domingo, 10 de marzo de 2024

El pequeño salvaje.- Thomas C. Boyle (1948)


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  «Finalmente llegó el invierno de 1799, que fue especialmente riguroso. En aquel entonces, aparentemente cansado del bosque de La Bassine y vagando en busca del siguiente alijo de setas o de uvas silvestres o de bayas, y de las larvas que extraía de la pulpa de los árboles moribundos, había cruzado las montañas, a lo largo de la planicie entre Lacaune y Roquecézière, siguiendo de nuevo el curso del Lavergne hasta las inmediaciones de la villa de Saint-Sernin. Era a comienzos de enero, justo después de Año Nuevo, y el frío se había enseñoreado de todas las cosas. Al caer la noche, el chico se fabricó un nido con ramas de pino, pero durmió de manera irregular a causa de los temblores y el hambre, que le hacían mella en las entrañas. Con la primera luz del día se levantó y comenzó a escarbar entre los terrones dispersos de ese campo aletargado en busca de algo que llevarse a la boca: tubérculos, cebollas, la broza y los restos de los granos cosechados hacía mucho… De pronto un movimiento fantasmal llamó su atención. Vio que había humo elevándose por encima de los árboles al otro lado del campo. Estaba a cuatro patas, cavando. La tierra, húmeda. Un cuervo se burlaba de él desde los árboles. Sin pensarlo, sin saber lo que hacía o por qué, se levantó y corrió hacia la cabaña de donde salía ese humo.
 Adentro se hallaba François Vidal, el tintorero del pueblo, que acababa de levantarse y había encendido el fuego para calentar la estancia y prepararse unas gachas. No tenía hijos, era viudo y vivía solo. De las vigas del único cuarto de su cabaña colgaban las hierbas, las flores y los hierbajos pantanosos que usaba como tintes. Era la única persona en toda la región que podía producir un bon teint de púrpura real sobre lana virgen, empleando su propia mezcla y sus fijadores, así que, por pura necesidad, era un hombre extremadamente reservado. ¿Deseaban sus competidores hacerse con sus recetas? Oh, sí, desde luego. ¿Lo espiaban? No estaba seguro de ello, pero tampoco podía afirmar que no lo hicieran. En cualquier caso, el tintorero salió de su casa en dirección al rudimentario establo para alimentar y ordeñar a su vaca, pensando en apartar la nata para completar sus gachas. Fue entonces cuando vio algo —un oscuro centelleo animal— que se erguía contra la tierra parda y el fondo de los árboles sin hojas.
 No tenía ningún prejuicio, pues a sus oídos no habían llegado los rumores procedentes de Lacaune, o siquiera de la villa más cercana. Así que cuando sus ojos enfocaron aquella figura y registraron la imagen en su cerebro, vio que no se trataba de un animal, sino de un niño humano, un muchacho sucio, que caminaba hacia él sin protección alguna contra los elementos. Se le veía muy necesitado. Así que el hombre estiró la mano en señal de invitación.
 Siguió a continuación una lucha de voluntades. Como el chico no respondía, Vidal extendió ambas manos, con las palmas abiertas, para mostrarle que estaba desarmado y le habló con voz suave y tono persuasivo, aunque el niño pareció no entender, o siquiera escuchar, lo que el otro le decía. En su infancia, Vidal había tenido una medio hermana sordomuda, y la familia había creado su propio sistema de signos para comunicarse con ella, si bien el resto de los habitantes del pueblo tendían a rechazarla como si se tratara de un monstruo de feria. Fueron esos signos los que empezó a recordar el tintorero mientras se hallaba allí, muerto de frío, contemplando al chico desnudo. Si, como parecía, el niño era sordomudo, entonces quizás sabría responder a sus gestos. Las manos de Vidal, manchadas con los residuos de sus tintes, describieron fugaces y elegantes figuras, pero todo fue en vano. El chico seguía allí, paralizado, los ojos oscilando entre el rostro del tintorero y la casa, el establo, el humo que se achataba antes de dispersarse por el cielo. Finalmente, temiendo espantarlo, Vidal retrocedió lentamente hacia la cabaña, hizo un gesto de invitación en el umbral y dejó la puerta abierta tras él.
 Poco después, cuando Vidal se hallaba agazapado frente al hogar tras haber ordeñado a la vaca Rousa, que mugió a causa de un sonido que se sintió como un remoto e intermitente parte meteorológico proveniente de las colinas, el chico se acercó al umbral lo suficiente para que Vidal pudiera observarlo por fin con cierto detenimiento. Le extrañaba que alguien permitiera que su niño anduviera por ahí como un animal salvaje, con toda la mugre del bosque incrustada en cada poro de su piel, con el pelo lleno de abrojos y palitos y moho, y con las rodillas casi tan callosas como los pies. ¿Quién era aquel muchacho? ¿Acaso había sido abandonado? Entonces vio la cicatriz en el cuello del niño y la respuesta a sus preguntas le pareció evidente. Cuando le hizo un gesto para que se acercara al fuego, señalando también el cazo renegrido donde espesaban las gachas, Vidal vislumbró el rostro de su hermana muerta.
 Con cautela, paso a paso, el chico se acercó al fuego. Y con la misma precaución, pues temía que cualquier movimiento brusco pudiera hacerlo retroceder por la puerta, Vidal echó algo más de leña en el hogar hasta que las llamas se avivaron. Retiró el cazo del fuego y lo puso a enfriar en la rejilla. La puerta seguía abierta. La vaca mugió. Usando sus manos para comunicarse, el tintorero le ofreció al chico un plato de gachas que despedía un fragante vapor. También tenía la intención de ir a buscar un poco de leche y de cerrar la puerta en cuanto se ganara su confianza, pero el chico no demostró ningún interés en la comida. Se mostraba inquieto, vacilante, y tenía los ojos fijos en el fuego. Se le ocurrió a Vidal que quizás el niño no supiera lo que eran las gachas, que no supiera lo que era un plato o una cuchara, y mucho menos cómo se usaban. Así que hizo algunos gestos para recrear la pantomima del acto de comer, tal como lo haría un padre con su hijo, llevándose la cuchara a los labios y probando las gachas, masticando y tragando exageradamente e incluso frotándose el abdomen en círculos y sonriendo satisfecho.
 El chico se mostró inmutable. Simplemente permaneció allí, titubeante, aparentemente fascinado por el fuego. Y es casi seguro que habría seguido así todo el día si no hubiera sido por la repentina ocurrencia del viejo. Quizás habría alimentos más rudimentarios, pensó, alimentos del bosque o del campo que el niño estuviera acostumbrado a comer sin temor. Nueces y cosas por el estilo. Miró a su alrededor. No había nueces. No era temporada. Pero en una cesta recostada contra la pared del fondo estaba el puñado de patatas que había traído del sótano con la intención de freírlas en manteca para la cena de esa tarde. Con mucho cuidado, haciendo gestos ostensibles con el cuerpo y las manos para no alarmar al niño, se levantó, y lentamente —tan lentamente que alguien podría haberlo tomado por un niño en pleno juego de las estatuas— se acercó a la pared, levantó la tapa de mimbre y, continuando con la pantomima, levantó la cesta para mostrarle al niño su contenido.
 Con eso bastó. En un instante el niño estaba allí, a unos pocos centímetros, el olor salvaje manando de su cuerpo como el almizcle, las manos escarbando en la cesta hasta hacerse con todas y cada una de las patatas —serían una docena o más—. Luego, con un solo movimiento, se plantó frente al hogar y empezó a arrojarlas una a una al fuego. Su rostro se iluminó de repente, los ojos desorbitados. De sus labios escapó una serie de chillidos breves e inarticulados. En cuestión de segundos, en el tiempo que le llevó a Vidal entornar la puerta y cerrarla del todo, el chico había metido ya las manos en las brasas y había sacado una de las patatas todavía crudas, quemándose los dedos en el proceso. De inmediato, como si no tuviera noción de lo que implicaba la cocción, comenzó a mordisquearla compulsivamente. Una vez hubo terminado, agarró la siguiente y luego otra, y otra, repitiendo la misma secuencia, sólo que ahora las patatas estaban chamuscadas por fuera y crudas por dentro, y los dedos del niño visiblemente quemados.
IMPEDIMENTA » El pequeño salvaje Afligido ante esta imagen, Vidal intentó mostrarle cómo se usaban las pinzas de hierro, pero el niño lo ignoró completamente. Peor aún, miró a través de él como si no existiera. El tintorero le ofreció queso, pan, vino. El niño, sin embargo, no demostró ningún interés y no reaccionó hasta que a Vidal se le ocurrió servirle un vaso de agua de una jarra que había sobre la mesa. Lo primero que hizo el niño fue intentar lamer el agua del vaso, pero entonces pareció comprender y se lo llevó a los labios hasta dejarlo vacío. Pidió más. Fascinado como si se tratara de un zorro que se hubiera puesto a dos patas para sentarse con él a la mesa, Vidal siguió llenándole el vaso hasta que el niño estuvo saciado. Finalmente, desnudo y mugriento, el crío se acurrucó sobre las losas que había delante del fuego y se quedó profundamente dormido.
 Durante largo rato el tintorero se limitó a contemplar desde una silla a esa súbita aparición que había irrumpido en su vida. Se levantaba de vez en cuando para avivar las llamas o para encender su pipa. No tenía la menor intención de trabajar, no en un día como ése. Sólo podía pensar en su medio hermana, Marie-Thérèse, una niña inusualmente pequeña y con un rostro poderosamente expresivo —era capaz de decir con sus gestos más de lo que muchos podían decir con su lengua—. Había sido producto del primer matrimonio de su padre con una mujer que había muerto de fiebre puerperal después de dar a luz a esa hija malograda que nunca terminó de ser aceptada por la madre de Vidal. Era siempre la última en ser alimentada y la primera en recibir una bofetada o un cogotazo cada vez que alguna cosa se torcía, así que la pequeña adquirió el hábito de vagar por ahí a solas, alejada de los otros niños, hasta que una noche no regresó a casa. Vidal tendría ocho o nueve años en ese entonces, así que ella debería de andar por los doce. Hallaron su cuerpo al fondo de un barranco. La gente dijo que seguramente se había extraviado en la oscuridad y había resbalado accidentalmente; pero incluso entonces, a pesar de que era sólo un niño, Vidal sabía lo que había ocurrido en realidad.
 La vaca Rousa mugió y sacó al tintorero de su ensoñación. ¿Cómo podía haber sido tan descuidado de dejarla allí afuera? Se levantó con presteza, se enfundó el abrigo y salió a buscarla. Cuando regresó, el niño estaba recostado contra la pared del fondo, acurrucado y muerto de miedo, y mirándole como si fuera la primera vez que se veían. Todo estaba manga por hombro, la mesa volcada, las velas tiradas por el suelo y, por si fuera poco, todas las plantas que con tanto esfuerzo había ido agrupando ya no estaban colgadas sobre las vigas sino que se hallaban desparramadas por doquier. Intentó calmar al niño, hablándole con las manos, pero no sirvió de mucho. Cada uno de sus gestos coincidía con un gesto correspondiente del niño, que yacía con la espalda apoyada contra la pared, guardando las distancias, oscilando sobre sus pies y listo para dar el salto hacia la puerta, si hubiera sabido lo que era una puerta, claro está. Y sus mandíbulas… Sus mandíbulas entretanto parecían ocupadas. Pero ¿con qué? ¿Qué estaba comiendo? ¿Otra patata? Fue entonces cuando el tintorero vio la cola desnuda colgando como un hilo de babas de la comisura de sus labios y los dientes amarillos del chico mascando alrededor del amasijo de pelo pardo.
 Si antes había sentido simpatía, si había sentido afinidad y compasión por el muchacho, ahora lo único que el tintorero sentía era repulsión. Vidal era un hombre viejo, llevaba ya cincuenta y cuatro años sobre este mundo, y Marie-Thérèse llevaba muerta casi medio siglo. Lo del niño no era asunto suyo, en absoluto. Cautelosamente, con todos sus sentidos alerta como si se hallara dentro de una jaula con una bestia rabiosa, retrocedió hacia el umbral, salió de la casa y cerró la puerta.
 Esa misma tarde, mientras la lluvia helada aporreaba las calles de Saint-Sernin y azotaba con furia los campos, el niño salvaje fue entregado a la ciencia y, por ende, a la celebridad. Después de hacer rodar una de sus grandes ollas de hierro fundido por el patio a fin de mantener cerrada la puerta, Vidal fue directamente a ver a Jean-Jacques Constans-Saint-Estève, el Comisionado del gobierno para Saint-Sernin, con la intención de informar y ceder a las autoridades la responsabilidad sobre la criatura que había encerrado en su cabaña.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Impedimenta, 2012, en traducción de Juan Sebastián Cárdenas, pp. 15-19. ISBN: 978-84-1513-066-6.]

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