«Nunca ayudes a nadie. Por muy
diversas razones. Primera: los diez minutos que se te van ayudando a la
ancianita a cruzar la calle o aguantando el peso del piano de cola de tu vecino
son diez minutos que podrías haber empleado medrando profesionalmente. Diez
minutos aquí y allá son muchos minutos. La lealtad es un vicio: si un amigo está
en apuros, olvídate de él. No pierdas el tiempo ofreciendo consejos, consuelo o
dinero. Búscate un amigo con futuro. Amigo que te necesita, amigo que te
paraliza.
Si el amigo sale del apuro, el destino ya se
encargará de que os crucéis en algún lado… nada más latoso ni que más tiempo
consuma que esforzarse por animar a otro porque se le ha muerto la mujer o
quiere quitarse la vida. Una tele conviene más que un amigo deprimido. En vez
de desperdiciar el tiempo escuchando penas, empléalo en congraciarte con tus
superiores.
¿La honradez? La honradez es una patraña
inventada y fomentada por los que no son honrados. Cualquiera que haya probado a
ser honrado sabe lo doloroso y poco rentable que resulta. Naturalmente, los
sinvergüenzas la alaban y la fomentan, porque si todos fuéramos como ellos
habría demasiada competencia. Tiene que haber pardillos que se dejen engañar,
forman parte esencial del ciclo económico.
En cuanto a la solidaridad, si te pagan por
ejercerla pues estupendo. Lo mismo que con las obras benéficas, si trabajas
para una ONG (con tus vacaciones pagadas, tu pensión y tus gastos de
representación), vale. Si no, olvídate.
Ahora mismo os lo demuestro: ¿cuántos altos
cargos conocéis que sean agradables? No todos los jefazos son seres
despreciables, pero sí la mayoría. Los pocos que no lo son pueden considerarse
como anomalías estadísticas. Las personas dignas de admiración por lo general
deambulan por el mundo sin poder ni prestigio.
Odio a los ricos. Los ricos de toda la vida me
caen mal porque no se enteran de nada; cuando les cuentas lo dura que es la
vida te miran con la misma perplejidad que si te hubieras dirigido a ellos en una
lengua muerta siglos atrás.
Los que son ricos porque se han hecho ricos me
caen mal porque creen, faltaría más, que su riqueza se debe a méritos propios.
Como el tipo al que le toca la lotería y da en creer que ejerce dominio sobre
la lotería.
Cada uno vive en la trampa de su propia vida.
“Dinero lo hace cualquiera”, decía mi único vecino rico, un hombre listo y
trabajador, que había hecho fortuna restaurando casas en una época en que el
precio de la vivienda tenía patidifuso a todo quisque. “El dinero no es nada”,
decía mi madre, pese a haberse criado en la pobreza. Algo de razón tenía.
Pero para un hombre no es lo mismo. Lo suyo en
parte es hacer dinero. Para las mujeres hacer niños. Para los hombres hacer
dinero.
Odio a los pobres. ¿Que no tienes dinero? ¿Ni
trabajo? ¿Ni perspectivas? ¿Ni ambiciones? Pues nada, hombre, traes al mundo
cuatro, cinco, seis criaturas, que ya las mantendrá el dinero de los demás
contribuyentes. Tú sigue arrojando criaturas a la miseria. Y el colectivo de en
medio tampoco se salva, tan ridículamente ufano con su adosado con jardín.
[…]
Esta vez soy yo quien invita a Dave a tomar
una copa.
—No soy un hombre de suerte.
—Eso dice todo el mundo —replica Dave—. Todo
el mundo cree que es un fenómeno en la cama y que no ha tenido la suerte que
debiera en la vida.
—Pero en mi caso es verdad. No digo que no tenga buena suerte en el
sentido de que cada seis meses me rompa una pierna, o que llegue a casa y me la
encuentre hecha pasto de las llamas y a mi familia devorada por animales
salvajes. A tanto no llego. Pero sí que es verdad que la suerte me pasa de
largo.
—No te quejes. Empieza a molestarme tu falta
de dignidad.
—Está bien. Cuando quieras te lo demuestro.
Vamos al supermercado Publix y escojo dos
coles. Le pido a Dave que escoja una caja de salida para mí y otra para él. Los
dos tenemos ante nosotros sendos carritos. Dave pasa por caja con su col en
tres minutos, yo, en cambio, no me he desplazado un centímetro, y en mi cola
una señora discute empecinadamente con la cajera sobre la validez de sus
cupones de descuento. Dave me hace señas para que pase a otra caja donde hay un
solo carrito. La caja registradora se estropea y la cajera busca en vano al
encargado para que solucione el problema. Contemplo a una madre y su hija al
otro lado: la hija tendrá unos dieciocho, la madre cuarenta. Cómo nos cambia el
gusto. Escojo a la madre como objeto de especulación erótica para pasar el
rato. Quince minutos más tarde pago por fin mi col.
—¿Y eso qué demuestra? —pregunta Dave con
sorna.
—Lo repetimos si quieres.
En el McDonald’s a Dave le sirven en dos
minutos treinta segundos. El chico que atiende mi cola desaparece sus buenos
cinco minutos, y hasta diez minutos más tarde no me despachan mi hamburguesa.
En el Sears del centro comercial de Dadeland, Dave tarda treinta y cinco
segundos en adquirir una camiseta amarillo canario. Yo, veintidós minutos. Le
pido a Dave que escoja él los números y compre lotería para ambos. A Dave no le
toca nada, pero acierta dos números. Yo, ni uno.
—¿Seguro que no lo estás haciendo adrede?
—pregunta—. Esto se está poniendo muy interesante.
Al día siguiente hacemos una incursión en el
mundo de los juegos de azar. A mí los juegos de azar siempre me han parecido un
aburrimiento (a menos que vayas perdiendo o ganando una fortuna, y ese riesgo
no estoy dispuesto a correrlo). Para la mayoría de nosotros jugar consiste en
perder pequeñas cantidades de dinero una y otra vez, y en circunstancias no
demasiado interesantes.
Jugamos a la ruleta. Yo apuesto al negro. Dave
al rojo. Despliego fichas de dólar por toda la mesa para diversificar el
riesgo. Dave apuesta con fichas de cinco dólares. Gano dos veces, pues como
bien dice Dave, nadie tiene mala suerte siempre, y porque lo que está en juego
no es sólo mi suerte, sino la de todos mis compañeros de mesa. Dave gana
dieciséis veces.
—Tenemos que ir con cuidado con esto —dice—.
Hay que jugar a todo o nada. Baloncesto. El Miami Heat: podemos apostar por
ellos la próxima vez que jueguen. Pero nada de apuestas salvajes, porque
entonces tu mala suerte dejaría de ser mala suerte, se convertiría en buena
suerte y no ganaríamos, si hiciéramos una apuesta a lo grande.
Creo haberle entendido. Empezamos a apostar
cada vez que hay partido. Yo voy a lo seguro, Dave se arriesga. Yo pierdo, Dave
gana, cantidades módicas. Quiere ofrecerme la mitad de las ganancias, pero le
digo que eso gafaría nuestras apuestas. Pasándome el diez por ciento parece que
el sistema funciona. Ya tengo ingresos.»
[El texto pertenece a la edición en español
de Tusquets Editores, 2009, en traducción de Victoria Alonso Blanco, pp.
155-156 y 174-176. ISBN: 978-8483831731.]
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