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«Finalmente llegó el invierno de 1799, que
fue especialmente riguroso. En aquel entonces, aparentemente cansado del bosque
de La Bassine y vagando en busca del siguiente alijo de setas o de uvas
silvestres o de bayas, y de las larvas que extraía de la pulpa de los árboles
moribundos, había cruzado las montañas, a lo largo de la planicie entre Lacaune
y Roquecézière, siguiendo de nuevo el curso del Lavergne hasta las inmediaciones
de la villa de Saint-Sernin. Era a comienzos de enero, justo después de Año
Nuevo, y el frío se había enseñoreado de todas las cosas. Al caer la noche, el
chico se fabricó un nido con ramas de pino, pero durmió de manera irregular a
causa de los temblores y el hambre, que le hacían mella en las entrañas. Con la
primera luz del día se levantó y comenzó a escarbar entre los terrones
dispersos de ese campo aletargado en busca de algo que llevarse a la boca:
tubérculos, cebollas, la broza y los restos de los granos cosechados hacía
mucho… De pronto un movimiento fantasmal llamó su atención. Vio que había humo
elevándose por encima de los árboles al otro lado del campo. Estaba a cuatro
patas, cavando. La tierra, húmeda. Un cuervo se burlaba de él desde los
árboles. Sin pensarlo, sin saber lo que hacía o por qué, se levantó y corrió
hacia la cabaña de donde salía ese humo.
Adentro se hallaba François Vidal, el
tintorero del pueblo, que acababa de levantarse y había encendido el fuego para
calentar la estancia y prepararse unas gachas. No tenía hijos, era viudo y
vivía solo. De las vigas del único cuarto de su cabaña colgaban las hierbas,
las flores y los hierbajos pantanosos que usaba como tintes. Era la única
persona en toda la región que podía producir un bon teint de púrpura real sobre
lana virgen, empleando su propia mezcla y sus fijadores, así que, por pura
necesidad, era un hombre extremadamente reservado. ¿Deseaban sus competidores
hacerse con sus recetas? Oh, sí, desde luego. ¿Lo espiaban? No estaba seguro de
ello, pero tampoco podía afirmar que no lo hicieran. En cualquier caso, el
tintorero salió de su casa en dirección al rudimentario establo para alimentar
y ordeñar a su vaca, pensando en apartar la nata para completar sus gachas. Fue
entonces cuando vio algo —un oscuro centelleo animal— que se erguía contra la
tierra parda y el fondo de los árboles sin hojas.
No tenía ningún prejuicio, pues a sus oídos no
habían llegado los rumores procedentes de Lacaune, o siquiera de la villa más
cercana. Así que cuando sus ojos enfocaron aquella figura y registraron la
imagen en su cerebro, vio que no se trataba de un animal, sino de un niño
humano, un muchacho sucio, que caminaba hacia él sin protección alguna contra
los elementos. Se le veía muy necesitado. Así que el hombre estiró la mano en
señal de invitación.
Siguió a continuación una lucha de voluntades.
Como el chico no respondía, Vidal extendió ambas manos, con las palmas
abiertas, para mostrarle que estaba desarmado y le habló con voz suave y tono
persuasivo, aunque el niño pareció no entender, o siquiera escuchar, lo que el
otro le decía. En su infancia, Vidal había tenido una medio hermana sordomuda,
y la familia había creado su propio sistema de signos para comunicarse con
ella, si bien el resto de los habitantes del pueblo tendían a rechazarla como
si se tratara de un monstruo de feria. Fueron esos signos los que empezó a
recordar el tintorero mientras se hallaba allí, muerto de frío, contemplando al
chico desnudo. Si, como parecía, el niño era sordomudo, entonces quizás sabría
responder a sus gestos. Las manos de Vidal, manchadas con los residuos de sus
tintes, describieron fugaces y elegantes figuras, pero todo fue en vano. El
chico seguía allí, paralizado, los ojos oscilando entre el rostro del tintorero
y la casa, el establo, el humo que se achataba antes de dispersarse por el
cielo. Finalmente, temiendo espantarlo, Vidal retrocedió lentamente hacia la
cabaña, hizo un gesto de invitación en el umbral y dejó la puerta abierta tras
él.
Poco después, cuando Vidal se hallaba
agazapado frente al hogar tras haber ordeñado a la vaca Rousa, que mugió a
causa de un sonido que se sintió como un remoto e intermitente parte
meteorológico proveniente de las colinas, el chico se acercó al umbral lo
suficiente para que Vidal pudiera observarlo por fin con cierto detenimiento.
Le extrañaba que alguien permitiera que su niño anduviera por ahí como un
animal salvaje, con toda la mugre del bosque incrustada en cada poro de su
piel, con el pelo lleno de abrojos y palitos y moho, y con las rodillas casi
tan callosas como los pies. ¿Quién era aquel muchacho? ¿Acaso había sido
abandonado? Entonces vio la cicatriz en el cuello del niño y la respuesta a sus
preguntas le pareció evidente. Cuando le hizo un gesto para que se acercara al
fuego, señalando también el cazo renegrido donde espesaban las gachas, Vidal
vislumbró el rostro de su hermana muerta.
Con cautela, paso a paso, el chico se acercó
al fuego. Y con la misma precaución, pues temía que cualquier movimiento brusco
pudiera hacerlo retroceder por la puerta, Vidal echó algo más de leña en el
hogar hasta que las llamas se avivaron. Retiró el cazo del fuego y lo puso a
enfriar en la rejilla. La puerta seguía abierta. La vaca mugió. Usando sus
manos para comunicarse, el tintorero le ofreció al chico un plato de gachas que
despedía un fragante vapor. También tenía la intención de ir a buscar un poco
de leche y de cerrar la puerta en cuanto se ganara su confianza, pero el chico
no demostró ningún interés en la comida. Se mostraba inquieto, vacilante, y
tenía los ojos fijos en el fuego. Se le ocurrió a Vidal que quizás el niño no
supiera lo que eran las gachas, que no supiera lo que era un plato o una
cuchara, y mucho menos cómo se usaban. Así que hizo algunos gestos para recrear
la pantomima del acto de comer, tal como lo haría un padre con su hijo,
llevándose la cuchara a los labios y probando las gachas, masticando y tragando
exageradamente e incluso frotándose el abdomen en círculos y sonriendo satisfecho.
El chico se mostró inmutable. Simplemente
permaneció allí, titubeante, aparentemente fascinado por el fuego. Y es casi
seguro que habría seguido así todo el día si no hubiera sido por la repentina
ocurrencia del viejo. Quizás habría alimentos más rudimentarios, pensó,
alimentos del bosque o del campo que el niño estuviera acostumbrado a comer sin
temor. Nueces y cosas por el estilo. Miró a su alrededor. No había nueces. No
era temporada. Pero en una cesta recostada contra la pared del fondo estaba el
puñado de patatas que había traído del sótano con la intención de freírlas en
manteca para la cena de esa tarde. Con mucho cuidado, haciendo gestos
ostensibles con el cuerpo y las manos para no alarmar al niño, se levantó, y
lentamente —tan lentamente que alguien podría haberlo tomado por un niño en
pleno juego de las estatuas— se acercó a la pared, levantó la tapa de mimbre y,
continuando con la pantomima, levantó la cesta para mostrarle al niño su
contenido.
Con eso bastó. En un instante el niño estaba
allí, a unos pocos centímetros, el olor salvaje manando de su cuerpo como el
almizcle, las manos escarbando en la cesta hasta hacerse con todas y cada una
de las patatas —serían una docena o más—. Luego, con un solo movimiento, se
plantó frente al hogar y empezó a arrojarlas una a una al fuego. Su rostro se
iluminó de repente, los ojos desorbitados. De sus labios escapó una serie de
chillidos breves e inarticulados. En cuestión de segundos, en el tiempo que le
llevó a Vidal entornar la puerta y cerrarla del todo, el chico había metido ya
las manos en las brasas y había sacado una de las patatas todavía crudas,
quemándose los dedos en el proceso. De inmediato, como si no tuviera noción de
lo que implicaba la cocción, comenzó a mordisquearla compulsivamente. Una vez
hubo terminado, agarró la siguiente y luego otra, y otra, repitiendo la misma
secuencia, sólo que ahora las patatas estaban chamuscadas por fuera y crudas
por dentro, y los dedos del niño visiblemente quemados.
Afligido ante esta imagen, Vidal intentó
mostrarle cómo se usaban las pinzas de hierro, pero el niño lo ignoró
completamente. Peor aún, miró a través de él como si no existiera. El tintorero
le ofreció queso, pan, vino. El niño, sin embargo, no demostró ningún interés y
no reaccionó hasta que a Vidal se le ocurrió servirle un vaso de agua de una
jarra que había sobre la mesa. Lo primero que hizo el niño fue intentar lamer
el agua del vaso, pero entonces pareció comprender y se lo llevó a los labios
hasta dejarlo vacío. Pidió más. Fascinado como si se tratara de un zorro que se
hubiera puesto a dos patas para sentarse con él a la mesa, Vidal siguió
llenándole el vaso hasta que el niño estuvo saciado. Finalmente, desnudo y
mugriento, el crío se acurrucó sobre las losas que había delante del fuego y se
quedó profundamente dormido.
Durante largo rato el tintorero se limitó a
contemplar desde una silla a esa súbita aparición que había irrumpido en su
vida. Se levantaba de vez en cuando para avivar las llamas o para encender su
pipa. No tenía la menor intención de trabajar, no en un día como ése. Sólo
podía pensar en su medio hermana, Marie-Thérèse, una niña inusualmente pequeña
y con un rostro poderosamente expresivo —era capaz de decir con sus gestos más
de lo que muchos podían decir con su lengua—. Había sido producto del primer
matrimonio de su padre con una mujer que había muerto de fiebre puerperal
después de dar a luz a esa hija malograda que nunca terminó de ser aceptada por
la madre de Vidal. Era siempre la última en ser alimentada y la primera en
recibir una bofetada o un cogotazo cada vez que alguna cosa se torcía, así que
la pequeña adquirió el hábito de vagar por ahí a solas, alejada de los otros
niños, hasta que una noche no regresó a casa. Vidal tendría ocho o nueve años
en ese entonces, así que ella debería de andar por los doce. Hallaron su cuerpo
al fondo de un barranco. La gente dijo que seguramente se había extraviado en
la oscuridad y había resbalado accidentalmente; pero incluso entonces, a pesar
de que era sólo un niño, Vidal sabía lo que había ocurrido en realidad.
La vaca Rousa mugió y sacó al tintorero de su
ensoñación. ¿Cómo podía haber sido tan descuidado de dejarla allí afuera? Se
levantó con presteza, se enfundó el abrigo y salió a buscarla. Cuando regresó,
el niño estaba recostado contra la pared del fondo, acurrucado y muerto de
miedo, y mirándole como si fuera la primera vez que se veían. Todo estaba manga
por hombro, la mesa volcada, las velas tiradas por el suelo y, por si fuera
poco, todas las plantas que con tanto esfuerzo había ido agrupando ya no estaban
colgadas sobre las vigas sino que se hallaban desparramadas por doquier.
Intentó calmar al niño, hablándole con las manos, pero no sirvió de mucho. Cada
uno de sus gestos coincidía con un gesto correspondiente del niño, que yacía
con la espalda apoyada contra la pared, guardando las distancias, oscilando
sobre sus pies y listo para dar el salto hacia la puerta, si hubiera sabido lo
que era una puerta, claro está. Y sus mandíbulas… Sus mandíbulas entretanto
parecían ocupadas. Pero ¿con qué? ¿Qué estaba comiendo? ¿Otra patata? Fue
entonces cuando el tintorero vio la cola desnuda colgando como un hilo de babas
de la comisura de sus labios y los dientes amarillos del chico mascando
alrededor del amasijo de pelo pardo.
Si antes había sentido simpatía, si había
sentido afinidad y compasión por el muchacho, ahora lo único que el tintorero
sentía era repulsión. Vidal era un hombre viejo, llevaba ya cincuenta y cuatro
años sobre este mundo, y Marie-Thérèse llevaba muerta casi medio siglo. Lo del
niño no era asunto suyo, en absoluto. Cautelosamente, con todos sus sentidos
alerta como si se hallara dentro de una jaula con una bestia rabiosa,
retrocedió hacia el umbral, salió de la casa y cerró la puerta.
[El texto pertenece a la edición en español
de Editorial Impedimenta, 2012, en traducción de Juan Sebastián Cárdenas, pp. 15-19.
ISBN: 978-84-1513-066-6.]
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