domingo, 2 de julio de 2023

¿En qué creen los que no creen?.- Carlos María Martini (1927-2012) y otros


Carlo Maria Martini - Viquipèdia, l'enciclopèdia lliure
Parte I

¿Dónde encuentra el laico la luz del bien?

   «Querido Umberto Eco:
 He aquí la pregunta que, como ya le había anticipado en la última carta, tenía intención de hacerle. Se refiere al fundamento último de la ética para un laico, en el cuadro de la "posmodernidad". Es decir, más en concreto, ¿en qué basa la certeza y la imperatividad de su acción moral quien no pretende remitirse, para cimentar el carácter absoluto de una ética, a principios metafísicos o en todo caso a valores trascendentes y tampoco a imperativos categóricos universalmente válidos? En términos más sencillos (dado que algunos lectores me han hecho llegar sus quejas por la excesiva dificultad de nuestros diálogos), ¿qué razones confiere a su obrar quien pretende afirmar y profesar principios morales, que puedan exigir incluso el sacrificio de la vida, pero no reconoce un Dios personal? O, dicho de otro modo, ¿cómo se puede llegar a decir, prescindiendo de la referencia a un Absoluto, que ciertas acciones no se pueden hacer de ningún modo, bajo ningún concepto, y que otras deben hacerse, cueste lo que cueste? Es cierto que hay leyes, pero ¿en virtud de qué pueden llegar a obligarnos aun a costa de la vida?
 Sobre estos interrogantes quisiera que tratara en esta ocasión nuestra conversación.
 Como es lógico, me gustaría que todos los hombres y las mujeres de este mundo, incluyendo a quienes no creen en Dios, tuvieran un claro fundamento ético para su comportamiento y actuaran conforme al mismo. Estoy convencido, además, de que existen no pocas personas que se comportan con rectitud, por lo menos en las circunstancias ordinarias de la vida, sin referencia a ningún fundamento religioso de la existencia humana. Sé también que existen personas que, sin creer en un Dios personal, llegan a dar la vida para no abdicar de sus convicciones morales. Pero no consigo comprender qué tipo de justificación última dan a su proceder.
 Resulta claro y obvio que también una ética laica puede hallar y reconocer de hecho normas y valores válidos para una recta convivencia humana. Es así como nacen muchas legislaciones modernas. Pero para que los cimientos de estos valores no se resientan de confusión o incertidumbre, sobre todo en los casos límite, o sean simplemente malentendidos como costumbre, moda, comportamiento funcional o útil o mera necesidad social, sino que asuman el valor de un verdadero y propio absoluto moral, es preciso que no estén atados a ningún principio mutable o negociable.
 Y ello sobre todo cuando abandonamos el ámbito de las leyes civiles o penales y, por encima de ellas, nos adentramos en la esfera de las relaciones interpersonales, de la responsabilidad que cada uno tiene hacia su prójimo por encima de las leyes escritas, en la esfera de la gratuidad y la solidaridad.
 Al preguntarme sobre la insuficiencia de unos cimientos puramente humanistas no quisiera turbar la conciencia de nadie, sino únicamente intentar comprender lo que sucede en su interior, a nivel de las razones de fondo, para poder promover así, además, una más intensa colaboración sobre temas éticos entre creyentes y no creyentes.
 Es sabido, en efecto, que las grandes religiones han emprendido un camino común de diálogo y de parangón, todavía en sus inicios, para la afirmación de principios éticos compartidos por todos. De esta manera se pretende no sólo eliminar las raíces de todo conflicto religioso entre los pueblos, sino también contribuir con mayor eficacia a la promoción del hombre. Pese a todas las dificultades históricas y culturales que un diálogo semejante comporta, éste se hace posible gracias al hecho de que todas las religiones sitúan, aunque sea con modalidades diversas, un Misterio trascendente como fundamento de actuación moral. De esta manera resulta posible identificar una serie de principios generales y de normas de comportamiento en los que cualquier religión puede reconocerse y para los que puede aportar su cooperación en un esfuerzo común, sin verse obligada a renegar de ninguna creencia propia. En efecto, “la religión puede cimentar de manera inequívoca, porque la moral, las normas y los valores éticos deben vincular incondicionalmente (y no sólo cuando resulta cómodo) y, por lo tanto, universalmente (para todos los rangos, clases y razas). Lo humano se mantiene, precisamente, en cuanto se le considera fundado sobre lo divino. Cada vez resulta más claro que solamente lo incondicionado puede obligar de manera absoluta, solamente el Absoluto puede vincular de manera absoluta” (Hans Küng, Proyecto para una ética mundial).
 ¿Es posible un diálogo parecido en la relación entre creyentes y no creyentes sobre temas éticos, especialmente entre católicos y laicos? Me esfuerzo a menudo en entrever en las expresiones de algunos laicos algo que valga como razón profunda y, de alguna forma, absoluta de su comportamiento moral. Me he interesado, por ejemplo, en las razones en las que algunos fundan el deber de la proximidad y la solidaridad, incluso sin recurrir a un Dios Padre y Creador de todo y a Jesucristo nuestro hermano. Me parece que se formula más o menos así: ¡Los demás están en nosotros! Están en nosotros con independencia de cómo los tratemos, del hecho de que los amemos, los odiemos o nos sean indiferentes.
 Me parece que este concepto de los demás en nosotros supone para una parte del pensamiento laico una especie de fundamento esencial de cualquier idea de solidaridad. Ello me impresiona mucho, sobre todo cuando lo veo funcionar en la práctica para estimular incluso la solidaridad hacia lo lejano o lo extranjero. Me impresiona también porque, a la luz de las reflexiones creyentes de San Pablo sobre el único Cuerpo del que todos somos miembros (cfr. I Carta a los Corintios, cap. 12 y Carta a los Romanos, cap. 12), es un concepto de fuerte realismo y puede ser leído en clave de fe cristiana. Pero lo que me pregunto precisamente es si la lectura laica, que carece de esta justificación de fondo, es suficiente, si tiene una fuerza de convicción ineludible y puede sustentar, por ejemplo, incluso el perdón de los enemigos. Es más, me parece que sin el ejemplo y la palabra de Jesucristo, que desde la cruz perdonó a quienes le crucificaban, incluso para las tradiciones religiosas este último punto supone una dificultad. ¿Qué decir entonces de una ética laica?
PastoralSJ - leer - ¿En qué creen los que no creen? Reconozco por tanto que existen numerosas personas que actúan de manera éticamente correcta y que en ocasiones realizan incluso actos de elevado altruismo sin tener o sin ser conscientes de tener un fundamento trascendente para su comportamiento, sin hacer referencia ni a un Dios creador, ni al anuncio del Reino de Dios con sus consecuencias éticas, ni a la muerte y la resurrección de Jesús y al don del Espíritu Santo, ni a la promesa de la vida eterna; precisamente de este realismo es de donde extraigo yo la fuerza de esas convicciones éticas que quisiera, en mi debilidad, que constituyeran siempre la luz y la fuerza de mi obrar. Pero quien no hace referencia a éste o a análogos principios, ¿dónde encuentra la luz y la fuerza para hacer el bien no sólo en circunstancias fáciles, sino también en aquellas que nos ponen a prueba hasta los límites de nuestras fuerzas humanas y, sobre todo, en aquellas que nos sitúan frente a la muerte? ¿Por qué el altruismo, la sinceridad, la justicia, el respeto por los demás, el perdón de los enemigos son siempre un bien y deben preferirse, incluso a costa de la vida, a actitudes contrarias? Y ¿cómo decidir con certeza en cada caso concreto qué es altruismo y qué no lo es? Y si no existe una justificación última y siempre válida para tales actitudes, ¿cómo es posible en la práctica que éstas sean siempre las que prevalezcan, que sean siempre las vencedoras? Si incluso a quienes disponen de argumentos fuertes para un comportamiento ético les cuesta gran esfuerzo el atenerse al mismo, ¿qué ocurre con quienes cuentan con argumentos débiles, inciertos y vacilantes?
 Me cuesta mucho comprender cómo una existencia inspirada en estas normas (altruismo, sinceridad, justicia, solidaridad, perdón) puede sostenerse largo tiempo y en cualquier circunstancia si el valor absoluto de la norma moral no está fundado en principios metafísicos o sobre un Dios personal.
 Es muy importante que exista un terreno común para laicos y creyentes en el plano de la ética, para poder colaborar juntos en la defensa del hombre, de la justicia y de la paz. Es obvio que la invocación de la dignidad humana es un principio que funda un común sentir y obrar: no usar nunca a los demás como instrumento, respetar en cualquier caso y constantemente su inviolabilidad, considerar siempre a toda persona como realidad indisponible e intangible. Pero aquí también llega un momento en que uno se pregunta cuál es la justificación última de estos principios. ¿Qué cimienta, en efecto, la dignidad humana si no el hecho de que todos los seres humanos están abiertos hacia algo más elevado y más grande que ellos mismos? Sólo así puede ésta no quedar circunscrita en términos intramundanos y se le garantiza una legitimidad que nada puede poner en discusión.
 Siento, pues, un gran deseo de profundizar en todo aquello que permita una acción común entre creyentes y no creyentes respecto a la promoción de la persona. Pero sé, al mismo tiempo, que cuando no existe acuerdo sobre los principios últimos, antes o después, en especial cuando se llega a los casos límite y los problemas de confines, surge algo que demuestra las divergencias de fondo que existen. Se hace entonces más difícil la colaboración y emergen en ocasiones incluso juicios éticos contrapuestos sobre puntos clave de la vida y de la muerte.
 ¿Qué hacer, pues? ¿Proceder en común con modestia y humildad en aquellos puntos en los que exista acuerdo, con la esperanza de que no emerjan las razones de la diferencia y de la oposición? ¿O más bien intentar profundizar juntos en las razones que de hecho permiten un acuerdo sobre temas generales (por ejemplo, la justicia, la paz, la dignidad humana), de modo que se pueda llegar a esas razones no dichas, que se celan tras las decisiones cotidianas y en las que se revela entonces la no coincidencia de fondo, o la posibilidad, tal vez, de ir más allá de escepticismos y agnosticismos, hacia un «Misterio» al que entregarse, porque de esa entrega nace también la posibilidad de fundar una acción común en favor de un mundo más humano?
 Sobre este tema tan apasionante quisiera, pues, conocer sus reflexiones. Es evidente que toda discusión acerca de temas éticos particulares lleva siempre a preguntarse sobre sus fundamentos. Me parece que vale la pena, por lo tanto, plantearse temas como éstos, para proyectar algo de claridad, al menos, sobre lo que cada uno piensa y comprender mejor el punto de vista del otro.
 Carlo María Martini, enero de 1996.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Booket, 2004, en traducción de Carlos Gumpert Melgosa, pp. 45-48. ISBN: 978-8484605270.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: