domingo, 31 de marzo de 2024

Justine o los infortunios de la virtud.- Marqués de Sade (1740-1814)

La mala nueva del marqués de Sade | El Cultural
Segunda parte


  «–¡Oh, señor, qué horror!
 –¿Acaso no podía cometer otro mayor?... Estuve a punto, te lo confieso; pero estaba convencido de que ibas a quedar reducida a los últimos extremos: esta idea me satisfizo, te abandoné. Dejemos eso, Thérèse, y pasemos al objeto que me ha hecho desear verte.
 Este gusto increíble que siento por las dos virginidades de una jovencita no me ha abandonado en absoluto, Thérèse –continuó Saint–Florent; ocurre con esto como con todos las restantes extravíos del libertinaje: cuanto más envejeces, más fuerza adquieren; de los antiguos delitos nacen nuevos deseos, y nuevos crímenes de estos deseos. Todo eso carecería de importancia, querida, si lo que se utiliza para satisfacerlo no fuera en sí mismo muy culpable. Pero como la necesidad del mal es el primer móvil de nuestros caprichos, cuanto más criminal es lo que nos empuja, más excitados nos sentimos. Una vez ahí, sólo deploramos la mediocridad de los medios: cuanto más se extiende su atrocidad, más excitante se vuelve nuestra voluptuosidad, y más nos hundimos así en el cenagal sin el más leve deseo de salir de él.
 Es mi historia, Thérèse; cada día, mis sacrificios precisan dos jovencitas. ¿He disfrutado?, no sólo no vuelvo a ver los objetos, sino que se hace incluso esencial para la absoluta satisfacción de mis fantasías que estos objetos salgan inmediatamente de la ciudad: saborearía mal los placeres del día siguiente si imaginara que las víctimas de la víspera siguen respirando el mismo aire que yo. El medio de liberarme de ellas es fácil. ¿Lo creerías, Thérése? Son mis excesos los que llenan el Languedoc y la Provenza de la multitud de objetos de libertinaje que encierra su seno: una hora después de que estas jovencitas me hayan servido, unos emisarios de confianza las embarcan y las venden a las alcahuetas de Nîmes, de Montpellier, de Toulouse, de Aix y de Marsella. Este comercio, en el que llevo dos tercios del beneficio, me compensa ampliamente de lo que los sujetos me cuestan, y así satisfago dos de mis más queridas pasiones, la lujuria y la codicia. Pero los descubrimientos y las seducciones me dan trabajo; además, la clase de sujetos es extremadamente importante para mi lubricidad: quiero que todas ellas procedan de estos asilos de la miseria en los que la necesidad de vivir y la imposibilidad de conseguirlo, absorbiendo el valor, el orgullo y la delicadeza, enervando finalmente el alma, determina, en la esperanza de una subsistencia indispensable, a todo lo que parece tener que asegurarla. Hurgo despiadadamente en todos estos reductos: no puedes imaginar lo que me dan. Voy más lejos, Thérèse: la actividad, la industria, un poco de bienestar, enfrentándose a mis sobornos, me arrebatarían una gran parte de los sujetos; yo opongo a estos escollos el crédito de que disfruto en esta ciudad, provoco unas oscilaciones en el comercio, o unas carestías en los víveres, que, multiplicando las clases de pobreza, quitándole por una parte los medios de trabajo, y dificultándole por otra los de la vida, aumentan en proporción igual la suma de los sujetos que la miseria me entrega. La astucia es conocida, Thérèse: estas escaseces de leña, de trigo y de otros comestibles, que han estremecido a París durante tantos años, no tenían otro objetivo que los que me animan; la avaricia, el libertinaje, estas son las pasiones que, desde el seno de los dorados artesonados, tienden una maraña de redes hasta el humilde techo del pobre. Pero, por mucha habilidad que ponga en práctica para apretar por un lado, si mis manos diestras no arrancan rápidamente del otro, me quedo sin nada que llevarme a la boca, y la máquina funciona tan mal como si yo no agotara mi imaginación en recursos y mi crédito en operaciones. Así que necesito una mujer lista, joven, inteligente, que, habiendo pasado ella misma por los espinosos senderos de la miseria, conozca mejor que nadie los medios de seducir a las que transitan por ellos; una mujer cuya mirada penetrante adivine la adversidad en sus géneros más tenebrosos, y cuya mente sobornadora decida a las víctimas a escapar de la opresión por los medios que yo presento; una mujer inteligente finalmente, tan carente de escrúpulos como de piedad, que no descuide nada para triunfar, ni siquiera cortar los escasos recursos que, apoyando todavía la esperanza de estas infortunadas, les impide decidirse. Yo tenía una excelente, y segura: acaba de morir. Es imposible imaginar hasta donde llevaba esta inteligente criatura su desvergüenza; no solamente aislaba a esas miserables hasta el punto de obligarlas a acudir a implorarlas de rodillas, sino que si esos medios no aparecían con suficiente rapidez para acelerar su caída, la malvada no vacilaba en robarlas. Era un tesoro: yo sólo necesito dos sujetos por día, ella me hubiera dado diez, de haberlos querido. Se deducía de ahí que yo tenía las mejores opciones, y que la superabundancia de materia prima de mis operaciones me compensaba de la mano de obra. A esa mujer hay que sustituir, querida; tendrás cuatro a tus órdenes, y dos mil escudos de emolumentos: ya te lo he dicho, contesta, Thérèse, y sobre todo que unas quimeras no te impidan aceptar tu dicha cuando el azar y mi mano te la ofrecen.
 –¡Oh, señor! –dije a aquel hombre deshonesto, estremeciéndome ante sus discursos–, ¿cómo es posible que podáis concebir tales voluptuosidades, y que os atreváis a proponerme servirlas? ¡Qué horrores acabáis de hacerme oír! Hombre cruel, bastaría con que fuerais desdichado sólo dos días y veríais como estos sistemas de inhumanidad no tardarían en aniquilarse en vuestro corazón: la prosperidad es lo que os ciega y os endurece; os aburrís con el espectáculo de los males de los que os creéis al amparo, y como confiáis en no sentirlos jamás, os suponéis en el derecho de infligirlos; ¡ojalá jamás me llegue la felicidad si es capaz de corromperme hasta este punto! ¡Oh, cielo santo! ¡No contentarse con abusar del infortunio! ¡Llevar la audacia y la ferocidad hasta incrementarlo, hasta prolongarlo, por la única satisfacción de vuestros deseos! ¡Qué crueldad, señor! Los animales más feroces no nos dan ejemplos de una barbarie semejante.
 –Te equivocas, Thérèse, no hay astucias que el lobo no invente para atraer al cordero a sus trampas: estas tretas están en la naturaleza, y la beneficencia no cuenta entre ellas; sólo es una característica de la debilidad preconizada por el esclavo para enternecer a su amo y predisponerle a una mayor dulzura. Sólo se anuncia en el hombre en dos casos: si es el más débil, o si teme serlo. La prueba de que esta supuesta virtud no existe en la naturaleza es que es ignorada por el hombre más próximo a ella. El salvaje, despreciándola, mata sin piedad a su semejante, bien por venganza, bien por avidez... ¿Acaso no respetaría esa virtud si estuviera inscrita en su corazón? Pero jamás apareció, jamás se encontrará allí donde los hombres sean iguales. La civilización, al depurar a los individuos, al distinguir los rangos, al ofrecer un pobre a los ojos de un rico, al hacer temer a éste una variación de estado que podía precipitarle en la nada del otro, colocó inmediatamente en su mente el deseo de aliviar al infortunado para ser aliviado a su vez, en el caso de que perdiera sus riquezas. Entonces nació la beneficencia, fruto de la civilización y del temor: así pues, sólo es una virtud circunstancial, pero no, en absoluto, un sentimiento de la naturaleza que jamás emplazó en nosotros otro deseo que el de satisfacernos, al precio que fuera. Sólo confundiendo así todos los sentimientos, y sin analizar jamás nada, podemos cegarnos sobre todo y privarnos de todos los goces.
Justine o Los infortunios de la virtud La Sonrisa Vertical: Amazon ... –¡Ah, señor! –le interrumpí acaloradamente–. ¿Puede haber alguno más dulce que el de aliviar el infortunio? Dejemos a un lado el horror de sufrirlo uno mismo: ¿existe una satisfacción más grande que la de complacer?... Disfrutar de las lágrimas de la gratitud, compartir el bienestar que se acaba de esparcir entre unos desdichados que, semejantes a vos, carecían sin embargo de las cosas que para vos son vuestras primeras necesidades, oírles entonar vuestros elogios y llamaros padre, reinstaurar la serenidad sobre unas frentes oscurecidas por el desfallecimiento, por el abandono y por la desesperación. No, señor, ninguna voluptuosidad en el mundo puede igualarla: es la de la propia divinidad, y la dicha que promete a quienes la hayan servido en la tierra sólo será la de ver o de hacer dichosos en el cielo. Todas las virtudes nacen de ésa, señor; se es mejor padre, mejor hijo, mejor esposo, cuando se conoce el encanto de aliviar el infortunio. Al igual que los rayos del sol, diríase que la presencia del hombre caritativo esparce, en todo lo que lo rodea, la fertilidad, la dulzura y la alegría; y el milagro de la naturaleza, a partir de este foco de la luz celeste, es el alma honesta, delicada y sensible cuya felicidad suprema es trabajar en favor de la de los demás.
 –¡Cuentos, Thérèse! Los placeres del hombre están en relación con el tipo de órganos que ha recibido de la naturaleza; los del individuo débil, y por consiguiente de todas las mujeres, deben llevar a unas voluptuosidades morales, más excitantes, para tales seres, que las que sólo influirían sobre un físico totalmente desprovisto de energía: ocurre lo contrario con las almas fuertes, que, mucho mejor complacidas con los choques vigorosos impresos sobre lo que las rodea de lo que lo estarían por las impresiones delicadas percibidas por esos mismos seres que existen a su alrededor, prefieren inevitablemente, a partir de esta constitución, lo que afecta a los demás en sentido doloroso a lo que sólo los conmovería de una manera más dulce. Esta es la única diferencia entre las personas crueles y las personas bondadosas; unas y otras están dotadas de sensibilidad, pero cada cual a su manera. Yo no niego que existan goces en ambas clases, pero sostengo, al igual que, sin duda, muchos filósofos, que los del individuo constituido de la manera más vigorosa serán incontestablemente más vivos que todos los de su adversario; y una vez establecidos estos sistemas, puede y debe encontrarse un tipo de hombres que encuentre tanto placer en todo lo que inspira la crueldad como los otros lo saborean en la beneficencia. Pero estos serán unos placeres suaves, y los otros unos placeres muy vivos: los primeros serán los más seguros, los más auténticos sin duda, ya que caracterizan las inclinaciones de todos los hombres todavía en la cuna de la naturaleza, y de los mismos niños, antes de que hayan conocido el dominio de la civilización; los otros sólo serán el efecto de esta civilización, y por tanto unas voluptuosidades engañosas y sin ninguna finura. Por otra parte, hija mía, como estamos aquí menos para filosofar que para consolidar una determinación, sé tan amable como para darme tu última palabra... ¿Aceptas, o no, el encargo que te propongo?
 –Con toda seguridad lo rechazo, señor –respondí levantándome–... Soy muy pobre... ¡oh, sí, muy pobre, señor!; pero, más rica por los sentimientos de mi corazón que por todos los dones de la Fortuna, jamás sacrificaré los primeros para poseer los otros: sabré morir en la indigencia, pero no traicionaré la virtud.
 –Vete –me dijo fríamente aquel hombre detestable–, y sobre todo que no tenga que temer indiscreciones tuyas: no tardarías en ir a dar a un lugar donde ya no tendría que temerlas.
 Nada estimula tanto la virtud como los temores del vicio: mucho menos tímida de lo que habría supuesto, me atreví, prometiéndole que no tendría nada que temer de mí, a recordarle el robo que me había hecho en el bosque de Bondy, y contarle que, en la circunstancia en que me hallaba, ese dinero me resultaba indispensable. Entonces el monstruo me contestó duramente que sólo de mí dependía ganarlo, y que me negaba a ello.
 –No, señor –contesté con firmeza– os lo repito, moriré mil veces antes que salvar mis días a este precio.
 Y yo –dijo Saint–Florent- no hay nada que no prefiriera a la pena de dar mi dinero sin que se lo ganen: pese al rechazo que has tenido la insolencia de darme, quiero pasar todavía un cuarto de hora contigo. Vamos, pues, al tocador, y unos instantes de obediencia pondrán tus fondos en una mejor situación.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 1994, en traducción de Joaquín Jordá, pp. 191-194. ISBN: 978-84-7223-738-4.]

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