una
sociedad más libre, equitativa y democrática. Cuando lo que orienta el
comportamiento de las personas es una doctrina rígida y clara, no hay desorientación
y falta de norte. El norte lo señala la doctrina. El desconcierto y el temor a
intervenir excesivamente, en cambio, forman parte de la convicción de que lo
que es necesario enseñar es a ser libre, a pensar y decidir por uno mismo, lo
cual no podrá realizarse en un clima de dominación, de castigos y de coacción
sin medida. Pero si educar es ayudar a los menores a que se hagan a sí mismos
tendremos que ayudarlos de acuerdo con nuestros valores porque ellos todavía no
tienen los suyos propios. Educar, como dijo Hanna Arendt, siempre es enseñar alguna cosa, no se
puede educar sin enseñar nada. Dicho de otra forma, el escepticismo y el
relativismo son perspectivas contradictorias con la obligación de educar.
He
dedicado el último capítulo de este libro al valor del ejemplo y a la
responsabilidad colectiva respecto de la educación. No se les puede pedir a la
familia y a la escuela que se tomen más en serio la función de educar si luego
los demás actores sociales se inhíben de la cuestión y contribuyen a socializar
a los más jóvenes con comportamientos y maneras de hacer que no tienen nada de
modélico ni digno de ser imitado. Hoy a los niños se les socializa para que
sean consumistas. Son las víctimas más vulnerables de una ofensiva comercial
que todo lo invade. A través del bombardeo publicitario y de los recursos
lúdicos y de entretenimiento que ofrece el mercado, los adolescentes y los
jóvenes se encasillan en unos modelos y unos ídolos de referencia que son los
que determinan los valores y las reglas de conducta que les acaban gobernando.
La incapacidad de educar es, así, la resonancia de la paradoja intrínseca a la
sociedad de consumo como muy bien explica Alain Finkielkraut en su libro La felicidad paradójica. Nuestra felicidad es paradójica
porque, por un lado, tenemos más cosas que nunca, pero a la vez vivimos más
insatisfechos, con mayor angustia y ansiedad, y nunca había habido tanta gente
deprimida como ahora. La liberación de los libros de autoayuda -en los estantes
de las librerías han desplazado a las obras de los filósofos- es sintomática
de la necesidad de la gente de encontrar fórmulas para resolver cualquier problema,
incluido el de ser buenos padres o evitar hijos agresivos o indolentes. No es
el mejor camino. No descubriremos la fórmula mágica para educar correctamente.
Lo que cabe hacer, y lo que conviene, es insistir en algunos mensajes como el
de que el consumo no puede ser el único objetivo de la vida, que es posible
pasarlo bien sin gastar dinero, que el poder adquisitivo no produce autoestima
ni es la clave para encontrarse bien con uno mismo. Como ha dicho
José Luis Sampedro, nos programan para venerar el poder y el dinero, pero la
sabiduría estriba en la capacidad de menospreciarlos o, en todo caso, de no
sacralizarlos. Para aprender a hacerlo no hay fórmulas ni preceptos de
aplicación automática. Sólo hay que hacer ver que la alegría y el bienestar pueden
venir de uno mismo y no sólo de las cosas externas. Seguir la lección del sabio
taoísta que dice: “el error de los hombres es intentar alegrar su
corazón mediante las cosas, cuando lo que tendrían que hacer es alegrar las
cosas con su corazón.”
He
dedicado tres capítulos de este libro a reflexionar sobre los valores
que, desde mi punto de vista, deben ser inseparables del
hecho de educar: la libertad, la igualdad y el respeto. Que educar es hacer
personas autónomas con capacidad para pensar y decidir por ellas mismas es una
verdad que nadie discute, nadie que quiera tomarse en serio la educación en su
sentido más pleno y menos restrictivo. Pero, como dije en el capítulo dedicado
a este tema, enseñar a las personas a ser libres implica enseñarles otras muchas
cosas, entre las cuales están el valor del respeto y el de la
igualdad. Por eso se ha hecho urgente educar para ser buenos ciudadanos o
educar en valores cívicos, porque habíamos confundido la libertad con el
“sálvese quien pueda” o “cada cual a lo suyo”. Las monjitas de
nuestras escuelas nos decían que confundíamos la libertad con el libertinaje.
No se equivocaban mucho. Hasta que la persona no tiene capacidad de autocontrol
y autodominio necesita que la ayuden a adquirir tal capacidad. Ésa es la tarea de la educación.
Por
otra parte, el autodominio al que yo he llamado “gobierno de las emociones”
tiene un objetivo imprescindible: el respeto que nos debemos los unos a los otros. Fijémonos en todos los problemas que afectan
a la educación y que llenan las páginas de los periódicos: acoso de los
compañeros, indisciplina, vandalismo, indelicadeza y falta de consideración a
los profesores o a los padres; todos son, de una manera u otra, faltas de
respeto, menosprecio hacia los demás. Los informes sobre la juventud constatan
que, si bien es cierto que determinados valores como la solidaridad o los
valores ecológicos están presentes entre la juventud, ésta cada vez se siente
menos vinculada a cumplir las leyes. La transgresión se ha convertido en un
tema estrella de los dibujos animados dirigidos a la infancia -como Shin Chan-. El personaje de carácter
transfresor es un héroe aplaudido y venerado por todos. Transgredir las normas
no sólo es natural sino divertido. Convierte al transgresor en un líder. Obviamente,
la posibilidad de transgredir es una muestra de que somos libres. La libertad
hace a los hombres admirables, como escribió Sófocles en la Antígona, pero nos permite “caminar hacia el mal o hacia el
bien”. Lo que la educación ha de procurar prevenir es que la libertad
conduzca sistemáticamente hacia lo que no está bien.
El
tercer valor es la igualdad. El sentido de la educación pública como un derecho
universal significa el acceso de todos a la igualdad de oportunidades. Así, la educación
pública tiene la virtud de compensar las deficiencias de una sociedad que, por
inercia propia, no es equitativa, sino que más bien tiende a profundizar la
distancia entre los más pobres y los más ricos. En el capítulo titulado “El
ascensor social” me he referido a esta capacidad que tiene el sistema educativo
público de igualar y a la vez inculcar y cultivar sentimientos solidarios y de
buena convivencia. Pero hace falta que la sociedad colabore con el sistema y no
favorezca un sistema educativo dual, de ricos y pobres, contribuyendo así al
deterioro de la escuela pública por el hecho de obligarla a hacer frente ella
sola a los problemas de los alumnos que proceden de familias menos favorecidas.
La realidad y el reto de la inmigración, de la que se quieren derivar tantos
problemas, representan un reto para transmitir el sentido de la igualdad y
dar todo el significado a las palabras que abren las diferentes declaraciones
de los derechos humanos: “Todos los hombres nacen iguales en dignidad y
derechos”. La iniciativa reciente del Gobierno español de incorporar al
Ministerio de Educación las políticas sociales puede ser una opción para romper
el aislamiento de la escuela, activar los compromisos familiares y evitar que
la escuela pública acabe haciendo la función de asistencia social, dando cabida
a todos aquellos alumnos que, de hecho, son rechazados por las escuelas
semipúblicas o concertadas.
Los
agentes sociales que han de intervenir en el proceso educativo son diversos y
no todos tienen el mismo grado de responsabilidad. Pero, de una manera u otra,
todos, todos los adultos, diría yo, tienen un papel que representar en el
escenario del que hablamos. La educación hoy es problemática porque, aunque no
nos cansamos de repetir que es lo más importante, no nos la tomamos realmente
en serio. Como ha escrito un reconocido sociólogo de la educación, Mariano
Fernández Enguita: “En momentos complejos, o se es parte de la solución o se es
parte del problema o es que ya se está formando parte del paisaje”. No dejemos
que la educación sea tan sólo una parte del paisaje.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Península, 2008, en traducción de
José Luis Castillejo, pp. 208-216. ISBN: 978-84-8307-838-9.]
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