domingo, 16 de junio de 2024

El ser y la nada.- Jean-Paul Sartre (1905-1980)

 

Segunda parte: el ser-para-sí
Capítulo II: La temporalidad
II.- Ontología de la temporalidad
A) La temporalidad estática

  «La temporalidad es considerada a menudo como indefinible. Todos admiten, empero, que es ante todo sucesión. Y la sucesión, a su vez, puede definirse como un orden cuyo principio ordenador es la relación antes-después. Una multiplicidad ordenada según el antes y el después, tal es la multiplicidad temporal. Conviene, entonces, para empezar, examinar la constitución y las exigencias de los términos antes y después. Llamaremos a esto la estática temporal, ya que estas nociones de antes y después pueden ser consideradas en su aspecto estrictamente ordinal e independientemente del cambio propiamente dicho. Pero el tiempo no es sólo un orden fijo para una multiplicidad determinada: observando mejor la temporalidad, comprobamos el hecho de la sucesión, es decir, el hecho de que este después se transforma en un antes, de que el Presente se transforma en pasado y el futuro en futuro-anterior. Convendrá examinar esto en segundo término, con el nombre de dinámica temporal. Sin duda alguna, el secreto de la constitución estática del tiempo ha de buscarse en la dinámica temporal, pero es preferible dividir las dificultades. En cierto sentido, en efecto, puede decirse que la estática temporal puede ser considerada aparte como cierta estructura formal de la temporalidad -lo que llama Kant el orden del tiempo-, y que la dinámica corresponde al fluir temporal o, según la terminología kantiana, al curso del tiempo. Interesa, pues, considerar el orden y el curso de modo sucesivo.
 El orden "antes-después" se define, ante todo, por la irreversibilidad. Se llamará sucesiva una serie tal que no puedan considerarse los términos sino uno por uno y en un solo sentido. Pero se ha querido ver en el antes y el después -precisamente porque los términos de la serie se develan uno por uno y cada uno excluye a los demás- formas de separación. Y, en efecto, es cierto que el tiempo me separa, por ejemplo, de la realización de mis deseos. Estoy obligado a esperar su realización, porque ésta está situada después de otros sucesos. Sin la sucesión de los "después", yo sería en seguida lo que quiero ser; no habría ya distancia entre mí y mí, ni separación entre la acción y el sueño. Los novelistas y los poetas han insistido esencialmente sobre esta virtud separadora del tiempo, así como sobre una idea vecina, que se desprende, por otra parte, de la dinámica temporal: la de que todo "ahora" está destinado a volverse un "otrora". El tiempo roe y socava, separa, huye. E igualmente a título de separador -separando al hombre de su pena o del objeto de su pena-, también cura.
 "Deja obrar al tiempo"(7), dice el rey a don Rodrigo. De modo general, ha llamado la atención, sobre todo, la necesidad de que todo ser se descuartice en una dispersión infinita de después sucesivos. Aun los permanentes, aun esta mesa que permanece invariable mientras yo cambio, debe desplegar y refractar su ser en la dispersión temporal. El tiempo me separa de mí mismo; de lo que he sido, de lo que quiero ser, de lo que quiero hacer, de las cosas y del prójimo. Y se escoge el tiempo como medida práctica de la distancia: estamos a media hora de tal ciudad, a una hora de tal otra; hacen falta tres días para terminar este trabajo, etc. Partiendo de estas premisas, una visión temporal del mundo y del hombre se desmigajará en una polvareda de antes y después. La unidad de esta pulverización, el átomo temporal será el instante, que tiene su lugar antes de ciertos instantes determinados y después de otros, sin implicar ni un antes ni un después en el interior de su forma propia. El instante es indivisible e intemporal, ya que la temporalidad es sucesión, pero el mundo se disuelve en una polvareda infinita de instantes, y es un problema para Descartes, por ejemplo, el saber cómo puede haber tránsito de un instante a otro, pues los instantes están yuxtapuestos, es decir, separados por nada (8), y sin embargo sin comunicación. Análogamente, Proust se pregunta cómo su yo puede pasar de un instante a otro; cómo reencuentra, por ejemplo, tras una noche de sueño, su Yo de la víspera y no otro cualquiera; y, más radicalmente, los empiristas, luego de haber negado la permanencia del Yo, intentan en vano establecer una apariencia de unidad transversal a través de los instantes de la vida psíquica. Así, cuando se considera aisladamente el poder disolvente de la temporalidad, es fuerza confesar que el hecho de haber existido en un instante dado no constituye un derecho para existir en el instante siguiente, ni siquiera una hipoteca o una opción sobre el porvenir. Y el problema radica entonces en explicar que haya un mundo, es decir, cambios conexos y permanencias en el tiempo.
 Empero, la Temporalidad no es únicamente, ni siquiera primariamente, separación. Basta para advertirlo considerar con más rigor la noción de antes y después. Decimos que B está después de A. Acabamos de establecer una relación expresa de orden entre A y B, lo que supone su unificación en el seno de ese mismo orden. Si entre A y B no existiera otra relación que ésa, bastaría por lo menos para asegurar su conexión, pues permitiría al pensamiento ir del uno al otro y unirlos en un juicio de sucesión. Así, pues, si el tiempo es separación, por lo menos es una separación de tipo especial: una división que reúne. Sea, se dirá; pero esta relación unificadora es por excelencia una relación externa. Cuando los asociacionistas quisieron establecer que las impresiones mentales no estaban unidas entre sí sino por vínculos puramente externos, ¿acaso no redujeron finalmente todos los nexos asociativos a la relación antes-después, concebida como simple "contigüidad"?
 Sin duda. Pero, ¿no ha mostrado Kant que era menester la unidad de la experiencia y, por ende, la unificación de lo diverso temporal, para que el mínimo nexo de asociación empírica fuera concebible siquiera? Consideremos más despacio la teoría asociacionista. Va acompañada de una concepción monista del ser como siendo doquiera el ser-en-sí. Cada impresión psíquica es en sí misma lo que es; se aísla en su plenitud presente, no lleva consigo ningún rastro del porvenir, ninguna carencia. Hume, cuando lanza su célebre desafío, se preocupa de establecer esta ley, que pretende extraer de la experiencia: se puede examinar como se quiera una impresión fuerte o débil, sin que en ella se encuentre nunca otra cosa que ella misma, de suerte que toda conexión entre un antecedente y un consecuente, por constante que pueda ser, sigue siendo ininteligible.»

(7) "Laisse faire le temps", en el original.
(8) Rien, en el original. (N. de la revisión)

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Altaya, 1993, en traducción de Juan Valmar, pp. 161-163. ISBN: 84-487-0122-4.]

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