Capítulo XIII:
Líderes en desacuerdo
«Ése era el día del mes en que la señorita
Barfoot daba su conferencia de las cuatro. El tema se había anunciado una
semana antes: “La mujer como invasora”. Una hora antes que de costumbre las
chicas dejaron de trabajar y dispusieron rápidamente las sillas para el
reducido público. Esta vez eran trece las asistentes al acto: las chicas de la
oficina y unas cuantas que habían acudido especialmente para la ocasión. Todas
eran conscientes de la tragedia que había afectado recientemente a la señorita
Barfoot. A ello atribuyeron la tristeza reflejada en la expresión de su rostro,
tan en contraste con aquella con la que siempre las había recibido.
Como siempre empezó en el tono de conversación
más sencillo. No hacía mucho había recibido una carta anónima, escrita por
algún oficinista en paro, en la que se la insultaba por promover la
incorporación de las mujeres al secretariado. El mal gusto de la carta era
comparable a su gramática, pero tenían que oírla.
La leyó de principio a fin. Ahora bien,
independientemente de quién fuera el autor, estaba claro que no se trataba de
una persona con la que se pudiera discutir. No habría valido la pena
contestarle, incluso si hubiera dado la oportunidad de hacerlo. Por todo ello,
su poco civilizado ataque tenía un significado, y había un montón de gente
dispuesta a apoyar sus argumentos en términos más respetables. “Os dirán que al
entrar en el mundo comercial no sólo traicionáis a vuestro sexo, sino que
causáis un perjuicio terrible al incontable número de hombres que luchan
duramente para ganarse el pan. Reducís los salarios, presionáis un campo ya
sobresaturado, perjudicáis a los miembros de vuestro sexo impidiendo que los
hombres se casen, esos hombres que si ganaran lo suficiente podrían mantener a
sus esposas.” Ese día, siguió la señorita Barfoot, no pretendía debatir los
aspectos económicos de la cuestión. Iba a tratarla desde otro punto de vista,
quizá repitiendo mucho de lo que ya les había dicho en otras ocasiones, porque
ahora estos pensamientos rondaban por su cabeza de forma persistente.
Sin duda, este injurioso sujeto, que declaraba
ser suplantado por una joven que hacía su trabajo por un salario menor, tenía
motivo de queja. Pero, en el miserable desorden del estado de nuestra sociedad,
un agravio debía ser contrastado con otro, y la señorita Barfoot sostuvo que
había mucho más que decir en favor de las mujeres que invadían lo que había
sido el ámbito exclusivo de los hombres que de los hombres que empezaban a
quejarse de esta invasión.
—Mencionan media docena de oficios que al
parecer son estrictamente exclusivos de las mujeres. ¿Por qué no nos dedicamos
a ellos? ¿Por qué no animo a las jóvenes a que trabajen como institutrices,
enfermeras y trabajos así? Pensáis que debería responder que ya hay demasiadas
candidatas para esos puestos. Sería cierto, pero prefiero no utilizar ese
argumento, que a buen seguro nos haría polemizar con el oficinista en paro. No,
para resumir, no estoy ansiosa de que ganéis dinero, sino de que las mujeres en
general se conviertan en seres humanos razonables y responsables.
Prestad atención. Una institutriz, una
enfermera, puede ser la más admirable de las mujeres. No animaré nunca a nadie
a que abandone la carrera que sin duda le satisface. Pero ése es el caso de
unas pocas entre el inmenso número de chicas que deben, si no son personas
despreciables, encontrar de algún modo un trabajo serio. Como yo misma he
seguido estudios de secretariado, y estoy capacitada para dicho empleo, busco a
chicas con esa mentalidad, y hago lo que puedo para prepararlas para que
trabajen en oficinas. Y (aquí tengo que volver a ser enfática) me siento feliz
de haber hecho esta elección. Me siento feliz de poder enseñar a chicas a
forjarse una carrera que mis oponentes consideran impropia de las mujeres.
Una institutriz excelente, una enfermera
perfecta, llevan a cabo un trabajo de inmenso valor; pero para nuestra causa de
emancipación no nos sirven. No, son dañinas. Los hombres las señalan y dicen: “Imitadlas,
quedaos en vuestro mundo”. Nuestro mundo es el mundo de la inteligencia, del
esfuerzo honrado, de la fuerza moral. Los viejos modelos de perfección femenina
ya no nos son de ninguna ayuda. Como el oficio religioso, que, a fuerza de tanto
repetirlo, para el noventa y nueve por ciento de la gente no es más que
palabrería, esos modelos han perdido vigencia. Debemos preguntarnos: ¿qué tipo
de aprendizaje hará despertar a las mujeres, las hará conscientes de sus almas
y conseguirá que tomen partido por una actividad saludable?
Tiene que ser algo nuevo, algo totalmente
desligado del reproche a nuestra feminidad. Me da igual si terminamos
excluyendo a los hombres. ¡No me importan los resultados siempre que las
mujeres salgan fortalecidas, seguras y noblemente independientes! El mundo
tiene que ocuparse de sus asuntos. Lo más probable es que vivamos una
revolución social mucho mayor de lo que parece posible. Dejemos que llegue y
ayudemos a que llegue. Cuando pienso en la despreciable desdicha de todas esas
mujeres esclavizadas por la costumbre, por su debilidad, por sus deseos, me
echaría a gritar: ¡Dejad que el mundo se hunda antes de que las cosas sigan
así!
Durante unos instantes le falló la voz. Tenía
los ojos llenos de lágrimas. La mayoría de las chicas asistentes a la
conferencia comprendía lo que encendía su pasión. Intercambiaron miradas
graves.
—El sujeto que nos injuria hará lo que pueda
en la vida. Sufre las consecuencias de la estupidez de los hombres a lo largo
de los siglos. No podemos hacer nada por él. Está muy lejos de nuestro deseo
perjudicar a nadie, pero nosotras mismas estamos escapando de unas condiciones
de vida intolerables. Estamos educándonos. Tiene que nacer una nueva clase de
mujer, una mujer activa en cualquier ámbito de la vida: una nueva trabajadora
en el mundo y una nueva ama de casa. Podemos conservar muchas virtudes del
viejo ideal pero tenemos que añadir a ellas aquellas que han sido consideradas
apropiadas sólo para los hombres. Que una mujer sea dulce, pero que sea fuerte
a la vez; que sea de corazón puro, pero no en menor medida sabia e instruida.
Puesto que debemos ser un ejemplo para aquellas de nuestro sexo que todavía no
han despertado, tenemos que encabezar una lucha activa; tenemos que ser invasoras.
No sé ni me importa la igualdad entre hombres y mujeres. No somos iguales en
altura, en peso, en musculatura y, por lo que sé, puede que tengamos una mente
menos poderosa. Pero eso no tiene nada que ver. Nos basta con saber que han
mermado nuestro crecimiento natural. La gran masa de las mujeres ha estado
siempre compuesta por criaturas mezquinas y su mezquindad ha sido una maldición
para los hombres. Por tanto, si preferís entenderlo así, estamos trabajando
tanto en beneficio de los hombres como de nosotras. Dejemos que la
responsabilidad por los disturbios recaiga en aquellos que han hecho que
despreciemos quiénes éramos. ¡A cualquier precio, y digo a cualquier precio,
nos liberaremos de la herencia de la debilidad y de la miseria!
El público tardó en dispersarse más de lo
habitual. Cuando todas se hubieron ido, la señorita Barfoot aguzó el oído,
intentando adivinar si se oían pasos en la habitación contigua. Como no detectó
ningún ruido, fue a ver si Rhoda todavía seguía allí.
Sí. Rhoda estaba sentada, pensativa. Alzó la
vista, sonrió y se adelantó unos cuantos pasos.
—Ha sido excelente.
—Pensé que te gustaría.
La señorita Barfoot se acercó aún más a Rhoda
y añadió:
—Iba dirigido a ti. Tenía la impresión de que
habías olvidado lo que pensaba sobre estos temas.
—Tengo muy mal genio —replicó Rhoda—. La
obstinación es uno de mis defectos.
—Lo es.
Sus miradas se encontraron.
—Creo —continuó Rhoda— que debería pedirte
perdón. Tuviera o no razón me comporté de manera improcedente.
—Sí, eso pienso yo.
Rhoda sonrió, agachando la cabeza ante el
reproche.
—Y terminemos con esto —añadió la señorita
Barfoot—. Démonos un beso y seamos amigas.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Alba Editorial, 2001, en traducción
de Alejandro Palomas, pp. 154-158. ISBN: 84-8428-077-2.]
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