domingo, 12 de noviembre de 2023

Un dulce par de senos.- Giuseppina Torregrossa (1956)


Giuseppina Torregrossa: Libri e biografia di Giuseppina Torregrossa
Lu cuntu (El relato)

IV

  «La devoción de Luisa por santa Ágata nació la noche en que Gaetano le desabrochó la blusa y empezó a atormentarle los pechos por primera vez. El placer fue tan agudo que alcanzó el éxtasis. La sensación de bienestar que siguió le pareció obra de Dios, a través de la Santuzza, que protege los senos de las mujeres. Por eso Luisa se había consagrado a santa Ágata y se encomendaba siempre a ella para que se los conservase enteros y hermosos toda la vida. Su marido, a quien el solo pensamiento de aquel pecho generoso regalaba erecciones fuera de lo común, compartía su sentimiento religioso.
 Luisa, en agradecimiento, empezó a elaborar en el horno de su marido los dulces de la Santuzza. Al cabo de poco tiempo, la fama de aquellas exquisiteces se extendió por toda la provincia catanesa y la gente de los pueblos vecinos —Riposto, Zafferana Etnea, Nicosia— iba todos los 5 de febrero al horno del malpasoto a comprar las mejores minne de santa Ágata de toda la Sicilia oriental.
 Luisa amasaba rápidamente la harina con sus dedos regordetes, tamizaba la ricota, mezclaba la crema, preparaba pequeños, redondos y perfumados pastelillos. Durante la cocción se esparcía por el aire un olor a vainilla que cosquilleaba la nariz de Gaetano, él volvía a la carga y hacía otro intento de aproximación a su mujer, pero esta lo mantenía a raya. Una vez cocidos, los pastelillos eran recubiertos de glasa blanca y, por último, adornados con la guinda roja.
 Una vez contentada la santa, con la conciencia tranquila de quien ha cumplido con su deber, Luisa hacía ademán de volver a casa con las manos pringosas, algunos mechones de pelo sobre los ojos que apartaba soplando hacia arriba, el rostro enrojecido por el cansancio y los ojos bajos; pero una mirada de reojo era suficiente para provocar a su marido, que buscaba la menor excusa para embalarse, ponerle las manos encima y hacer el amor sin tantas formalidades, tal como se le ocurría.
 A ella ese apasionamiento le gustaba mucho, pero le daba un poco de vergüenza encontrárselo encima mientras estaban en el horno, y además, la preocupación de que un cliente entrara en el establecimiento de improviso y los pillara al uno encima de la otra, él con los pantalones bajados y la respiración jadeante, ella inclinada hacia delante y sometida, le impedía dar libre curso a sus instintos. Sin embargo, a despecho del pudor, acababa siempre dando satisfacción a su marido antes de subir a casa. “Mejor desvergonzada que cornuda”, decía para justificar a sus propios ojos tanto descaro.
  
 V

 En el mes de mayo de no sé qué año, una mañana que estaba rezando la novena a la Virgen, Luisa, al tocarse el pecho izquierdo a la altura del corazón, se dio cuenta de que algo no iba bien. Alrededor del pezón, la piel estaba dura y rugosa. Se miró en el espejo.
 —¡Vaya por Dios! —murmuró a media voz.
 Sobre la areola se veía un bultito redondo, duro, del tamaño de un cacahuete y de color rojo oscuro, que parecía un segundo pezón. “Esperemos que Gaetano no se dé cuenta, pensó, alarmada. A ver si voy a darle asco y deja de hacerme el amor.”
 Una semana después el nódulo seguía allí y no quería irse. Entre las sábanas, Luisa hacía contorsiones para que su marido no se diera cuenta de nada. Se desabrochaba siempre la blusa por el lado sano, se apresuraba a tenderle el pecho bueno, hasta se había cambiado de sitio en la cama, así Gaetano tenía al alcance de la mano el pecho apropiado. Luego el cacahuete se convirtió en una avellana, y al cabo de unos meses, en una nuez. Luisa fue a ver a la comadrona del pueblo.
 —Tía Marì, tiene que darme un remedio para la teta.
 —¿Es que todavía amamantas a la nena? ¿No es ya demasiado mayor?
 —No, tía Marì, es que me he visto una cosa que antes no tenía.
 —¡Ay, mira que eres tiquismiquis! ¿Se puede saber cuánto tiempo pasas mirándote las tetas?
 —Tía Marì, no se lo tome a risa. Creo que se ha hecho más grande, y Gaetano les tiene bastante apego a mis tetas. Pero él no debe enterarse de nada, que si le da asco es capaz de irse de putas.
 —¡Pues sí que estás asustada!
 —No, tía Marì, no estoy asustada por las tetas, pero Gaetano me las toca de una forma que las piernas se me ponen flojas, luego me sube todo un calor por dentro, y al final me deja contenta y satisfecha. Por eso, si no le importa, quisiera conservarlas en buen estado un poco más.
 —¡Vaya, vaya, a la mujer del malpasoto le gusta que le toquen las tetas!
 —Tía Marì, usted haga su trabajo de comadrona calladita, que en este caso una palabra es poco y dos son demasiado. ¿No tiene algo para curarme las tetas?
 —¿Qué pasa? ¿Te ofendes? Está bien, vamos a dejarlo. Tómate una cucharada de semillas de lino por la mañana y otra por la noche. Y cuando haya luna llena, maja en el mortero aceite, canela, flor de azafrán, hojas de menta y una guindilla. Póntelo en la teta enferma y en la buena también, reza un avemaría a santa Ágata, y dentro de un mes tendrás la teta nueva y tu marido te dará satisfacción.
 Luisa tuvo un buen trajín entre tomar semillas de lino y embadurnarse con el ungüento a escondidas de Gaetano, quien, a causa de esas rarezas, se había vuelto receloso y desconfiado.
 “¡A ver si va a resultar que, a fuerza de amamantar a esa puta, le ha tomado tanto gusto a ese placer que ahora ya no quiere saber nada de mí!”, se repetía el malpasoto. Por eso, ofendido en su orgullo masculino, casi le había cogido antipatía a la pequeña Ágata, a quien había considerado desde su nacimiento una especie de rival en el amor.
 Después de seis meses de aquellas maniobras y aquellos subterfugios, a Luisa se le agrietó la piel del seno enfermo, empezó a salirle una gota de sangre de vez en cuando, luego dos gotas, luego fue un goteo continuo. Manchaba las blusas a pesar de que se ponía una venda muy apretada alrededor del pecho. El 5 de febrero tuvo que tirar los dulces que había preparado para la fiesta de santa Ágata. Los pastelillos salieron feos, no subieron, se agarraron, la glasa era de un color amarillento en vez de blanco inmaculado y se desprendía en trocitos que caían en el plato y se quedaban pegados. Las guindas colgaban estrábicas hacia uno u otro lado. Los lugareños se quedaron con un palmo de narices y para el malpasoto aquello fue un mal presagio.
DULCE PAR DE SENOS - UN: Amazon.es: TORREGROSSA, GIUSEPPINA ... Mi bisabuela redobló las plegarias y metió por medio también a santa Lucía y santa Cristina. Encendió cirios, rezó todas las noches el rosario y hasta la oración a santa Rita, la patrona de los imposibles. En junio, un año después de la aparición del bultito, empezó la comezón, un prurito incontenible en todo el cuerpo que le quitó el sueño. “Será por las habas”, pensaba Luisa, pero fuera por lo que fuera, se rascaba hasta despellejarse cuando su marido dormía o estaba fuera de casa.
 Después del verano empezó a toser y a tener fiebre. El cuello, la axila y el brazo del lado del pecho enfermo se le hincharon. Luisa ya no tenía fuerzas para levantarse de la cama. El panadero era ignorante, pero de joven había tenido el don de la premonición, la gente le pagaba por sus profecías, y desde hacía ya meses sentía que la desgracia se cernía sobre su familia. Intuía que se avecinaba una mala noticia, que su mujer le ocultaba algo, pero ¿qué? Ella se negaba a responder a sus preguntas. Gaetano amaba tanto a las mujeres que normalmente no le resultaba difícil descubrir sus secretos más íntimos, pero su mujer no le hacía ninguna confidencia.
 Una mañana, exasperado por aquel muro de silencio, amenazó con dejarla diciendo que se sentía un extraño en su propia casa; entonces Luisa, entre lágrimas, le enseñó el pecho y Gaetano comprendió. La cogió en brazos como a una niña, la acarició, la lavó con gran delicadeza, le puso el vestido reservado para las grandes ocasiones y dijo que quería llevarla al mejor doctor de la zona, un tal Francesco Durante, de Letojanni.
 Luisa, con las pocas fuerzas que le quedaban, arremetió contra él:
 —¿Qué dices? ¿Durante? ¡Ni hablar! ¡Antes muerta!
 —¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿No es bueno?
 —¡Es un monstruo! Es amigo íntimo de Francesco Crispi, el que detuvo los movimientos de Caltavuturo con sangre, el que hizo que mataran a mi hermano Giacomo. ¿Quieres ver cómo me mata a mí también?
 —Pero ¿qué dices? —Gaetano intentaba hacerla entrar en razón—. ¡Es el mejor doctor de Sicilia y puede que del continente!
 —Y vete tú a saber cuántas perras te saca...
 Pero esta vez Gaetano se mantuvo en sus trece, los pechos de su mujer eran sagrados y él habría empeñado hasta el último mueble de la casa, incluidos los colchones, con tal de que la curasen.
 Entraron en la consulta del doctor llorando y salieron desesperados. El médico, con todo el sadismo de que son capaces los cirujanos, habló claro, no les ahorró a los pobrecillos ningún detalle ni les dio esperanzas. Luisa estaba condenada, la enfermedad no le dejaba ninguna posibilidad de salvación y sólo se libraría de ella “... con los pies por delante. Hay que operar, quitar el pecho, los músculos y quizá también el brazo, limpiar, cauterizar... Pero no garantizo nada”.
 Luisa y Gaetano volvieron a casa en un estado de postración profunda, se pusieron a rezar a la santa, hicieron votos, promesas.
 Mi bisabuela se fue con el año nuevo, dejando en la casa un hedor terrible a coles y brócolis que la tía María había aconsejado que comiera mañana, tarde y noche para combatir la enfermedad. Mujer y marido habían obedecido, porque cualquier cosa parecía mejor que perder aquel precioso tesoro que los había unido en una relación profunda, sólida, indisoluble.
 Luisa perdió la vida a causa de una misteriosa enfermedad que había empezado en un pecho y le había devorado en poco tiempo el resto del cuerpo, las fuerzas, la energía secreta de la existencia. Gaetano pensó que se ahogaba en el mar de la desesperación, pero aprendió casi enseguida a nadar, porque Ágata, su hija, los necesitaba a él y su trabajo para hacerse maestra de escuela primaria... Además, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Maeva, 2011, en traducción de Teresa Clavel, pp. 25-28. ISBN: 8415120060.]

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