domingo, 19 de noviembre de 2023

La línea de la belleza.- Alan Hollinghurst (1954)


Alan Hollinghurst - Literature
“¿De quién eres la bella pertenencia? (1986)

8

  «—Ya sabes que voy a sacar esa revista, papá —dijo Wani.
 —Ah… bueno —dijo Bertrand, con un resoplido—. Sí, una revista puede estar bien. ¡Pero hay una enorme diferencia, hijo mío, entre dirigir una revista y que tu puñetera cara aparezca en una de ellas!
 —No será una de esas —dijo Wani, a caballo entre el enfado y los buenos modales.
 —De acuerdo, pero entonces no se venderá.
 —Va a ser una revista de arte: fotografía de gran calidad, lo mismo que el papel y la impresión; todo género de cosas extraordinarias y exóticas, edificios, extrañas esculturas indias. —Buceó mentalmente en la lista que Nick le había confeccionado—. Miniaturas. De todo.
 Nick pensó que incluso con su resaca habría hecho mejor la propaganda, pero había algo conmovedor y revelador en la labia de Wani.
 —¿Y quién se supone que va a comprar todo eso?
 Wani se encogió de hombros y extendió las manos.
 —Será preciosa.
 Nick intercaló la nota olvidada.
 —La gente querrá coleccionar la revista igual que querría coleccionar las cosas que aparecen en sus páginas.
 Bertrand tardó un momento en ver si esto era un disparate o no. Después dijo:
 —Todo ese rollo de la gran calidad suena a un montón de dinero. Así que tendréis que cobrar diez o quince libras por la revista.
 Bebió un sorbo irritado de su vaso de agua.
 —Anuncios de máxima calidad. Ya sabes, Gucci, Cartier… Mercedes —dijo Wani, buscando nombres mucho más relumbrantes que Watteau o Borromini—. Hoy día la gente quiere artículos de lujo. Ahí está el dinero.
 —Así que tenéis ya un nombre para esa puñeta.
 —Sí, la vamos a llamar Ojiva, como la empresa —dijo Wani, con franqueza. Bertrand frunció sus labios regordetes.
 —“¡Oh, jiba!”, ¿no es eso? —dijo, de mal humor, pero complacido por haber hecho un chiste—. Tendréis que repetírmelo porque nadie ha oído hablar nunca de esa puñetera “ojiva”.
 —A mí me ha parecido oír “orgía” —dijo Martine.
 —¡Orgía! —exclamó Bertrand.
 Wani miró al otro lado de la mesa, y como aquel nombre nunca oído había sido idea original suya, Nick dijo:
 —Verá, es una curvatura doble, como la que se ve en una ventana o una cúpula.
 Hizo con las manos en el aire la forma de la mitad de un reloj de arena y Monique, en ese momento, en uno de sus esporádicos gestos de connivencia, trazó la misma figura que Nick y le sonrió como si le hiciera una zalema.
 —Primero hacia un lado y después hacia el otro —dijo.
 —Exacto. Procede de… bueno, de Oriente Próximo, de hecho, y se ve en la arquitectura inglesa desde el siglo catorce en adelante. Es como la línea de la belleza de Hogarth —dijo Nick, con una creciente sensación de necedad—, salvo en que hay dos, claro está… Supongo que la línea de la belleza es una especie de principio inspirador, ¿no?…
 Miró alrededor y, con un gesto expresivo, abatió la mano. Quizá este principio no estuviese allí.
 Bertrand posó el cuchillo y el tenedor y esbozó una sonrisa desinflada. Pareció saborear su ironía de antemano, así como la incertidumbre, las educadas sonrisas de anticipación en la cara de los presentes.
 —Escucha, um… Nick, yo vine a este país hace casi veinte años, en 1967, cuando no era una puñetera buena época en el Líbano, dicho sea de paso, sólo para ver las oportunidades que había en el famoso Londres marchoso de los sesenta. Así que miro alrededor, lo que molaba entonces eran los supermercados que empezaban a abrir, ya sabes, el autoservicio, sírvase usted mismo… vosotros estáis acostumbrados a eso, seguramente entráis en uno todos los puñeteros días: ¡pero entonces!…
 Nick reconoció con una sonrisa tonta y obediente lo acostumbrado que estaba. No sabía seguro si la conversación sobre la Ojiva había terminado o si le estaban obsequiando con una extensa digresión aleccionadora. Dijo, con frialdad:
 —No, ya veo que… ha sido toda una revolución.
 Al igual que otros egotistas, Bertrand se limitó a lanzar una mirada fugaz y dubitativa a la posibilidad de una ironía dirigida hacia su persona y, de todos modos, la pisoteó.
 —¡Pues claro! Una puñetera revolución.
 Se volvió para indicar al viejo criado que escanciase más vino a los demás y observó con un aire de ejercitada paciencia cómo el borgoña caía en las copas de cristal tallado.
 —Verás, yo empecé con una frutería, allá en Finchley. —Meneó el otro brazo, con cariño por aquel lugar y época lejanos—. La compré, traje en avión los cítricos, que por cierto eran producto propio, los cultivábamos, no teníamos que comprar a ningún otro puñetero comerciante. Líbano, un gran sitio para cultivar frutas. ¿Sabes todo lo que ha llegado de Líbano en los últimos veinte años? Fruta y cerebro, fruta y talento. Nadie con una pizca de cerebro o de talento quiere quedarse en el puñetero país.
 —Um, se refiere a la guerra civil.
 Se había propuesto empollarse los veinte años más recientes de historia libanesa, pero Wani se mostró evasivo y dolorido cuando se lo mencionó, y he aquí que el tema surgía ahora. No quería corroborar el duro juicio de su anfitrión sobre su país natal, que era en sí mismo un campo minado.
 —Una bomba nos tiró la casa abajo —dijo Monique, como si no esperase ser oída.
 —Oh, qué horrible —dijo Nick, agradecido de que sonase otra voz en el comedor.
 —Sí, fue muy terrible —dijo ella.
 —Como dice la madre de Antoine —dijo Bertrand—, nuestra casa familiar quedó prácticamente destruida.
 —¿Era una casa antigua? —preguntó Nick a Monique.
 —Sí, bastante antigua. No tanto como esta, claro… —dijo, y tuvo un pequeño escalofrío, como si Lowndes Square datase de la Edad Media—. Tenemos muchas fotografías…
 —Oh, me encantaría verlas —dijo Nick—. Me interesan esas cosas.
 —Total, que en 1969 abrí el primer Mira Mart allí arriba, en Finchley —dijo Bertrand—. Sigue donde estaba, puedes ir a verlo cuando quieras. ¿Sabes cuál es el secreto?
 —Um…
La línea de la belleza - Hollinghurst, Alan - 978-84-339-7087-9 ...  —Es lo que yo vi, lo que veías en Londres en aquel entonces… hace veinte años. Había supermercados y había tiendas de barrio, tiendas de comestibles que llevaban abiertas cientos de años. ¿Y qué hago yo entonces? Junto las dos cosas, supermercado y comestibles y hago el minimercado, con todo el catálogo de cosas que venden en Tesco o cualquier otro puñetero sitio, pero sin perder el aire de tienda de comestibles, de tienda del barrio. —Levantó su copa y bebió, como brindando por su propia inventiva—. Y sabes el otro secreto, por supuesto.
 —¡Oh!… Pues…
 —Los horarios.
 —Los horarios, sí…
 —Abrir temprano y cerrar tarde, que venga gente antes del trabajo y después del trabajo, no sólo las puñeteras buenas amas de casa que salen a comprar un paquete de cigarrillos y a dar palique.
 Nick no sabía bien si aquel tono especial era el que Bertrand empleaba para hablar con un idiota o si su simplicidad reflejaba la visión que tenía de los negocios. Dijo, críticamente:
 —Pero hay algunos que no son así, ¿no? El de Notting Hill, por ejemplo, adonde siempre vamos. Es grandioso.
 Se encogió de hombros, con embotado respeto.
 —Bueno, ¡ahora estás hablando de las secciones de alimentos! Son dos puñetas totalmente distintas: los Mira Mart y los Mira Food Halls… Estos últimos son para los puñeteros ricos, los barrios pijos. Hay uno aquí a la vuelta. Ya sabes de dónde salen.
 —De Harrods —dijo Wani.
 Bertrand le lanzó una mirada rápida y ceñuda.
 —Naturalmente. ¡Es la madre de todas las puñeteras secciones alimenticias del mundo entero!
 —A mí me encanta ir a la de Harrods —dijo Monique—, a ver los grandes… homards
 —Los bogavantes —musitó Wani, sin mirarla, como si fuese una función aceptada la de servir de intérprete a su madre.
 —¡Oh, ya lo sé! —dijo Martine, con una sonrisa de rebeldía pusilánime. Nick las vio visitando Harrods a menudo, seguramente se pasaban allí días enteros, estaba a la vuelta de la esquina pero era otro mundo de posibilidades para quien pudiera permitírselas.
 Bertrand les concedió cinco segundos pacientes, como un maestro estricto pero imparcial, y dijo:
 —Así que ahora, Nick, tengo treinta y ocho establecimientos Mira Food por todo el país. Tengo uno en Harrogate, acabo de abrir otro en Altrincham; y más de ochocientos puñeteros Mira Marts. —Adoptó de pronto una actitud muy cordial; casi se encogió de hombros también ante la fácil inmensidad de su emporio—. Una gran historia, ¿no?
 —Increíble. Es muy amable por su parte contarme una historia que debe de conocer tan bien —dijo Nick, poniendo una cara especialmente solemne. Vio el brillante letrero anaranjado del Mira Food de Notting Hill, por donde se dejaba ver a veces el mismo Gerald, con una cesta y una expresión avergonzada, como si todo el mundo le reconociera, a comprar paté y bombones suizos. Y vio el Mira Mart de la esquina en Barwick, con sus productos más tristes en expositores inclinados, lejanos parientes pobres de los obeliscos de Knightsbridge, y el denso olor rancio de una tienda de techo bajo donde se vende todo junto. El emblema de la cadena, por supuesto, era una naranja coronada por dos hojas verdes. Miró a Wani, que más que comer comisqueaba (la coca le quitaba el apetito) con una cara totalmente inexpresiva. Tenía los ojos clavados en el plato o en el reluciente barniz rojo que había justo más allá del plato; podría haber dado la impresión de que escuchaba meditabundo a su padre, pero Nick sabía que se había refugiado en un universo que su padre nunca había imaginado. La sumisión a la tiranía de Bertrand era el precio de su libertad. También el tío Emile miraba hacia abajo, como absolutamente aplastado por la iniciativa y el éxito de su cuñado; Nick, por su parte, comprendió enseguida el encanto de escaparse a Harrods con las mujeres.
 Bertrand llegó a decir entonces:
  —Todo eso será tuyo algún día, hijo mío.
  —¡Ah, mi pobre niño! —protestó Monique.
  —Ya sé. Ya sé —dijo Bertrand, molesto, y después esbozó una sonrisita algo espantosa—. Ese día está todavía muy lejos, desde luego. Que haga sus revistas y películas. Que aprenda a hacer negocios.
  —Gracias, papá —dijo Wani, pero su sonrisa fue para su madre y su mirada, breve pero elocuente, cuando la sonrisa se apagó, para Nick. Estaba en su salsa con el comportamiento de su padre, su fanfarroneo incuestionado, pero permitir que un amigo lo presenciase mostraba una confianza especial en ese amigo. Wani rara vez se ruborizaba o denotaba alguna clase de vergüenza, aparte de la reprimenda que se murmuraba a sí mismo cuando ofrecía un asiento a una señora o confesaba su ignorancia sobre alguna nimiedad. Nick absorbió su mirada y el calor secreto de lo que comunicaba.
 —No, no —dijo Bertrand, con un tic rápido de la barbilla, como si alguien le hubiese criticado injustamente—. Wani es dueño de todos sus actos. Por el momento no parece que le interesen las frutas y verduras. Bien. —Extendió las manos—. Tampoco parece interesarle casarse con esta puñetera preciosidad de novia. Pero esperaremos cómodamente a que pase el tiempo, ¿eh, Wani?
 Y se rio para su coleto de su propia franqueza, como si así suavizara el efecto, aunque en realidad lo señalaba y lo intensificaba.
 —Primero vamos a ganar un montón de dinero —dijo Wani—. Ya verás.
 Bertrand dirigió a Nick una mirada de conspirador.
 —¿Pero sabes cuál es el gran, el simple secreto para hacer dinero? ¿El más auténtico y…?
 Nick depositó la servilleta con suavidad en la mesa y murmuró:
 —Lo siento muchísimo… Tengo que…
 Empujó hacia atrás la silla y se preguntó si aquello no sería incluso más maleducado en Beirut que allí.
 —¿Eh…? Ah, la puñetera débil vejiga —dijo Bertrand, como si lo esperase—. Igual que mi hijo.
 Nick estaba dispuesto a aceptar cualquier acusación que le permitiese salir del comedor; y Wani, con una expresión tediosa, casi impaciente, se levantó también y dijo:
 —Te indicaré dónde es.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2006, en traducción de Jaime Zulaika, pp. 194-200. ISBN: 978-84-339-7087-9.]

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