Segunda parte
Octavo tranco
En el que se va
a decir en dónde, cómo y por qué el Canillitas estuvo a punto de ser devorado
«Imponente era la borrachera que llevaba
Félix. Era amplísima, de las de agarra-pollos, llamadas así con exacta
propiedad porque con su peso avasallador se camina enteramente agachado, casi
en cuclillas, como si se anduviese persiguiendo para tratar de atraparlas a unas
de esas pequeñas y piadoras aves de corral.
Lo echaba de un lado para otro su fabulosa
ebriedad y en uno de estos irrefrenables bambaleos fue a darse un magno
encontrón con un descuidado transeúnte y le puso un zapato encima de un pie,
haciéndole lanzar una exclamación adecuada al dolor que sufrió, con unos
indispensables pesiatales aforrados de porvidas, y exclamó luego que acabó de
soltarlos:
—¡Salvaje, qué pisotón me diste! Me has
deshecho de este pie tres dedos por lo menos.
—No se lo he dado. ¡Qué capaz que yo dé algo!
Soy muy avaro, sépalo. Sólo se lo presté.
—¿Conque sí? ¿Conque me lo prestó? Pues como
por ahora no lo necesito para nada téngalo, se lo devuelvo.
Y diciendo y haciendo asentó el pie de lleno
en uno de los de Félix con una patada bestial.
—No urgía la devolución, señor, se pudo haber
quedado con él por más tiempo.
—Como soy forastero y me voy de la ciudad, por
eso le he hecho la entrega. ¡Yo para qué me voy a llevar nada prestado, ni
menos de usted, a quien no conozco! Ah, oiga, como ganó buen interés por el
tiempo que lo tuve en mi poder aquí tiene el rédito legal para que lo aproveche
y lo goce. Y dígame si aún falta algo.
Y sin más ni más el muy lebrón le bregó a
Félix las piernas a pisotones, con los que casi se las desbarató, haciéndolo
ver cometas encendidos y mil estrellas errantes de todos los colores; pero así
y todo respondió muy comedido y suave, tragándose la dolencia:
—Acepto los réditos porque yo voy a la
ganancia, y como no quiero más de lo que me corresponde, pues usted me ha dado
un gran excedente, aquí le devuelvo el sobrante. Recójalo.
En un santiamén le asestó dos pares de
excelentes zapatadas con las que casi le trituró una espinilla, lo cual al
instante, hizo hervir a borbotones la ira del acoceado, y tanta era la
ferocidad que mostraba en los ojos, que en cada uno de ellos tenía temblando
una luz; parecía que sus niñas tenían presa una luciérnaga. Y a toda mano, con
un milagro de sencillez, le dio un trascuernazo con el que lo echó boca abajo,
y así caído como estaba, le suministró con galanura singular, una buena pisa de
coces, y eso que estaba obscuro; con alguna claridad habría sido más pulida la
pateadura y se la hubiese distribuido mejor por todo el cuerpo. Era cosa bien
sabida que de todos los golpes que se repartían en la ciudad, al Canillitas le
tocaba siempre una buena parte. Tenía estrellas contrarias.
Félix para defenderse con algo, empezó a
lanzar un sinnúmero de pedradas verbales, con las que le sangró la honra a su
agresor, pues entre ellas salieron a relucir bonitamente el padre, la madre y
no sé cuántos más de sus ascendientes, pero no solos, sino bien acompañados de
sonoros y significativos epítetos. Les decía piadosos responsos de vituperios y
anatemas. De repente el enfurecido golpeador suspendió su atareado trabajo y
gritó con efusión:
—¡Recáspita! ¡Si es el Canillitas! Por la voz
y los voquibles lo he conocido. ¿Verdad que tú eres, Canillitas?
—Sí, yo soy ¿y qué? ¿Y tú quién eres,
carajuelo?
—Tu amigo el doctor Pretinas, hombre. Otros me
apodan Pelechotes.
—En tus partos habías de andar, Pelechotes,
hijo de mala madre y de los demonios, y no sobre mi cuerpo.
—Voy a asistir a uno y tengo prisa en llegar,
pues ya sabes, hermano Canillitas, que es cosa exacta, bien probada, que
después de las alegres noches de posadas, a los nueve meses justos de esas
fiestas, aumentan los nacimientos más que en ninguna otra época del año. Y es
el caso que como los niños se encargan generalmente de noche, siempre vienen a
las altas horas para desesperación de nosotros los infelices ayudadores a bien
parir, en las cuales deberíamos estar en la ocupación continua y virtuosa de
regalarnos el cuerpo con buenas bebidas, con el rostro abierto al regocijo, y no
hacia una gritona parturienta. Ésta es una desconsideración de las mujeres para
con nosotros, que las servimos en esos aprietos que tienen por culpa suya y de
sus maridos o de sus amigos.
—Perdona lo que te presté, querido doctor
Pretinas, o Pelechotes, como tú mejor atiendas y te acomode el nombre.
—Perdona lo que te devolví, Canillitas.
—También disculpa lo que te dije. Te puse de
asco.
—¿A mí? A mí no me dijiste nada, absolutamente
nada, tranquilízate, no me pusiste de ningún modo. Ha sido a mi padre y a mi
madre. A mí ni siquiera me mentaste. Yo no te había conocido; en esta viva
tiniebla de las calles ¿quién se va a conocer? No hay ni un mal farol que
alivie la obscuridad, con lo que se expone el pobre transeúnte, a que lo
atropelle un alumbrado como tú. Pero yo, en justa compensación, al acabar el
alumbramiento al que voy a asistir, también me alumbraré tanto o más que tú
para celebrar, porque soy patriota, que mi querido México ha aumentado su
población con un nuevo habitante, acaso con dos, según es la inflazón que he
visto. Te convido, a tragar lo que quieras, sólido o líquido, luego que salga
esa señora de su cuidado.
—¡Ya lo creo que me convidarás! Pero no digas
que salga de su cuidado, sino de su descuido. Sé que tiras buenos gajes, porque
ustedes los curanderos ganan bastante.
—No lo creas, los médicos nos hacen mucha
competencia.
—Si careces de blanca o de calderilla yo soy ése que convida ampliamente a los alifuces de rigor para nuestra mutua
iluminación. Si no hay un bien nacido tabernero que nos los dé gratis e d’amore, me robo por ahí alguna
cosilla baladí, la vendo, y con lo que me den por ella, producto honrado de mi
trabajo de proponerla en venta, procuraremos emborracharnos, pues tengo
intenciones de agarrar esta noche una buena borrachera.
—Pues a la que traes ahora, ¿qué defecto le
pones?
—Entonces, si te parece, solamente me la
perfeccionaré; le pondré adornos vistosos. Así —no se me olvida nunca— tu
hermano el Molcas y yo nos adornamos con muchas y variadas galas una muy
preciosa que traíamos ambos en una alegre tarde de toros. Por cierto que hace
bastante que no veo al Molcas. ¿Qué es de él, vive o ya pudre?
—Vive, sí; pero está medio tonto.
—¿Ah, sí? ¿Medio tonto, dices? Entonces ha
mejorado.
Cada uno de estos bellacos tomó su derrota
bajo la noche llena de tinieblas palpables. El doctor Pretinas o Pelechotes,
como se le quiera decir, se lanzó rápido a sacar al mundo a aquel retoño, como
buen recibidor o comadrón que era, y el Canillitas, columpiando el cuerpo con
un gran vaivén, a lo de vas o vienes, lo llevó su fino instinto de ebrio a la
bulliciosa taberna “La Virgen Adúltera”, de la que era propietario un jácaro
dicho el doctor Falfurrias, y a donde llegó jadeando, y en la que a diario se
reunía con sus amigachos, gente ociosa y corrillera, tahura, pendenciera y
salaz. Allí no se oían más que roncas y porvidas, bravatas y pésetes, reniegos,
votos y mentises.
Como se ponía por las noches esa “Virgen
Adúltera”, resultarían en parangón suyo lugares silenciosos de recogimiento y
devoción, la torre de Babel o las cenas de aquel famoso Sardanápalo. Al ver al
Canillitas los rufianes, asiduos concurrentes a ese establecimiento de
holgorio, con aquella extraña facha y con aquella cara tan escuálida que los
carrillos se le besaban por dentro, con más arrugas que un traje viejo, y creo
que iba hasta más dentón que de costumbre, prorrumpieron en largas carcajadas
caudalosas y elementales, y, entre tanto, el disfrazado jácaro, con los ojos
llenos de azoro, no atinaba más que a decir con voz entrapajada a todos los
rufos:
—¡Ay, vengo hecho añicos!
—¿Por qué añicos? ¡Años! No te los trates con
tanto cariño.»
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