Parte I
¿Dónde encuentra el laico la luz del bien?
«Querido Umberto Eco:
He aquí la pregunta que, como ya le había
anticipado en la última carta, tenía intención de hacerle. Se refiere al fundamento
último de la ética para un laico, en el cuadro de la "posmodernidad". Es decir,
más en concreto, ¿en qué basa la certeza y la imperatividad de su acción moral
quien no pretende remitirse, para cimentar el carácter absoluto de una ética, a
principios metafísicos o en todo caso a valores trascendentes y tampoco a
imperativos categóricos universalmente válidos? En términos más sencillos (dado
que algunos lectores me han hecho llegar sus quejas por la excesiva dificultad
de nuestros diálogos), ¿qué razones confiere a su obrar quien pretende afirmar
y profesar principios morales, que puedan exigir incluso el sacrificio de la
vida, pero no reconoce un Dios personal? O, dicho de otro modo, ¿cómo se puede
llegar a decir, prescindiendo de la referencia a un Absoluto, que ciertas
acciones no se pueden hacer de ningún modo, bajo ningún concepto, y que otras
deben hacerse, cueste lo que cueste? Es cierto que hay leyes, pero ¿en virtud
de qué pueden llegar a obligarnos aun a costa de la vida?
Sobre estos interrogantes quisiera que tratara
en esta ocasión nuestra conversación.
Como es lógico, me gustaría que todos los
hombres y las mujeres de este mundo, incluyendo a quienes no creen en Dios,
tuvieran un claro fundamento ético para su comportamiento y actuaran conforme
al mismo. Estoy convencido, además, de que existen no pocas personas que se
comportan con rectitud, por lo menos en las circunstancias ordinarias de la
vida, sin referencia a ningún fundamento religioso de la existencia humana. Sé
también que existen personas que, sin creer en un Dios personal, llegan a dar
la vida para no abdicar de sus convicciones morales. Pero no consigo comprender
qué tipo de justificación última dan a su proceder.
Resulta claro y obvio que también una ética
laica puede hallar y reconocer de hecho normas y valores válidos para una recta
convivencia humana. Es así como nacen muchas legislaciones modernas. Pero para
que los cimientos de estos valores no se resientan de confusión o
incertidumbre, sobre todo en los casos límite, o sean simplemente malentendidos
como costumbre, moda, comportamiento funcional o útil o mera necesidad social,
sino que asuman el valor de un verdadero y propio absoluto moral, es preciso
que no estén atados a ningún principio mutable o negociable.
Y ello sobre todo cuando abandonamos el ámbito
de las leyes civiles o penales y, por encima de ellas, nos adentramos en la
esfera de las relaciones interpersonales, de la responsabilidad que cada uno
tiene hacia su prójimo por encima de las leyes escritas, en la esfera de la
gratuidad y la solidaridad.
Al preguntarme sobre la insuficiencia de unos
cimientos puramente humanistas no quisiera turbar la conciencia de nadie, sino
únicamente intentar comprender lo que sucede en su interior, a nivel de las
razones de fondo, para poder promover así, además, una más intensa colaboración
sobre temas éticos entre creyentes y no creyentes.
Es sabido, en efecto, que las grandes
religiones han emprendido un camino común de diálogo y de parangón, todavía en
sus inicios, para la afirmación de principios éticos compartidos por todos. De
esta manera se pretende no sólo eliminar las raíces de todo conflicto religioso
entre los pueblos, sino también contribuir con mayor eficacia a la promoción
del hombre. Pese a todas las dificultades históricas y culturales que un
diálogo semejante comporta, éste se hace posible gracias al hecho de que todas
las religiones sitúan, aunque sea con modalidades diversas, un Misterio
trascendente como fundamento de actuación moral. De esta manera resulta posible
identificar una serie de principios generales y de normas de comportamiento en
los que cualquier religión puede reconocerse y para los que puede aportar su
cooperación en un esfuerzo común, sin verse obligada a renegar de ninguna creencia
propia. En efecto, “la religión puede cimentar de manera inequívoca, porque la
moral, las normas y los valores éticos deben vincular incondicionalmente (y no
sólo cuando resulta cómodo) y, por lo tanto, universalmente (para todos los
rangos, clases y razas). Lo humano se mantiene, precisamente, en cuanto se le
considera fundado sobre lo divino. Cada vez resulta más claro que solamente lo
incondicionado puede obligar de manera absoluta, solamente el Absoluto puede
vincular de manera absoluta” (Hans Küng, Proyecto
para una ética mundial).
¿Es posible un diálogo parecido en la relación
entre creyentes y no creyentes sobre temas éticos, especialmente entre
católicos y laicos? Me esfuerzo a menudo en entrever en las expresiones de
algunos laicos algo que valga como razón profunda y, de alguna forma, absoluta
de su comportamiento moral. Me he interesado, por ejemplo, en las razones en
las que algunos fundan el deber de la proximidad y la solidaridad, incluso sin
recurrir a un Dios Padre y Creador de todo y a Jesucristo nuestro hermano. Me
parece que se formula más o menos así: ¡Los demás están en nosotros! Están en
nosotros con independencia de cómo los tratemos, del hecho de que los amemos,
los odiemos o nos sean indiferentes.
Me parece que este concepto de los demás en nosotros
supone para una parte del pensamiento laico una especie de fundamento esencial
de cualquier idea de solidaridad. Ello me impresiona mucho, sobre todo cuando
lo veo funcionar en la práctica para estimular incluso la solidaridad hacia lo
lejano o lo extranjero. Me impresiona también porque, a la luz de las
reflexiones creyentes de San Pablo sobre el único Cuerpo del que todos somos
miembros (cfr. I Carta a los Corintios,
cap. 12 y Carta a los Romanos, cap.
12), es un concepto de fuerte realismo y puede ser leído en clave de fe
cristiana. Pero lo que me pregunto precisamente es si la lectura laica, que
carece de esta justificación de fondo, es suficiente, si tiene una fuerza de
convicción ineludible y puede sustentar, por ejemplo, incluso el perdón de los
enemigos. Es más, me parece que sin el ejemplo y la palabra de Jesucristo, que
desde la cruz perdonó a quienes le crucificaban, incluso para las tradiciones
religiosas este último punto supone una dificultad. ¿Qué decir entonces de una
ética laica?
Reconozco por tanto que existen numerosas
personas que actúan de manera éticamente correcta y que en ocasiones realizan
incluso actos de elevado altruismo sin tener o sin ser conscientes de tener un
fundamento trascendente para su comportamiento, sin hacer referencia ni a un
Dios creador, ni al anuncio del Reino de Dios con sus consecuencias éticas, ni
a la muerte y la resurrección de Jesús y al don del Espíritu Santo, ni a la
promesa de la vida eterna; precisamente de este realismo es de donde extraigo
yo la fuerza de esas convicciones éticas que quisiera, en mi debilidad, que
constituyeran siempre la luz y la fuerza de mi obrar. Pero quien no hace
referencia a éste o a análogos principios, ¿dónde encuentra la luz y la fuerza
para hacer el bien no sólo en circunstancias fáciles, sino también en aquellas
que nos ponen a prueba hasta los límites de nuestras fuerzas humanas y, sobre
todo, en aquellas que nos sitúan frente a la muerte? ¿Por qué el altruismo, la
sinceridad, la justicia, el respeto por los demás, el perdón de los enemigos
son siempre un bien y deben preferirse, incluso a costa de la vida, a actitudes
contrarias? Y ¿cómo decidir con certeza en cada caso concreto qué es altruismo
y qué no lo es? Y si no existe una justificación última y siempre válida para
tales actitudes, ¿cómo es posible en la práctica que éstas sean siempre las que
prevalezcan, que sean siempre las vencedoras? Si incluso a quienes disponen de
argumentos fuertes para un comportamiento ético les cuesta gran esfuerzo el
atenerse al mismo, ¿qué ocurre con quienes cuentan con argumentos débiles,
inciertos y vacilantes?
Me cuesta mucho comprender cómo una existencia
inspirada en estas normas (altruismo, sinceridad, justicia, solidaridad,
perdón) puede sostenerse largo tiempo y en cualquier circunstancia si el valor
absoluto de la norma moral no está fundado en principios metafísicos o sobre un
Dios personal.
Es muy importante que exista un terreno común
para laicos y creyentes en el plano de la ética, para poder colaborar juntos en
la defensa del hombre, de la justicia y de la paz. Es obvio que la invocación
de la dignidad humana es un principio que funda un común sentir y obrar: no
usar nunca a los demás como instrumento, respetar en cualquier caso y
constantemente su inviolabilidad, considerar siempre a toda persona como
realidad indisponible e intangible. Pero aquí también llega un momento en que
uno se pregunta cuál es la justificación última de estos principios. ¿Qué
cimienta, en efecto, la dignidad humana si no el hecho de que todos los seres
humanos están abiertos hacia algo más elevado y más grande que ellos mismos?
Sólo así puede ésta no quedar circunscrita en términos intramundanos y se le
garantiza una legitimidad que nada puede poner en discusión.
Siento, pues, un gran deseo de profundizar en
todo aquello que permita una acción común entre creyentes y no creyentes
respecto a la promoción de la persona. Pero sé, al mismo tiempo, que cuando no
existe acuerdo sobre los principios últimos, antes o después, en especial
cuando se llega a los casos límite y los problemas de confines, surge algo que
demuestra las divergencias de fondo que existen. Se hace entonces más difícil
la colaboración y emergen en ocasiones incluso juicios éticos contrapuestos
sobre puntos clave de la vida y de la muerte.
¿Qué hacer, pues? ¿Proceder en común con
modestia y humildad en aquellos puntos en los que exista acuerdo, con la
esperanza de que no emerjan las razones de la diferencia y de la oposición? ¿O
más bien intentar profundizar juntos en las razones que de hecho permiten un
acuerdo sobre temas generales (por ejemplo, la justicia, la paz, la dignidad
humana), de modo que se pueda llegar a esas razones no dichas, que se celan
tras las decisiones cotidianas y en las que se revela entonces la no
coincidencia de fondo, o la posibilidad, tal vez, de ir más allá de
escepticismos y agnosticismos, hacia un «Misterio» al que entregarse, porque de
esa entrega nace también la posibilidad de fundar una acción común en favor de
un mundo más humano?
Sobre este tema tan apasionante quisiera,
pues, conocer sus reflexiones. Es evidente que toda discusión acerca de temas
éticos particulares lleva siempre a preguntarse sobre sus fundamentos. Me
parece que vale la pena, por lo tanto, plantearse temas como éstos, para
proyectar algo de claridad, al menos, sobre lo que cada uno piensa y comprender
mejor el punto de vista del otro.
Carlo María Martini, enero de 1996.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Editorial Booket, 2004, en traducción de Carlos Gumpert
Melgosa, pp. 45-48. ISBN: 978-8484605270.]
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