Segunda parte
«–¡Oh,
señor, qué horror!
–¿Acaso no podía cometer otro mayor?... Estuve
a punto, te lo confieso; pero estaba convencido de que ibas a quedar reducida a
los últimos extremos: esta idea me satisfizo, te abandoné. Dejemos eso,
Thérèse, y pasemos al objeto que me ha hecho desear verte.
Este gusto increíble que siento por las dos
virginidades de una jovencita no me ha abandonado en absoluto, Thérèse
–continuó Saint–Florent; ocurre con esto como con todos las restantes
extravíos del libertinaje: cuanto más envejeces, más fuerza adquieren; de los
antiguos delitos nacen nuevos deseos, y nuevos crímenes de estos deseos. Todo
eso carecería de importancia, querida, si lo que se utiliza para satisfacerlo
no fuera en sí mismo muy culpable. Pero como la necesidad del mal es el primer
móvil de nuestros caprichos, cuanto más criminal es lo que nos empuja, más
excitados nos sentimos. Una vez ahí, sólo deploramos la mediocridad de los
medios: cuanto más se extiende su atrocidad, más excitante se vuelve nuestra
voluptuosidad, y más nos hundimos así en el cenagal sin el más leve deseo de
salir de él.
Es mi historia, Thérèse; cada día, mis
sacrificios precisan dos jovencitas. ¿He disfrutado?, no sólo no vuelvo a ver
los objetos, sino que se hace incluso esencial para la absoluta satisfacción de
mis fantasías que estos objetos salgan inmediatamente de la ciudad: saborearía
mal los placeres del día siguiente si imaginara que las víctimas de la víspera
siguen respirando el mismo aire que yo. El medio de liberarme de ellas es
fácil. ¿Lo creerías, Thérése? Son mis excesos los que llenan el Languedoc y la
Provenza de la multitud de objetos de libertinaje que encierra su seno: una
hora después de que estas jovencitas me hayan servido, unos emisarios de
confianza las embarcan y las venden a las alcahuetas de Nîmes, de Montpellier,
de Toulouse, de Aix y de Marsella. Este comercio, en el que llevo dos tercios
del beneficio, me compensa ampliamente de lo que los sujetos me cuestan, y así
satisfago dos de mis más queridas pasiones, la lujuria y la codicia. Pero los
descubrimientos y las seducciones me dan trabajo; además, la clase de sujetos
es extremadamente importante para mi lubricidad: quiero que todas ellas
procedan de estos asilos de la miseria en los que la necesidad de vivir y la
imposibilidad de conseguirlo, absorbiendo el valor, el orgullo y la delicadeza,
enervando finalmente el alma, determina, en la esperanza de una subsistencia
indispensable, a todo lo que parece tener que asegurarla. Hurgo despiadadamente
en todos estos reductos: no puedes imaginar lo que me dan. Voy más lejos,
Thérèse: la actividad, la industria, un poco de bienestar, enfrentándose a mis
sobornos, me arrebatarían una gran parte de los sujetos; yo opongo a estos
escollos el crédito de que disfruto en esta ciudad, provoco unas oscilaciones
en el comercio, o unas carestías en los víveres, que, multiplicando las clases
de pobreza, quitándole por una parte los medios de trabajo, y dificultándole
por otra los de la vida, aumentan en proporción igual la suma de los sujetos
que la miseria me entrega. La astucia es conocida, Thérèse: estas escaseces de
leña, de trigo y de otros comestibles, que han estremecido a París durante
tantos años, no tenían otro objetivo que los que me animan; la avaricia, el
libertinaje, estas son las pasiones que, desde el seno de los dorados
artesonados, tienden una maraña de redes hasta el humilde techo del pobre.
Pero, por mucha habilidad que ponga en práctica para apretar por un lado, si
mis manos diestras no arrancan rápidamente del otro, me quedo sin nada que
llevarme a la boca, y la máquina funciona tan mal como si yo no agotara mi
imaginación en recursos y mi crédito en operaciones. Así que necesito una mujer
lista, joven, inteligente, que, habiendo pasado ella misma por los espinosos
senderos de la miseria, conozca mejor que nadie los medios de seducir a las que
transitan por ellos; una mujer cuya mirada penetrante adivine la adversidad en
sus géneros más tenebrosos, y cuya mente sobornadora decida a las víctimas a
escapar de la opresión por los medios que yo presento; una mujer inteligente
finalmente, tan carente de escrúpulos como de piedad, que no descuide nada para
triunfar, ni siquiera cortar los escasos recursos que, apoyando todavía la
esperanza de estas infortunadas, les impide decidirse. Yo tenía una excelente,
y segura: acaba de morir. Es imposible imaginar hasta donde llevaba esta
inteligente criatura su desvergüenza; no solamente aislaba a esas miserables
hasta el punto de obligarlas a acudir a implorarlas de rodillas, sino que si
esos medios no aparecían con suficiente rapidez para acelerar su caída, la
malvada no vacilaba en robarlas. Era un tesoro: yo sólo necesito dos sujetos
por día, ella me hubiera dado diez, de haberlos querido. Se deducía de ahí que
yo tenía las mejores opciones, y que la superabundancia de materia prima de mis
operaciones me compensaba de la mano de obra. A esa mujer hay que sustituir,
querida; tendrás cuatro a tus órdenes, y dos mil escudos de emolumentos: ya te
lo he dicho, contesta, Thérèse, y sobre todo que unas quimeras no te impidan
aceptar tu dicha cuando el azar y mi mano te la ofrecen.
–¡Oh, señor! –dije a aquel hombre deshonesto,
estremeciéndome ante sus discursos–, ¿cómo es posible que podáis concebir tales
voluptuosidades, y que os atreváis a proponerme servirlas? ¡Qué horrores
acabáis de hacerme oír! Hombre cruel, bastaría con que fuerais desdichado sólo
dos días y veríais como estos sistemas de inhumanidad no tardarían en
aniquilarse en vuestro corazón: la prosperidad es lo que os ciega y os
endurece; os aburrís con el espectáculo de los males de los que os creéis al
amparo, y como confiáis en no sentirlos jamás, os suponéis en el derecho de
infligirlos; ¡ojalá jamás me llegue la felicidad si es capaz de corromperme
hasta este punto! ¡Oh, cielo santo! ¡No contentarse con abusar del infortunio!
¡Llevar la audacia y la ferocidad hasta incrementarlo, hasta prolongarlo, por
la única satisfacción de vuestros deseos! ¡Qué crueldad, señor! Los animales
más feroces no nos dan ejemplos de una barbarie semejante.
–Te equivocas, Thérèse, no hay astucias que el
lobo no invente para atraer al cordero a sus trampas: estas tretas están en la
naturaleza, y la beneficencia no cuenta entre ellas; sólo es una característica
de la debilidad preconizada por el esclavo para enternecer a su amo y
predisponerle a una mayor dulzura. Sólo se anuncia en el hombre en dos casos:
si es el más débil, o si teme serlo. La prueba de que esta supuesta virtud no
existe en la naturaleza es que es ignorada por el hombre más próximo a ella. El
salvaje, despreciándola, mata sin piedad a su semejante, bien por venganza,
bien por avidez... ¿Acaso no respetaría esa virtud si estuviera inscrita en su
corazón? Pero jamás apareció, jamás se encontrará allí donde los hombres sean
iguales. La civilización, al depurar a los individuos, al distinguir los
rangos, al ofrecer un pobre a los ojos de un rico, al hacer temer a éste una
variación de estado que podía precipitarle en la nada del otro, colocó
inmediatamente en su mente el deseo de aliviar al infortunado para ser aliviado
a su vez, en el caso de que perdiera sus riquezas. Entonces nació la
beneficencia, fruto de la civilización y del temor: así pues, sólo es una
virtud circunstancial, pero no, en absoluto, un sentimiento de la naturaleza
que jamás emplazó en nosotros otro deseo que el de satisfacernos, al precio que
fuera. Sólo confundiendo así todos los sentimientos, y sin analizar jamás nada,
podemos cegarnos sobre todo y privarnos de todos los goces.
–¡Ah, señor! –le interrumpí acaloradamente–.
¿Puede haber alguno más dulce que el de aliviar el infortunio? Dejemos a un
lado el horror de sufrirlo uno mismo: ¿existe una satisfacción más grande que
la de complacer?... Disfrutar de las lágrimas de la gratitud, compartir el
bienestar que se acaba de esparcir entre unos desdichados que, semejantes a
vos, carecían sin embargo de las cosas que para vos son vuestras primeras
necesidades, oírles entonar vuestros elogios y llamaros padre, reinstaurar la
serenidad sobre unas frentes oscurecidas por el desfallecimiento, por el
abandono y por la desesperación. No, señor, ninguna voluptuosidad en el mundo
puede igualarla: es la de la propia divinidad, y la dicha que promete a quienes
la hayan servido en la tierra sólo será la de ver o de hacer dichosos en el
cielo. Todas las virtudes nacen de ésa, señor; se es mejor padre, mejor hijo,
mejor esposo, cuando se conoce el encanto de aliviar el infortunio. Al igual
que los rayos del sol, diríase que la presencia del hombre caritativo esparce,
en todo lo que lo rodea, la fertilidad, la dulzura y la alegría; y el milagro
de la naturaleza, a partir de este foco de la luz celeste, es el alma honesta,
delicada y sensible cuya felicidad suprema es trabajar en favor de la de los
demás.
–¡Cuentos, Thérèse! Los placeres del hombre
están en relación con el tipo de órganos que ha recibido de la naturaleza; los
del individuo débil, y por consiguiente de todas las mujeres, deben llevar a
unas voluptuosidades morales, más excitantes, para tales seres, que las que
sólo influirían sobre un físico totalmente desprovisto de energía: ocurre lo
contrario con las almas fuertes, que, mucho mejor complacidas con los choques
vigorosos impresos sobre lo que las rodea de lo que lo estarían por las
impresiones delicadas percibidas por esos mismos seres que existen a su
alrededor, prefieren inevitablemente, a partir de esta constitución, lo que
afecta a los demás en sentido doloroso a lo que sólo los conmovería de una
manera más dulce. Esta es la única diferencia entre las personas crueles y las
personas bondadosas; unas y otras están dotadas de sensibilidad, pero cada cual
a su manera. Yo no niego que existan goces en ambas clases, pero sostengo, al
igual que, sin duda, muchos filósofos, que los del individuo constituido de la
manera más vigorosa serán incontestablemente más vivos que todos los de su
adversario; y una vez establecidos estos sistemas, puede y debe encontrarse un
tipo de hombres que encuentre tanto placer en todo lo que inspira la crueldad
como los otros lo saborean en la beneficencia. Pero estos serán unos placeres
suaves, y los otros unos placeres muy vivos: los primeros serán los más
seguros, los más auténticos sin duda, ya que caracterizan las inclinaciones de
todos los hombres todavía en la cuna de la naturaleza, y de los mismos niños,
antes de que hayan conocido el dominio de la civilización; los otros sólo serán
el efecto de esta civilización, y por tanto unas voluptuosidades engañosas y
sin ninguna finura. Por otra parte, hija mía, como estamos aquí menos para
filosofar que para consolidar una determinación, sé tan amable como para darme
tu última palabra... ¿Aceptas, o no, el encargo que te propongo?
–Con toda seguridad lo rechazo, señor
–respondí levantándome–... Soy muy pobre... ¡oh, sí, muy pobre, señor!; pero,
más rica por los sentimientos de mi corazón que por todos los dones de la
Fortuna, jamás sacrificaré los primeros para poseer los otros: sabré morir en
la indigencia, pero no traicionaré la virtud.
–Vete –me dijo fríamente aquel hombre
detestable–, y sobre todo que no tenga que temer indiscreciones tuyas: no
tardarías en ir a dar a un lugar donde ya no tendría que temerlas.
Nada estimula tanto la virtud como los temores
del vicio: mucho menos tímida de lo que habría supuesto, me atreví,
prometiéndole que no tendría nada que temer de mí, a recordarle el robo que me
había hecho en el bosque de Bondy, y contarle que, en la circunstancia en que
me hallaba, ese dinero me resultaba indispensable. Entonces el monstruo me
contestó duramente que sólo de mí dependía ganarlo, y que me negaba a ello.
–No, señor –contesté con firmeza– os lo
repito, moriré mil veces antes que salvar mis días a este precio.
Y yo –dijo Saint–Florent- no hay nada que no
prefiriera a la pena de dar mi dinero sin que se lo ganen: pese al rechazo que
has tenido la insolencia de darme, quiero pasar todavía un cuarto de hora
contigo. Vamos, pues, al tocador, y unos instantes de obediencia pondrán tus
fondos en una mejor situación.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 1994, en
traducción de Joaquín Jordá, pp. 191-194. ISBN: 978-84-7223-738-4.]
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