Capítulo IV: La
trata
«¡La trata! ¡He aquí una palabra que no
puede tener un significado más triste, más inhumano, más espantoso; una palabra
que sólo al pronunciarse causaba terror profundo en todo el continente
africano; una palabra que suena a barbarie, a martirios horrendos, a incendios,
a saqueos, a ríos de sangre, a destrucción y muerte!
Si los primeros colonos de América hubieran
sospechado siquiera la cohorte de horrores que iba a llevar consigo la
importación de esclavos africanos en sustitución de las débiles razas
americanas, de seguro que no hubieran aceptado la carga que llevó en sus
bodegas el primer navío negrero que Portugal envió al Brasil, y que, más tarde,
españoles y franceses esparcieron por todas las bellas islas del golfo
mejicano.
Fue una infamia, un crimen de lesa humanidad
el considerar como degenerada a la raza negra, por el color de su piel, para
parangonar poco a poco sus individuos a una especie de animales destinados a la
ruda labor del campo, ni más ni menos que si se tratara de ganado mular.
La continua demanda de negros por parte de los
plantadores americanos, que veían prosperar maravillosamente sus inmensas
haciendas, gracias a los robustos brazos africanos, hizo nacer el llamado
tráfico negrero o de ébano vivo, y con él la banda de cazadores de hombres, que
tan terrible fama debía de alcanzar en el mundo.
Increíble parece que una idea monstruosa,
nacida en una nación culta, por incomprensible aberración del momento, pudiera
luego extenderse por otros países, que llegaron a hacer del feraz continente
africano el teatro sombrío de sus escenas de exterminio y de sangre. Frondosos
bosques, encanto de la vista, maravilla del espíritu y arrobo del pensamiento,
que durante millares de años fueron sólo centros de vida para los seres de la
Creación, vieron turbado su silencio augusto por el estrépito de las armas de
fuego. Y los pobres negros fueron cazados como fieras, resonando en aquellos
montes, valles y ríos, tranquilos durante siglos y siglos, feroces gritos de
venganza y guerra, gemidos de moribundos, ayes de heridos, llantos de madres
que veían arrebatados los hijos, mientras los padres y maridos sucumbían en
defensa del hogar violado: y los que no tenían la dicha de morir iban allá, a
tierras lejanas, a labrar en el campo bajo el látigo implacable de los que se
decían hijos de la civilización y de la cultura…
Donde existía una tribu poderosa no quedaban
al paso de los negreros más que brasas humeantes de chozajos incendiados y
cadáveres de pobres vencidos, que las hienas, inseparables compañeros del
negrero, se encargaban de convertir en limpios esqueletos.
No quedaba allí ni un solo ser vivo para
contarlo; había pasado la devastadora tromba de la trata, y todo fue destruido.
En cuanto a los supervivientes, ¡desdichados!,
mejor hubiera sido para ellos morir defendiendo sus hogares.
Helos allí encadenados, con una doble barra de
madera al cuello que los une de dos en dos, en marcha hacia las costas, donde
los aguardan los navíos negreros.
Hombres, mujeres, niños, todos marchan unidos,
rodeados de guardianes que los arrean a latigazos, haciéndoles sangrientos
verdugones en sus carnes.
Todo intento de fuga es imposible; toda
sublevación es funesta para ellos, porque los cazadores de hombres no tendrán
piedad de ninguno. Aquella larga cadena de desgraciados marcha durante semanas
y meses a través de los bosques y de ríos, mal nutridos, sin descansar apenas y
sufriendo sobre sus cráneos los abrasadores rayos de un sol de fuego.
¡Ay del que se detenga! Los látigos y
aguijones martirizarán sus carnes, y hombres, mujeres y niños irán quedando en
el camino como rastro terrible del paso de una de aquellas caravanas.
No importa que los pobres esclavos caigan a
centenares. La carne negra abunda, y los que mueren son en seguida sustituidos
por otros…
Los sufrimientos, el hambre, la sed, las
interminables marchas, la sofocación que les produce el madero que rodea su
cuello; nada importa nada, y si en la travesía mueren ciento, al punto tienen
los negreros doble número de víctimas. ¡Pobres esclavos!
Los primeros que caen en el camino son los
niños, los más débiles, y lejos de recibir un consuelo, un alivio en su caída
por aquella vía de dolores, lo que reciben es un tremendo golpe en el cráneo, y
allí quedan para pasto de las hienas, que muchas veces los devoran, palpitantes
aún, ante los mismos ojos de sus madres, enloquecidas por la angustia.
Así van cayendo niños, hombres y mujeres; pero
la columna no se detiene, sino que sigue y sigue siempre, dejándolos
abandonados, sin fuerzas y con la horrorosa perspectiva de que los destrocen
las fieras.
A veces sus conductores son tan
monstruosamente despiadados, que al que cae le cortan las piernas a hachazos,
para que no pueda llegar nuevamente a un lugar habitado.
Nada de tiros, pues en aquellos países un
disparo de fusil cuesta más caro que un negro.
Los que pueden sobrevivir a tanto martirio
hacen desesperados esfuerzos por no caer, por seguir adelante, y sufren
pacientes los latigazos de sus verdugos, de la salvaje horda que los lleva a la
costa del inmenso océano.
Eran más de mil los esclavos, y llegaron
apenas seiscientos. Los demás allí quedaron en el camino, marcando con sus
esqueletos emblanquecidos por el sol la vía de sangre y de lágrimas que los
supervivientes recorrieron.
No todos los que llegan a las riberas del mar
son embarcados; muchos de ellos acaban el viaje en completo estado de
postración por las fatigas y privaciones, y como el reponerlos exigiría un
tratamiento largo y costoso, prefieren sus verdugos matarlos y echarlos a las
fieras.
Los más fuertes reciben en la costa una
alimentación abundante, se les deja descansar, se les conceden algunas horas de
libertad relativa, y así los reponen y robustecen para aumentar su precio.
¿Adonde los llevan? Aquellos desgraciados lo
ignoran; pero todos han oído hablar del látigo con que los castigan, y algunos
creen que van a servir de alimento a los hombres blancos. En esta angustiosa
alternativa permanecen hasta que llega la nave negrera.
Embarcados, se los hacina en la bodega, y
quinientas criaturas tienen que permanecer amontonadas en un barco de ciento
setenta toneladas apenas.
El viaje en tan horribles condiciones dura dos
meses, y a veces cuatro. Las enfermedades contagiosas no tardan en
desarrollarse entre los pobres negros, y el cólera, la fiebre amarilla o el
tifus los matan a centenares. Pero ¿qué importa? Aunque de mil esclavos lleguen
trescientos al fin del viaje, bastan para hacer un gran negocio en América;
principalmente en el Brasil y en las islas del golfo de Méjico se pagan muy
caros los esclavos.
Ya están al fin desembarcados los últimos
supervivientes de aquella hecatombe humana; pero sus dolores no han concluido
todavía: en las plantaciones sólo los aguardan penas infinitas. Trabajan desde
el alba hasta ponerse el sol: los débiles y los enfermos pagan con la muerte su
escasez de fuerza; y los que intentan fugarse para librarse de aquella
inacabable serie de martirios son cazados como bestias feroces y suelen morir
bajo las dentelladas de los perros que les azuzan.
Sus tribulaciones y miserias no terminan ni
con la muerte, pues sufren el dolor supremo de exhalar el último suspiro lejos
de sus grandes bosques, de la tribu que los ha visto nacer, de sus hijos, de
sus hermanos, de sus padres, a quienes nunca más verán, pues sus ojos se
cierran para siempre en una tierra extranjera, que fue para ellos una madrastra
cruel.
Los filósofos del siglo XVIII lanzaron el
primer grito, la primera protesta contra tanta barbarie. Aquella voz no quedó
perdida en el vacío, y las naciones se decidieron, al fin, a escucharla.
Francia abolió la esclavitud en sus colonias; Inglaterra, en 1809 proclamó la
libertad de sus negros, y la República americana del Norte elevó la jerarquía
social del negro al mismo nivel que la del blanco. Pero no bastaba esto; era
preciso destruir los navíos negreros, que continuaban transportando millares y
millares de esclavos a las colonias españolas y portuguesas, en las cuales no
se había abolido la esclavitud.
De esta humanitaria idea surgieron los
cruceros, que se escalonaron a lo largo de la costa africana para capturar a
los navíos negreros y ahorcar a sus tripulantes. ¡Vanos esfuerzos! Sesenta
navíos no bastaban para vigilar un continente tan extenso, y la esclavitud
continúa, la barbarie perdura, y lo mismo en el centro que en la costa de la
negra África, despiadadas bandas de cazadores de hombres se multiplican cada
día, y la sangre corre, corre sin cesar.
¿Cesará un día este torrente de vergüenza? En
el mar la trata ha terminado. La proclamación de la libertad de los negros en
el Brasil, último país donde subsistía la esclavitud, dio el golpe de muerte a
los navíos negreros; pero la esclavitud dura todavía en África, y durará hasta
que las naciones europeas hayan conquistado las naciones del centro.
Entonces la paz reinará en aquellas tribus,
que serán felices a la sombra de sus selvas maravillosas y que olvidarán con el
tiempo la sangre y las lágrimas derramadas por tantos millones de esclavos
arrancados brutalmente de sus países nativos.»
[El texto pertenece a la edición en español
de Editorial Gahe, 1975, en traducción de José Repollés, pp. 25-29. ISBN:
84-7076-047-5.]
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