“¿De quién eres
la bella pertenencia? (1986)
8
«—Ya
sabes que voy a sacar esa revista, papá —dijo Wani.
—Ah… bueno —dijo Bertrand, con un resoplido—.
Sí, una revista puede estar bien. ¡Pero hay una enorme diferencia, hijo mío,
entre dirigir una revista y que tu puñetera cara aparezca en una de ellas!
—No será una de esas —dijo Wani, a caballo
entre el enfado y los buenos modales.
—De acuerdo, pero entonces no se venderá.
—Va a ser una revista de arte: fotografía de
gran calidad, lo mismo que el papel y la impresión; todo género de cosas
extraordinarias y exóticas, edificios, extrañas esculturas indias. —Buceó
mentalmente en la lista que Nick le había confeccionado—. Miniaturas. De todo.
Nick pensó que incluso con su resaca habría
hecho mejor la propaganda, pero había algo conmovedor y revelador en la labia
de Wani.
—¿Y quién se supone que va a comprar todo eso?
Wani se encogió de hombros y extendió las
manos.
—Será preciosa.
Nick intercaló la nota olvidada.
—La gente querrá coleccionar la revista igual
que querría coleccionar las cosas que aparecen en sus páginas.
Bertrand tardó un momento en ver si esto era
un disparate o no. Después dijo:
—Todo ese rollo de la gran calidad suena a un
montón de dinero. Así que tendréis que cobrar diez o quince libras por la
revista.
Bebió un sorbo irritado de su vaso de agua.
—Anuncios de máxima calidad. Ya sabes, Gucci,
Cartier… Mercedes —dijo Wani, buscando nombres mucho más relumbrantes que
Watteau o Borromini—. Hoy día la gente quiere artículos de lujo. Ahí está el
dinero.
—Así que tenéis ya un nombre para esa puñeta.
—Sí, la vamos a llamar Ojiva, como la empresa
—dijo Wani, con franqueza. Bertrand frunció sus labios regordetes.
—“¡Oh, jiba!”, ¿no es eso? —dijo, de mal
humor, pero complacido por haber hecho un chiste—. Tendréis que repetírmelo
porque nadie ha oído hablar nunca de esa puñetera “ojiva”.
—A mí me ha parecido oír “orgía” —dijo
Martine.
—¡Orgía! —exclamó Bertrand.
Wani miró al otro lado de la mesa, y como
aquel nombre nunca oído había sido idea original suya, Nick dijo:
—Verá, es una curvatura doble, como la que se
ve en una ventana o una cúpula.
Hizo con las manos en el aire la forma de la
mitad de un reloj de arena y Monique, en ese momento, en uno de sus esporádicos
gestos de connivencia, trazó la misma figura que Nick y le sonrió como si le
hiciera una zalema.
—Primero hacia un lado y después hacia el otro
—dijo.
—Exacto. Procede de… bueno, de Oriente
Próximo, de hecho, y se ve en la arquitectura inglesa desde el siglo catorce en
adelante. Es como la línea de la belleza de Hogarth —dijo Nick, con una
creciente sensación de necedad—, salvo en que hay dos, claro está… Supongo que
la línea de la belleza es una especie de principio inspirador, ¿no?…
Bertrand posó el cuchillo y el tenedor y
esbozó una sonrisa desinflada. Pareció saborear su ironía de antemano, así como
la incertidumbre, las educadas sonrisas de anticipación en la cara de los
presentes.
—Escucha, um… Nick, yo vine a este país hace
casi veinte años, en 1967, cuando no era una puñetera buena época en el Líbano,
dicho sea de paso, sólo para ver las oportunidades que había en el famoso
Londres marchoso de los sesenta. Así que miro alrededor, lo que molaba entonces
eran los supermercados que empezaban a abrir, ya sabes, el autoservicio, sírvase
usted mismo… vosotros estáis acostumbrados a eso, seguramente entráis en uno
todos los puñeteros días: ¡pero entonces!…
Nick reconoció con una sonrisa tonta y
obediente lo acostumbrado que estaba. No sabía seguro si la conversación sobre
la Ojiva había terminado o si le estaban obsequiando con una extensa digresión
aleccionadora. Dijo, con frialdad:
—No, ya veo que… ha sido toda una revolución.
Al igual que otros egotistas, Bertrand se
limitó a lanzar una mirada fugaz y dubitativa a la posibilidad de una ironía
dirigida hacia su persona y, de todos modos, la pisoteó.
—¡Pues claro! Una puñetera revolución.
Se volvió para indicar al viejo criado que
escanciase más vino a los demás y observó con un aire de ejercitada paciencia
cómo el borgoña caía en las copas de cristal tallado.
—Verás, yo empecé con una frutería, allá en
Finchley. —Meneó el otro brazo, con cariño por aquel lugar y época lejanos—. La
compré, traje en avión los cítricos, que por cierto eran producto propio, los
cultivábamos, no teníamos que comprar a ningún otro puñetero comerciante.
Líbano, un gran sitio para cultivar frutas. ¿Sabes todo lo que ha llegado de
Líbano en los últimos veinte años? Fruta y cerebro, fruta y talento. Nadie con
una pizca de cerebro o de talento quiere quedarse en el puñetero país.
—Um, se refiere a la guerra civil.
Se había propuesto empollarse los veinte años
más recientes de historia libanesa, pero Wani se mostró evasivo y dolorido
cuando se lo mencionó, y he aquí que el tema surgía ahora. No quería corroborar
el duro juicio de su anfitrión sobre su país natal, que era en sí mismo un
campo minado.
—Una bomba nos tiró la casa abajo —dijo
Monique, como si no esperase ser oída.
—Oh, qué horrible —dijo Nick, agradecido de
que sonase otra voz en el comedor.
—Sí, fue muy terrible —dijo ella.
—Como dice la madre de Antoine —dijo
Bertrand—, nuestra casa familiar quedó prácticamente destruida.
—¿Era una casa antigua? —preguntó Nick a
Monique.
—Sí, bastante antigua. No tanto como esta,
claro… —dijo, y tuvo un pequeño escalofrío, como si Lowndes Square datase de la
Edad Media—. Tenemos muchas fotografías…
—Oh, me encantaría verlas —dijo Nick—. Me
interesan esas cosas.
—Total, que en 1969 abrí el primer Mira Mart
allí arriba, en Finchley —dijo Bertrand—. Sigue donde estaba, puedes ir a verlo
cuando quieras. ¿Sabes cuál es el secreto?
—Um…
—Es lo que yo vi, lo que veías en Londres en
aquel entonces… hace veinte años. Había supermercados y había tiendas de
barrio, tiendas de comestibles que llevaban abiertas cientos de años. ¿Y qué
hago yo entonces? Junto las dos cosas, supermercado y comestibles y hago el
minimercado, con todo el catálogo de cosas que venden en Tesco o cualquier otro
puñetero sitio, pero sin perder el aire de tienda de comestibles, de tienda del
barrio. —Levantó su copa y bebió, como brindando por su propia inventiva—. Y
sabes el otro secreto, por supuesto.
—¡Oh!… Pues…
—Los horarios.
—Los horarios, sí…
—Abrir temprano y cerrar tarde, que venga
gente antes del trabajo y después del trabajo, no sólo las puñeteras buenas
amas de casa que salen a comprar un paquete de cigarrillos y a dar palique.
Nick no sabía bien si aquel tono especial era
el que Bertrand empleaba para hablar con un idiota o si su simplicidad
reflejaba la visión que tenía de los negocios. Dijo, críticamente:
—Pero hay algunos que no son así, ¿no? El de
Notting Hill, por ejemplo, adonde siempre vamos. Es grandioso.
Se encogió de hombros, con embotado respeto.
—Bueno, ¡ahora estás hablando de las secciones
de alimentos! Son dos puñetas totalmente distintas: los Mira Mart y los Mira
Food Halls… Estos últimos son para los puñeteros ricos, los barrios pijos. Hay
uno aquí a la vuelta. Ya sabes de dónde salen.
—De Harrods —dijo Wani.
Bertrand le lanzó una mirada rápida y ceñuda.
—Naturalmente. ¡Es la madre de todas las
puñeteras secciones alimenticias del mundo entero!
—A mí me encanta ir a la de Harrods —dijo
Monique—, a ver los grandes… homards…
—Los bogavantes —musitó Wani, sin mirarla,
como si fuese una función aceptada la de servir de intérprete a su madre.
—¡Oh, ya lo sé! —dijo Martine, con una sonrisa
de rebeldía pusilánime. Nick las vio visitando Harrods a menudo, seguramente se
pasaban allí días enteros, estaba a la vuelta de la esquina pero era otro mundo
de posibilidades para quien pudiera permitírselas.
Bertrand les concedió cinco segundos
pacientes, como un maestro estricto pero imparcial, y dijo:
—Así que ahora, Nick, tengo treinta y ocho
establecimientos Mira Food por todo el país. Tengo uno en Harrogate, acabo de
abrir otro en Altrincham; y más de ochocientos puñeteros Mira Marts. —Adoptó de
pronto una actitud muy cordial; casi se encogió de hombros también ante la
fácil inmensidad de su emporio—. Una gran historia, ¿no?
—Increíble. Es muy amable por su parte
contarme una historia que debe de conocer tan bien —dijo Nick, poniendo una
cara especialmente solemne. Vio el brillante letrero anaranjado del Mira Food
de Notting Hill, por donde se dejaba ver a veces el mismo Gerald, con una cesta
y una expresión avergonzada, como si todo el mundo le reconociera, a comprar
paté y bombones suizos. Y vio el Mira Mart de la esquina en Barwick, con sus
productos más tristes en expositores inclinados, lejanos parientes pobres de
los obeliscos de Knightsbridge, y el denso olor rancio de una tienda de techo
bajo donde se vende todo junto. El emblema de la cadena, por supuesto, era una
naranja coronada por dos hojas verdes. Miró a Wani, que más que comer
comisqueaba (la coca le quitaba el apetito) con una cara totalmente
inexpresiva. Tenía los ojos clavados en el plato o en el reluciente barniz rojo
que había justo más allá del plato; podría haber dado la impresión de que
escuchaba meditabundo a su padre, pero Nick sabía que se había refugiado en un
universo que su padre nunca había imaginado. La sumisión a la tiranía de
Bertrand era el precio de su libertad. También el tío Emile miraba hacia abajo,
como absolutamente aplastado por la iniciativa y el éxito de su cuñado; Nick,
por su parte, comprendió enseguida el encanto de escaparse a Harrods con las
mujeres.
—Todo eso será tuyo algún día, hijo mío.
—¡Ah, mi pobre niño! —protestó Monique.
—Ya sé. Ya sé —dijo Bertrand, molesto, y
después esbozó una sonrisita algo espantosa—. Ese día está todavía muy lejos,
desde luego. Que haga sus revistas y películas. Que aprenda a hacer negocios.
—Gracias, papá —dijo Wani, pero su sonrisa
fue para su madre y su mirada, breve pero elocuente, cuando la sonrisa se
apagó, para Nick. Estaba en su salsa con el comportamiento de su padre, su
fanfarroneo incuestionado, pero permitir que un amigo lo presenciase mostraba
una confianza especial en ese amigo. Wani rara vez se ruborizaba o denotaba
alguna clase de vergüenza, aparte de la reprimenda que se murmuraba a sí mismo
cuando ofrecía un asiento a una señora o confesaba su ignorancia sobre alguna
nimiedad. Nick absorbió su mirada y el calor secreto de lo que comunicaba.
—No, no —dijo Bertrand, con un tic rápido de
la barbilla, como si alguien le hubiese criticado injustamente—. Wani es dueño
de todos sus actos. Por el momento no parece que le interesen las frutas y
verduras. Bien. —Extendió las manos—. Tampoco parece interesarle casarse con
esta puñetera preciosidad de novia. Pero esperaremos cómodamente a que pase el
tiempo, ¿eh, Wani?
Y se rio para su coleto de su propia
franqueza, como si así suavizara el efecto, aunque en realidad lo señalaba y lo
intensificaba.
—Primero vamos a ganar un montón de dinero
—dijo Wani—. Ya verás.
Bertrand dirigió a Nick una mirada de
conspirador.
—¿Pero sabes cuál es el gran, el simple
secreto para hacer dinero? ¿El más auténtico y…?
Nick depositó la servilleta con suavidad en la
mesa y murmuró:
—Lo siento muchísimo… Tengo que…
Empujó hacia atrás la silla y se preguntó si
aquello no sería incluso más maleducado en Beirut que allí.
—¿Eh…? Ah, la puñetera débil vejiga —dijo
Bertrand, como si lo esperase—. Igual que mi hijo.
Nick estaba dispuesto a aceptar cualquier
acusación que le permitiese salir del comedor; y Wani, con una expresión
tediosa, casi impaciente, se levantó también y dijo:
—Te indicaré dónde es.»
[El texto pertenece a la edición en español
de Editorial Anagrama, 2006, en traducción de Jaime Zulaika, pp. 194-200. ISBN:
978-84-339-7087-9.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: