domingo, 9 de julio de 2023

Memorias de antes del exilio (1887-1919).- Félix F. Yusúpov (1887-1967)


Félix Yusúpov uno de los conspiradores del asesinato de Rasputín ...
XXV

1917: En arresto domiciliario en Rakítnoie – Primera fase de la Revolución – Abdicación del Zar – El Zar se despide de su madre – Regreso a San Petersburgo – Una propuesta singular

  «Las noticias que nos llegaban de San Petersburgo eran muy alarmantes. Parecía obvio que todo el mundo había perdido el juicio y que el desastre era inminente.
 El 12 de marzo estalló la Revolución. En la capital se declaraban incendios por todas partes, y en las calles los tiroteos eran continuos e intensos. Gran parte del ejército y de la policía se había pasado al bando de la Revolución, incluidos los cosacos de la escolta, élite de la Guardia Imperial.
 Tras largas discusiones con el “consejo de los diputados, obreros y soldados”, el Sóviet, se constituyó un gobierno provisional bajo la presidencia del príncipe Lvov. Los socialistas impusieron a Kérenski como ministro de Justicia.
 Ese mismo día, el emperador abdicó. Para no separarse de su hijo enfermo, lo hizo en favor de su hermano, el gran duque Miguel. Todo el mundo conoce el texto de ese documento histórico, pero no puedo por menos de recordar aquí sus nobles palabras:

 Por la gracia de Dios, nos, Nicolás II, emperador de todas las Rusias, zar de Polonia, gran duque de Finlandia, etc., hacemos saber a todos nuestros fieles súbditos:
 En estos días de lucha encarnizada contra el enemigo exterior que, desde hace tres años, se esfuerza por someter a nuestra patria, Dios ha querido enviar a Rusia una nueva y terrible prueba. Disturbios internos amenazan con tener una repercusión fatal sobre el desenlace de esta guerra que no parece tener fin. El destino de Rusia, el honor de nuestro heroico ejército, la felicidad del pueblo y el porvenir de nuestra querida patria persiguen a toda costa la victoria en esta guerra.
 Nuestro cruel enemigo se entrega a sus últimos esfuerzos, y ya se acerca el día en que nuestro valiente ejército, con la ayuda de nuestros gloriosos Aliados, lo aplastará definitivamente.
 En estos días decisivos para la existencia de Rusia, nuestra conciencia nos dicta facilitar a nuestro pueblo una estrecha unión y la organización de todas sus fuerzas para la rápida consecución de la victoria.
 Por ello, de acuerdo con la Duma del Imperio, juzgamos necesario abdicar la corona del Estado ruso y abandonar el poder supremo.
 Al no querer separarnos de nuestro hijo amado, legamos nuestra herencia a nuestro hermano, el gran duque Miguel Aleksándrovich, otorgándole nuestra bendición en el momento de su subida al trono. Le pedimos que gobierne en estrecha unión con los representantes de la nación que ocupan los escaños de las asambleas legislativas y que les preste inviolable juramento en nombre de nuestra amada patria.
 Hacemos un llamamiento a todos los hijos leales de Rusia, les pedimos que cumplan con su deber patriótico y sagrado obedeciendo al zar, en esta dura prueba nacional, y que lo ayuden, junto con los representantes del país, a conducir al Estado ruso por las vías de la gloria y la prosperidad.
¡Que Dios ampare a Rusia!
 NICOLÁS
 
 Al día siguiente, 16 de marzo, el gran duque Miguel firmó la abdicación provisional. Kérenski, que lo había obligado a ello, le dio las gracias en términos grandilocuentes. El gobierno provisional otorgó al emperador la “autorización” de despedirse del ejército. La emperatriz viuda, acompañada por mi suegro, abandonó enseguida Kiev para trasladarse a Moguiliov, sede del Gran Cuartel General.
 Nicolás II subió al vagón de su madre y estuvo dos horas encerrado con ella. De su conversación no se supo nada nunca. Cuando mi suegro fue invitado a reunirse con ellos, la emperatriz lloraba a lágrima viva. El zar, de pie, inmóvil, fumaba en silencio.
 El gobierno provisional se inclinó ante la voluntad del Sóviet, que exigía la detención inmediata del soberano. Al mismo tiempo se publicó el famoso orden del día número uno que proclamaba la abolición de la disciplina militar, del saludo a los oficiales, etc. Se invitaba a los soldados a formar sus propios comités administrativos, o sóviets, y a designar ellos mismos a los oficiales que querían conservar.
Memorias de antes del exilio (1887-1919) (Clásica) eBook: Yusúpov ... Era el fin del ejército ruso. En algunos cuarteles los soldados ya habían empezado a asesinar a sus oficiales.
 Tres días más tarde el emperador partió a Tsárskoie Seló, pues se lo autorizó a reunirse con su familia. Después del desgarrador adiós a su madre, que había de ser su despedida suprema, Nicolás II, vestido con una simple camisa caqui con la cruz de San Jorge, subió a su tren, parado en la vía enfrente del de la emperatriz. Ésta, de pie, lloraba asomada a la ventana de su vagón, santiguándose y haciendo gestos de bendición. Desde la ventana de su propio vagón su hijo le hizo un último gesto de despedida mientras el tren arrancaba.
 Al llegar a Tsárskoie Seló, el emperador se vio abandonado por todos. Tan sólo el príncipe V. Dolgorúkov lo acompañó hasta el Palacio Alejandro.
 A finales de marzo fui liberado, y regresamos todos a San Petersburgo. Antes de partir, celebramos un servicio religioso en Rakítnoie. La iglesia estaba llena de campesinos que lloraban: “¿Cómo vamos a vivir ahora? —Repetían—. ¡Nos han quitado a nuestro zar!”.
 En Járkov quisimos bajar del tren para ir a la cantina. A duras penas logramos abrirnos paso a través de la multitud que abarrotaba la estación. Toda esa gente se llamaba “camarada” entre sí. Alguien me reconoció y pronunció mi nombre. Al instante, la muchedumbre se agitó. Empujados por todas partes, medio asfixiados, teníamos la desagradable sensación de que esa gente que nos aclamaba en cualquier momento podía también lincharnos. Unos militares vinieron en nuestro auxilio y nos abrieron paso hasta la cantina. La multitud se precipitó detrás de nosotros, por lo que hubo que cerrar las puertas. Quisieron que pronunciara un discurso. Rehusé, alegando que era incapaz de hablar en público. Entonces nos enteramos de que acababa de entrar en la estación el tren que traía desde el Cáucaso al gran duque Nicolás Nikoláievich. Para llegar hasta él tuvimos que volver a abrirnos paso a través de la multitud que, esta vez, aclamaba a gritos al gran duque. Éste me besó con efusividad. “¡Por fin vamos a poder vencer a los enemigos de Rusia!” Tuvo que dejarnos enseguida, pues su tren partía ya. Al subir al nuestro, me crucé en el pasillo con el cantante Alchevski. Me dijo que volvía del campo, donde lo habían enviado para recuperarse de una grave afección nerviosa. Vino a nuestro compartimento y se ofreció a cantar para nosotros. De pronto calló y me miró fijamente con una expresión arisca: “¿Por qué me miran así? —preguntó—. No puedo seguir cantando”. Desconcertado, traté de animarlo a continuar, pero se negó y empezó a decir cosas incoherentes con una voz cada vez más fuerte. Sus gritos no tardaron en llamar la atención de los viajeros que ocupaban el compartimento contiguo. Uno de sus amigos, que viajaba con él, encontró en el tren a un médico que le puso una inyección calmante. Pero por la noche volvimos a oírlo gritar a pleno pulmón. En esa atmósfera de tensión general, el encuentro con ese desdichado demente se sumó a la impresión de pesadilla que nos acompañó en todo el viaje.
 Encontramos San Petersburgo muy cambiada. En las calles reinaba un desorden indescriptible. La mayoría de los viandantes lucía escarapelas rojas. Nuestro propio chófer había juzgado prudente ponerse una pajarita roja para acudir a la estación a recogernos: “¡Quítate ese horror!”, le ordenó mi madre, escandalizada.
 Lo primero que hice fue ir a Moscú a visitar a la gran duquesa Isabel, a la que hacía meses que no veía. Vino a mi encuentro, me besó y me dio su bendición. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
 —Pobre Rusia —dijo—, ¡a qué terrible prueba tiene que enfrentarse! Todos somos impotentes ante la voluntad divina. Sólo nos queda rezar a Dios e implorar su misericordia.»

  [ El texto pertenece a la edición en español de Alba Editorial, 2011, en traducción de Isabel González-Gallarza Granizo, pp. 265-268. ISBN: 978-8484286486.]

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