Lu cuntu (El relato)
IV
«La devoción de Luisa por santa Ágata nació la
noche en que Gaetano le desabrochó la blusa y empezó a atormentarle los pechos
por primera vez. El placer fue tan agudo que alcanzó el éxtasis. La sensación
de bienestar que siguió le pareció obra de Dios, a través de la Santuzza, que
protege los senos de las mujeres. Por eso Luisa se había consagrado a santa
Ágata y se encomendaba siempre a ella para que se los conservase enteros y
hermosos toda la vida. Su marido, a quien el solo pensamiento de aquel pecho generoso
regalaba erecciones fuera de lo común, compartía su sentimiento religioso.
Luisa, en agradecimiento, empezó a elaborar en
el horno de su marido los dulces de la Santuzza. Al cabo de poco tiempo, la
fama de aquellas exquisiteces se extendió por toda la provincia catanesa y la
gente de los pueblos vecinos —Riposto, Zafferana Etnea, Nicosia— iba todos los
5 de febrero al horno del malpasoto a comprar las mejores minne de santa Ágata de toda la Sicilia oriental.
Luisa amasaba rápidamente la harina con sus
dedos regordetes, tamizaba la ricota, mezclaba la crema, preparaba pequeños,
redondos y perfumados pastelillos. Durante la cocción se esparcía por el aire
un olor a vainilla que cosquilleaba la nariz de Gaetano, él volvía a la carga y
hacía otro intento de aproximación a su mujer, pero esta lo mantenía a raya.
Una vez cocidos, los pastelillos eran recubiertos de glasa blanca y, por
último, adornados con la guinda roja.
Una vez contentada la santa, con la conciencia
tranquila de quien ha cumplido con su deber, Luisa hacía ademán de volver a
casa con las manos pringosas, algunos mechones de pelo sobre los ojos que
apartaba soplando hacia arriba, el rostro enrojecido por el cansancio y los
ojos bajos; pero una mirada de reojo era suficiente para provocar a su marido,
que buscaba la menor excusa para embalarse, ponerle las manos encima y hacer el
amor sin tantas formalidades, tal como se le ocurría.
A ella ese apasionamiento le gustaba mucho,
pero le daba un poco de vergüenza encontrárselo encima mientras estaban en el
horno, y además, la preocupación de que un cliente entrara en el
establecimiento de improviso y los pillara al uno encima de la otra, él con los
pantalones bajados y la respiración jadeante, ella inclinada hacia delante y
sometida, le impedía dar libre curso a sus instintos. Sin embargo, a despecho
del pudor, acababa siempre dando satisfacción a su marido antes de subir a
casa. “Mejor desvergonzada que cornuda”, decía para justificar a sus propios
ojos tanto descaro.
V
En el mes de mayo de no sé qué año, una mañana
que estaba rezando la novena a la Virgen, Luisa, al tocarse el pecho izquierdo
a la altura del corazón, se dio cuenta de que algo no iba bien. Alrededor del
pezón, la piel estaba dura y rugosa. Se miró en el espejo.
—¡Vaya por Dios! —murmuró a media voz.
Sobre la areola se veía un bultito redondo,
duro, del tamaño de un cacahuete y de color rojo oscuro, que parecía un segundo
pezón. “Esperemos que Gaetano no se dé cuenta, pensó, alarmada. A ver si voy a
darle asco y deja de hacerme el amor.”
Una semana después el nódulo seguía allí y no
quería irse. Entre las sábanas, Luisa hacía contorsiones para que su marido no
se diera cuenta de nada. Se desabrochaba siempre la blusa por el lado sano, se
apresuraba a tenderle el pecho bueno, hasta se había cambiado de sitio en la
cama, así Gaetano tenía al alcance de la mano el pecho apropiado. Luego el
cacahuete se convirtió en una avellana, y al cabo de unos meses, en una nuez.
Luisa fue a ver a la comadrona del pueblo.
—Tía Marì, tiene que darme un remedio para la
teta.
—¿Es que todavía amamantas a la nena? ¿No es
ya demasiado mayor?
—No, tía Marì, es que me he visto una cosa que
antes no tenía.
—¡Ay, mira que eres tiquismiquis! ¿Se puede
saber cuánto tiempo pasas mirándote las tetas?
—Tía Marì, no se lo tome a risa. Creo que se
ha hecho más grande, y Gaetano les tiene bastante apego a mis tetas. Pero él no
debe enterarse de nada, que si le da asco es capaz de irse de putas.
—¡Pues sí que estás asustada!
—No, tía Marì, no estoy asustada por las
tetas, pero Gaetano me las toca de una forma que las piernas se me ponen
flojas, luego me sube todo un calor por dentro, y al final me deja contenta y
satisfecha. Por eso, si no le importa, quisiera conservarlas en buen estado un
poco más.
—¡Vaya, vaya, a la mujer del malpasoto le
gusta que le toquen las tetas!
—Tía Marì, usted haga su trabajo de comadrona
calladita, que en este caso una palabra es poco y dos son demasiado. ¿No tiene
algo para curarme las tetas?
—¿Qué pasa? ¿Te ofendes? Está bien, vamos a
dejarlo. Tómate una cucharada de semillas de lino por la mañana y otra por la
noche. Y cuando haya luna llena, maja en el mortero aceite, canela, flor de
azafrán, hojas de menta y una guindilla. Póntelo en la teta enferma y en la
buena también, reza un avemaría a santa Ágata, y dentro de un mes tendrás la
teta nueva y tu marido te dará satisfacción.
Luisa tuvo un buen trajín entre tomar semillas
de lino y embadurnarse con el ungüento a escondidas de Gaetano, quien, a causa
de esas rarezas, se había vuelto receloso y desconfiado.
“¡A ver si va a resultar que, a fuerza de
amamantar a esa puta, le ha tomado tanto gusto a ese placer que ahora ya no
quiere saber nada de mí!”, se repetía el malpasoto. Por eso, ofendido en su
orgullo masculino, casi le había cogido antipatía a la pequeña Ágata, a quien
había considerado desde su nacimiento una especie de rival en el amor.
Después de seis meses de aquellas maniobras y
aquellos subterfugios, a Luisa se le agrietó la piel del seno enfermo, empezó a
salirle una gota de sangre de vez en cuando, luego dos gotas, luego fue un
goteo continuo. Manchaba las blusas a pesar de que se ponía una venda muy
apretada alrededor del pecho. El 5 de febrero tuvo que tirar los dulces que
había preparado para la fiesta de santa Ágata. Los pastelillos salieron feos,
no subieron, se agarraron, la glasa era de un color amarillento en vez de
blanco inmaculado y se desprendía en trocitos que caían en el plato y se
quedaban pegados. Las guindas colgaban estrábicas hacia uno u otro lado. Los
lugareños se quedaron con un palmo de narices y para el malpasoto aquello fue
un mal presagio.
Mi bisabuela redobló las plegarias y metió por
medio también a santa Lucía y santa Cristina. Encendió cirios, rezó todas las
noches el rosario y hasta la oración a santa Rita, la patrona de los
imposibles. En junio, un año después de la aparición del bultito, empezó la
comezón, un prurito incontenible en todo el cuerpo que le quitó el sueño. “Será
por las habas”, pensaba Luisa, pero fuera por lo que fuera, se rascaba hasta
despellejarse cuando su marido dormía o estaba fuera de casa.
Después del verano empezó a toser y a tener
fiebre. El cuello, la axila y el brazo del lado del pecho enfermo se le
hincharon. Luisa ya no tenía fuerzas para levantarse de la cama. El panadero
era ignorante, pero de joven había tenido el don de la premonición, la gente le
pagaba por sus profecías, y desde hacía ya meses sentía que la desgracia se
cernía sobre su familia. Intuía que se avecinaba una mala noticia, que su mujer
le ocultaba algo, pero ¿qué? Ella se negaba a responder a sus preguntas.
Gaetano amaba tanto a las mujeres que normalmente no le resultaba difícil
descubrir sus secretos más íntimos, pero su mujer no le hacía ninguna
confidencia.
Una mañana, exasperado por aquel muro de
silencio, amenazó con dejarla diciendo que se sentía un extraño en su propia
casa; entonces Luisa, entre lágrimas, le enseñó el pecho y Gaetano comprendió.
La cogió en brazos como a una niña, la acarició, la lavó con gran delicadeza, le
puso el vestido reservado para las grandes ocasiones y dijo que quería llevarla
al mejor doctor de la zona, un tal Francesco Durante, de Letojanni.
Luisa, con las pocas fuerzas que le quedaban,
arremetió contra él:
—¿Qué dices? ¿Durante? ¡Ni hablar! ¡Antes
muerta!
—¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿No es bueno?
—¡Es un monstruo! Es amigo íntimo de Francesco
Crispi, el que detuvo los movimientos de Caltavuturo con sangre, el que hizo
que mataran a mi hermano Giacomo. ¿Quieres ver cómo me mata a mí también?
—Pero ¿qué dices? —Gaetano intentaba hacerla
entrar en razón—. ¡Es el mejor doctor de Sicilia y puede que del continente!
—Y vete tú a saber cuántas perras te saca...
Pero esta vez Gaetano se mantuvo en sus trece,
los pechos de su mujer eran sagrados y él habría empeñado hasta el último
mueble de la casa, incluidos los colchones, con tal de que la curasen.
Entraron en la consulta del doctor llorando y
salieron desesperados. El médico, con todo el sadismo de que son capaces los
cirujanos, habló claro, no les ahorró a los pobrecillos ningún detalle ni les
dio esperanzas. Luisa estaba condenada, la enfermedad no le dejaba ninguna
posibilidad de salvación y sólo se libraría de ella “... con los pies por
delante. Hay que operar, quitar el pecho, los músculos y quizá también el
brazo, limpiar, cauterizar... Pero no garantizo nada”.
Luisa y Gaetano volvieron a casa en un estado
de postración profunda, se pusieron a rezar a la santa, hicieron votos,
promesas.
Mi bisabuela se fue con el año nuevo, dejando
en la casa un hedor terrible a coles y brócolis que la tía María había
aconsejado que comiera mañana, tarde y noche para combatir la enfermedad. Mujer
y marido habían obedecido, porque cualquier cosa parecía mejor que perder aquel
precioso tesoro que los había unido en una relación profunda, sólida,
indisoluble.
Luisa perdió la vida a causa de una misteriosa
enfermedad que había empezado en un pecho y le había devorado en poco tiempo el
resto del cuerpo, las fuerzas, la energía secreta de la existencia. Gaetano
pensó que se ahogaba en el mar de la desesperación, pero aprendió casi
enseguida a nadar, porque Ágata, su hija, los necesitaba a él y su trabajo para
hacerse maestra de escuela primaria... Además, el muerto al hoyo y el vivo al
bollo.»
[El texto
pertenece a la edición en español de Editorial Maeva, 2011, en traducción de
Teresa Clavel, pp. 25-28. ISBN: 8415120060.]
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