XXV
1917: En arresto
domiciliario en Rakítnoie – Primera fase de la Revolución – Abdicación del Zar
– El Zar se despide de su madre – Regreso a San Petersburgo – Una propuesta
singular
«Las noticias que nos llegaban de San Petersburgo eran muy alarmantes.
Parecía obvio que todo el mundo había perdido el juicio y que el desastre era
inminente.
El 12 de marzo estalló la Revolución. En la
capital se declaraban incendios por todas partes, y en las calles los tiroteos
eran continuos e intensos. Gran parte del ejército y de la policía se había
pasado al bando de la Revolución, incluidos los cosacos de la escolta, élite de
la Guardia Imperial.
Tras largas discusiones con el “consejo de los
diputados, obreros y soldados”, el Sóviet, se constituyó un gobierno
provisional bajo la presidencia del príncipe Lvov. Los socialistas impusieron a
Kérenski como ministro de Justicia.
Ese mismo día, el emperador abdicó. Para no
separarse de su hijo enfermo, lo hizo en favor de su hermano, el gran duque
Miguel. Todo el mundo conoce el texto de ese documento histórico, pero no puedo
por menos de recordar aquí sus nobles palabras:
Por la gracia de Dios, nos, Nicolás II,
emperador de todas las Rusias, zar de Polonia, gran duque de Finlandia, etc.,
hacemos saber a todos nuestros fieles súbditos:
En estos días de lucha encarnizada contra el
enemigo exterior que, desde hace tres años, se esfuerza por someter a nuestra
patria, Dios ha querido enviar a Rusia una nueva y terrible prueba. Disturbios
internos amenazan con tener una repercusión fatal sobre el desenlace de esta
guerra que no parece tener fin. El destino de Rusia, el honor de nuestro
heroico ejército, la felicidad del pueblo y el porvenir de nuestra querida patria
persiguen a toda costa la victoria en esta guerra.
Nuestro cruel enemigo se entrega a sus últimos
esfuerzos, y ya se acerca el día en que nuestro valiente ejército, con la ayuda
de nuestros gloriosos Aliados, lo aplastará definitivamente.
En estos días decisivos para la existencia de
Rusia, nuestra conciencia nos dicta facilitar a nuestro pueblo una estrecha
unión y la organización de todas sus fuerzas para la rápida consecución de la
victoria.
Por ello, de acuerdo con la Duma del Imperio,
juzgamos necesario abdicar la corona del Estado ruso y abandonar el poder
supremo.
Al no querer separarnos de nuestro hijo amado,
legamos nuestra herencia a nuestro hermano, el gran duque Miguel
Aleksándrovich, otorgándole nuestra bendición en el momento de su subida al
trono. Le pedimos que gobierne en estrecha unión con los representantes de la
nación que ocupan los escaños de las asambleas legislativas y que les preste
inviolable juramento en nombre de nuestra amada patria.
Hacemos un llamamiento a todos los hijos
leales de Rusia, les pedimos que cumplan con su deber patriótico y sagrado
obedeciendo al zar, en esta dura prueba nacional, y que lo ayuden, junto con
los representantes del país, a conducir al Estado ruso por las vías de la
gloria y la prosperidad.
¡Que Dios ampare a Rusia!
NICOLÁS
Al día siguiente, 16 de marzo, el gran duque
Miguel firmó la abdicación provisional. Kérenski, que lo había obligado a ello,
le dio las gracias en términos grandilocuentes. El gobierno provisional otorgó
al emperador la “autorización” de despedirse del ejército. La emperatriz viuda,
acompañada por mi suegro, abandonó enseguida Kiev para trasladarse a Moguiliov,
sede del Gran Cuartel General.
Nicolás II subió al vagón de su madre y estuvo
dos horas encerrado con ella. De su conversación no se supo nada nunca. Cuando
mi suegro fue invitado a reunirse con ellos, la emperatriz lloraba a lágrima
viva. El zar, de pie, inmóvil, fumaba en silencio.
El gobierno provisional se inclinó ante la
voluntad del Sóviet, que exigía la detención inmediata del soberano. Al mismo
tiempo se publicó el famoso orden del día número uno que proclamaba la
abolición de la disciplina militar, del saludo a los oficiales, etc. Se
invitaba a los soldados a formar sus propios comités administrativos, o sóviets,
y a designar ellos mismos a los oficiales que querían conservar.
Era el fin del ejército ruso. En algunos
cuarteles los soldados ya habían empezado a asesinar a sus oficiales.
Tres días más tarde el emperador partió a
Tsárskoie Seló, pues se lo autorizó a reunirse con su familia. Después del
desgarrador adiós a su madre, que había de ser su despedida suprema,
Nicolás II, vestido con una simple camisa caqui con la cruz de San Jorge,
subió a su tren, parado en la vía enfrente del de la emperatriz. Ésta, de pie,
lloraba asomada a la ventana de su vagón, santiguándose y haciendo gestos de
bendición. Desde la ventana de su propio vagón su hijo le hizo un último gesto
de despedida mientras el tren arrancaba.
Al llegar a Tsárskoie Seló, el emperador se vio
abandonado por todos. Tan sólo el príncipe V. Dolgorúkov lo acompañó hasta
el Palacio Alejandro.
A finales de marzo fui liberado, y regresamos
todos a San Petersburgo. Antes de partir, celebramos un servicio religioso en
Rakítnoie. La iglesia estaba llena de campesinos que lloraban: “¿Cómo vamos a
vivir ahora? —Repetían—. ¡Nos han quitado a nuestro zar!”.
En Járkov quisimos bajar del tren para ir a la
cantina. A duras penas logramos abrirnos paso a través de la multitud que
abarrotaba la estación. Toda esa gente se llamaba “camarada” entre sí. Alguien
me reconoció y pronunció mi nombre. Al instante, la muchedumbre se agitó.
Empujados por todas partes, medio asfixiados, teníamos la desagradable
sensación de que esa gente que nos aclamaba en cualquier momento podía también
lincharnos. Unos militares vinieron en nuestro auxilio y nos abrieron paso
hasta la cantina. La multitud se precipitó detrás de nosotros, por lo que hubo
que cerrar las puertas. Quisieron que pronunciara un discurso. Rehusé, alegando
que era incapaz de hablar en público. Entonces nos enteramos de que acababa de
entrar en la estación el tren que traía desde el Cáucaso al gran duque Nicolás
Nikoláievich. Para llegar hasta él tuvimos que volver a abrirnos paso a través
de la multitud que, esta vez, aclamaba a gritos al gran duque. Éste me besó con
efusividad. “¡Por fin vamos a poder vencer a los enemigos de Rusia!” Tuvo que
dejarnos enseguida, pues su tren partía ya. Al subir al nuestro, me crucé en el
pasillo con el cantante Alchevski. Me dijo que volvía del campo, donde lo
habían enviado para recuperarse de una grave afección nerviosa. Vino a nuestro
compartimento y se ofreció a cantar para nosotros. De pronto calló y me miró
fijamente con una expresión arisca: “¿Por qué me miran así? —preguntó—. No
puedo seguir cantando”. Desconcertado, traté de animarlo a continuar, pero se
negó y empezó a decir cosas incoherentes con una voz cada vez más fuerte. Sus
gritos no tardaron en llamar la atención de los viajeros que ocupaban el
compartimento contiguo. Uno de sus amigos, que viajaba con él, encontró en el
tren a un médico que le puso una inyección calmante. Pero por la noche volvimos
a oírlo gritar a pleno pulmón. En esa atmósfera de tensión general, el
encuentro con ese desdichado demente se sumó a la impresión de pesadilla que
nos acompañó en todo el viaje.
Encontramos San Petersburgo muy cambiada. En
las calles reinaba un desorden indescriptible. La mayoría de los viandantes
lucía escarapelas rojas. Nuestro propio chófer había juzgado prudente ponerse
una pajarita roja para acudir a la estación a recogernos: “¡Quítate ese horror!”,
le ordenó mi madre, escandalizada.
Lo primero que hice fue ir a Moscú a visitar a
la gran duquesa Isabel, a la que hacía meses que no veía. Vino a mi encuentro,
me besó y me dio su bendición. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Pobre Rusia —dijo—, ¡a qué terrible prueba
tiene que enfrentarse! Todos somos impotentes ante la voluntad divina. Sólo nos
queda rezar a Dios e implorar su misericordia.»
[ El texto pertenece a la
edición en español de Alba Editorial, 2011, en traducción de Isabel
González-Gallarza Granizo, pp. 265-268. ISBN: 978-8484286486.]
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