domingo, 25 de junio de 2023

El misterio de los hititas.- C. W. Ceram (1915-1972)


C W Ceram - Alchetron, The Free Social Encyclopedia
III.-El enigma del poder

Capítulo 9: La batalla de Kades y la paz perpetua

    «De todo ello se desprende que los “inventores” de la cría caballar no fueron ni los hititas ni los hurritas. Con toda seguridad no salieron de dichos pueblos los primitivos jinetes, antes bien todo hace suponer que debemos buscar el origen de la equitación más al este, Asia adentro. Y como, por otra parte, el efecto devastador de la nueva arma, el carro de combate, estaba supeditado a la utilización de los caballos bien adiestrados, es obvio que tampoco lo inventaron los hititas.
 Pero una cosa es cierta. En medio de la confusión reinante en aquella parte del mundo, cuando a mediados del II milenio antes de J. C., iniciaron sus correrías los hurritas, los kasitas y los hicsos salvajes —sin que tengamos indicio alguno que nos permita sospechar que el núcleo principal hitita, o sea el asentado en el recodo del Halys, llegara a verse seriamente amenazado—, los hititas asimilaron todos cuantos conocimientos pudieron adquirir en materia de caballos y carros durante sus numerosos contactos con sus turbulentos vecinos.
 No sólo mejorarían los métodos de adiestramiento de los caballos, sino que, fruto de la confrontación de sus propias experiencias con las de los demás pueblos, fue el nuevo artefacto guerrero, gracias al cual iban a poder librar, y ganar, la batalla más trascendental de los tiempos antiguos; el arma cuyo solo ruido, según leemos en la Biblia, hacía templar a los sirios: el carro ligero de combate, precursor del tanque moderno autónomo.
 Es curioso que la primera consecuencia del amansamiento del caballo no fuera la creación de la caballería propiamente dicha, sino que le precediera la formación de un cuerpo de carros de combate tirados, eso sí, por caballos.
 Sorprende asimismo que después de haber empezado por desempeñar un papel tan importante en la estrategia de los pueblos del Asia Anterior, la desaparición de los hititas acarreara la de la equitación como arte y como arma de combate, pues es sabido que ni los griegos ni los romanos conocieron la “caballería” como fuerza montada, sino que tuvieron solamente jinetes.
 El carro ligero de combate, tal como lo perfeccionaron los hititas, debió de constituir una novedad tal, que bien podemos echar mano de la palabra «invento» para designarlo. Es absurdo que los asiriólogos pretendan que los sumerios ya poseían un tipo de carro de combate. Los carros de los “cabezas negras”, o sea los sumerios, claramente descritos en el Estandarte de mosaico exhumado por Woolley en Ur, eran unos vehículos pesados, de cuatro ruedas macizas, arrastrados por bueyes. Suponiendo que estos carros hubieran sido utilizados alguna vez en la guerra, su utilidad debía de ser más que problemática, y hacen pensar en los pesados armatostes de nuestra Edad Media que avanzaban lentamente por el campo de batalla siguiendo los pasos de los lansquenetes, a los que únicamente podían prestar un apoyo “moral”. Lo más probable, sin embargo, es que estos vehículos sirvieran exclusivamente para el abastecimiento de los beligerantes.
 La gran superioridad de los hititas en la guerra radicaba en la velocidad de sus carros ligeros de combate, que no iban provistos de discos macizos, sino de dos ruedas de seis rayos cada una, y cuya elegante apariencia recuerda la de un dogcart inglés del siglo pasado.
 La creación de formaciones de carros de combate de estas características revolucionó la estrategia militar de la época.
 Cada carro de combate hitita transportaba a tres hombres, o sea al conductor con un guerrero a cada lado. Y con este fantástico armatoste enfrente, cuyos caballos lanzaban relinchos salvajes y alzaban nubes de polvo amarillo, y los soldados vociferando y blandiendo armas resplandecientes. Los mejores infantes retrocedían. Si aguantaban el primer ataque, pronto advertían con terror que se encontraban prisioneros en medio de la ronda infernal de los carros de combate. Una lluvia de flechas les alcanzaba desde todas direcciones, y los cascos negros de los caballos desgarraban las filas de sus aguerridas huestes, convirtiendo el campo de batalla en un caos fantástico.
 Cierto que algunos carros se estrellaban y saltaban en pedazos, pero aun así sembraban la muerte a su alrededor, y los caballos que las picas contrarias despanzurraban, arrastraban y aplastaban a los enemigos en su lucha con la muerte.
 El sudor, el olor de sangre de los caballos y el polvo apestaban el aire; los buitres oteando la carroña, tal era el panorama de un campo de batalla de la antigüedad. A quien haya estudiado un poco la historia no se le oculta que, todas las esperanzas aparte, estas escenas se repetirán mientras existan los hombres sobre la tierra.
 No es que perdamos de vista el objeto de este libro, que es el de informar sobre el descubrimiento de la civilización hitita, pero antes de ocuparnos nuevamente de la gran batalla que acabamos de mencionar, que fue la más importante de la Antigüedad, y en la cual por primera vez ambos adversarios alinearon carros de combate, es indispensable exponer ciertos hechos para dar al que leyere una idea cabal del origen del conflicto.
 Según las investigaciones más recientes han demostrado, a la muerte de Telebino, el reino de Mitanni era la principal potencia del Oriente Medio. No obstante, parece ser que tres soberanos hititas, Tudhalia II, Hattusil II y Tudhalia III, y finalmente también Arnuanda II, lograron preservar el Imperio de todo cambio fundamental, por más que su gobierno pasara por varias crisis serias durante el reinado del tercero de ellos, que es cuando la presión exterior se hizo sentir con mayor intensidad.
 Esto sucedía alrededor de los años 1500 al 1375 antes de J. C. Es poco lo que de aquella época conocemos, pero esto no es óbice para que se le atribuya una importancia secundaria, pues ciento veinticinco años son muchos años en la historia de un pueblo.
La Cuesta de Moyano: El misterio de los hititas, de C. W. CeramAl tratar de la historia antigua —en la que se cuenta por milenios— hay que saber sustraerse a la borrachera de los números y no olvidar que cada siglo está formado por más de tres generaciones de seres humanos.
 Al rey Arnuanda le sucedió el más grande de los soberanos hititas, el «rey de reyes», el nuevo fundador de un verdadero Imperio, el Carlomagno del Oriente Medio: Shubiluliuma I (1375-1335 antes de J. C.).
 Debe de haber sido un monarca magnífico desde todos los puntos de vista, valiente hasta la exageración, audaz en las grandes ocasiones y sin escrúpulos cuando se trataba de hacer frente a situaciones difíciles.
 Pero por extraño que parezca, sobre todo en un personaje de la época, demostró un gran sentido político al tratar con gran moderación a sus enemigos vencidos. Por una parte era tolerante en materia religiosa, mientras que por la otra se preocupaba por hacer respetar estrictamente la moral y la justicia, según se desprende de los innumerables tratados concluidos durante los cuarenta años de su reinado.
 He aquí un ejemplo: casó a una hermana suya con el rey de Hayasa, y la hizo acompañar de sus hermanastras y de varias damas de honor. En Hayasa prevalecían todavía —por lo menos esta era la opinión de los hititas— costumbres bárbaras, tales como los casamientos consanguíneos y las relaciones incestuosas, de todo lo cual abomina Shubiluliuma, quien escribe así a su cuñado: “Esto no está permitido en Hattusas… y si aquí alguien lo hace le matamos”, y luego cita como ejemplo el caso de un tal Marija, a quien, según parece, su padre cogió in fraganti y lo hizo ejecutar. Y termina diciendo: “Guárdate, pues, mucho de realizar este acto por el cual un hombre ha perdido la vida”.
 La plurivalente personalidad de Shubiluliuma se nos impone porque podemos comprobar que todo lo emprende a gran escala.
 Su acción es eficacísima. Convirtió a Hattusas en plaza fuerte y durante su reinado se erigió la gran muralla para proteger el flanco sur de la ciudad. Declaró la guerra al poderoso Mitanni, cruzó el Eufrates y conquistó y saqueó la capital de los hurritas, pero entonces, en lugar de esclavizar a los vencidos, los convirtió en aliados suyos al casar a su propia hija con el príncipe Mattiwaza, heredero de Mitanni.
 Luego se apoderó de Siria y después de someter a Carquemis y Alepo, eternas manzanas de discordia en aquella región fronteriza, les dio a sus dos hijos por reyes.
 Contribuyó al éxito de sus campañas guerreras la precaria situación egipcia. El adversario egipcio, el único que hubiera podido desbaratar sus planes de conquista en Siria, no opuso sino una resistencia mínima a su política de expansión, pues por aquel entonces el faraón Amenofis IV, «el rey hereje», se encontraba bastante atareado combatiendo el politeísmo e intentando persuadir a sus súbditos a que adoraran al dios Sol. Su sucesor Tutankhamen murió a los dieciocho años.
Gracias a estas circunstancias favorables, Shubiluliuma no solamente llevó a cabo sus numerosas conquistas, sino que aún pudo consolidarlas, practicando una política verdaderamente imperial, en la que sólo entraba en cuenta el futuro de su pueblo.
 Después de una cadena de triunfos, adoptó Shubiluliuma las formas de ostentación propias de los orientales para hacer realzar su grandeza a los ojos de todos. Así, mientras sus predecesores se habían contentando con el título de rey, él se hizo llamar “Labarna, el gran rey del país de Hatti, el héroe, el favorito del dios de la tormentas”, y cuando se nombraba en los tratados, se daba a sí mismo el epíteto de “Yo, el Sol”.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Destino, 1995, en traducción de Jaime Gascón, pp. 123-126. ISBN: 978-8423325405.]

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