III.-El enigma del poder
Capítulo 9: La batalla de Kades y la paz perpetua
«De todo ello se desprende que los
“inventores” de la cría caballar no fueron ni los hititas ni los hurritas. Con
toda seguridad no salieron de dichos pueblos los primitivos jinetes, antes bien
todo hace suponer que debemos buscar el origen de la equitación más al este,
Asia adentro. Y como, por otra parte, el efecto devastador de la nueva arma, el
carro de combate, estaba supeditado a la utilización de los caballos bien
adiestrados, es obvio que tampoco lo inventaron los hititas.
Pero una cosa es cierta. En medio de la
confusión reinante en aquella parte del mundo, cuando a mediados del II milenio
antes de J. C., iniciaron sus correrías los hurritas, los kasitas y los hicsos
salvajes —sin que tengamos indicio alguno que nos permita sospechar que el
núcleo principal hitita, o sea el asentado en el recodo del Halys, llegara a
verse seriamente amenazado—, los hititas asimilaron todos cuantos conocimientos
pudieron adquirir en materia de caballos y carros durante sus numerosos
contactos con sus turbulentos vecinos.
No sólo mejorarían los métodos de
adiestramiento de los caballos, sino que, fruto de la confrontación de sus
propias experiencias con las de los demás pueblos, fue el nuevo artefacto
guerrero, gracias al cual iban a poder librar, y ganar, la batalla más
trascendental de los tiempos antiguos; el arma cuyo solo ruido, según leemos en
la Biblia, hacía templar a los sirios: el carro ligero de combate, precursor
del tanque moderno autónomo.
Es curioso que la primera consecuencia del
amansamiento del caballo no fuera la creación de la caballería propiamente
dicha, sino que le precediera la formación de un cuerpo de carros de combate
tirados, eso sí, por caballos.
Sorprende asimismo que después de haber
empezado por desempeñar un papel tan importante en la estrategia de los pueblos
del Asia Anterior, la desaparición de los hititas acarreara la de la equitación
como arte y como arma de combate, pues es sabido que ni los griegos ni los
romanos conocieron la “caballería” como fuerza montada, sino que tuvieron
solamente jinetes.
El carro ligero de combate, tal como lo
perfeccionaron los hititas, debió de constituir una novedad tal, que bien
podemos echar mano de la palabra «invento» para designarlo. Es absurdo que los
asiriólogos pretendan que los sumerios ya poseían un tipo de carro de combate.
Los carros de los “cabezas negras”, o sea los sumerios, claramente descritos en
el Estandarte de mosaico exhumado por Woolley en Ur, eran unos vehículos
pesados, de cuatro ruedas macizas, arrastrados por bueyes. Suponiendo que estos
carros hubieran sido utilizados alguna vez en la guerra, su utilidad debía de
ser más que problemática, y hacen pensar en los pesados armatostes de nuestra
Edad Media que avanzaban lentamente por el campo de batalla siguiendo los pasos
de los lansquenetes, a los que únicamente podían prestar un apoyo “moral”. Lo
más probable, sin embargo, es que estos vehículos sirvieran exclusivamente para
el abastecimiento de los beligerantes.
La gran superioridad de los hititas en la
guerra radicaba en la velocidad de sus carros ligeros de combate, que no iban
provistos de discos macizos, sino de dos ruedas de seis rayos cada una, y cuya
elegante apariencia recuerda la de un dogcart
inglés del siglo pasado.
La creación de formaciones de carros de
combate de estas características revolucionó la estrategia militar de la época.
Cada carro de combate hitita transportaba a
tres hombres, o sea al conductor con un guerrero a cada lado. Y con este
fantástico armatoste enfrente, cuyos caballos lanzaban relinchos salvajes y
alzaban nubes de polvo amarillo, y los soldados vociferando y blandiendo armas
resplandecientes. Los mejores infantes retrocedían. Si aguantaban el primer
ataque, pronto advertían con terror que se encontraban prisioneros en medio de
la ronda infernal de los carros de combate. Una lluvia de flechas les alcanzaba
desde todas direcciones, y los cascos negros de los caballos desgarraban las
filas de sus aguerridas huestes, convirtiendo el campo de batalla en un caos
fantástico.
Cierto que algunos carros se estrellaban y
saltaban en pedazos, pero aun así sembraban la muerte a su alrededor, y los
caballos que las picas contrarias despanzurraban, arrastraban y aplastaban a
los enemigos en su lucha con la muerte.
El sudor, el olor de sangre de los caballos y
el polvo apestaban el aire; los buitres oteando la carroña, tal era el panorama
de un campo de batalla de la antigüedad. A quien haya estudiado un poco la
historia no se le oculta que, todas las esperanzas aparte, estas escenas se
repetirán mientras existan los hombres sobre la tierra.
No es que perdamos de vista el objeto de este
libro, que es el de informar sobre el descubrimiento de la civilización hitita,
pero antes de ocuparnos nuevamente de la gran batalla que acabamos de
mencionar, que fue la más importante de la Antigüedad, y en la cual por primera
vez ambos adversarios alinearon carros de combate, es indispensable exponer
ciertos hechos para dar al que leyere una idea cabal del origen del conflicto.
Según las investigaciones más recientes han
demostrado, a la muerte de Telebino, el reino de Mitanni era la principal
potencia del Oriente Medio. No obstante, parece ser que tres soberanos hititas,
Tudhalia II, Hattusil II y Tudhalia III, y finalmente también Arnuanda II,
lograron preservar el Imperio de todo cambio fundamental, por más que su
gobierno pasara por varias crisis serias durante el reinado del tercero de
ellos, que es cuando la presión exterior se hizo sentir con mayor intensidad.
Esto sucedía alrededor de los años 1500 al
1375 antes de J. C. Es poco lo que de aquella época conocemos, pero esto no es
óbice para que se le atribuya una importancia secundaria, pues ciento veinticinco
años son muchos años en la historia de un pueblo.
Al tratar de la historia antigua
—en la que se cuenta por milenios— hay que saber sustraerse a la borrachera de
los números y no olvidar que cada siglo está formado por más de tres
generaciones de seres humanos.
Al rey Arnuanda le sucedió el más grande de
los soberanos hititas, el «rey de reyes», el nuevo fundador de un verdadero
Imperio, el Carlomagno del Oriente Medio: Shubiluliuma I (1375-1335 antes de J.
C.).
Debe de haber sido un monarca magnífico desde
todos los puntos de vista, valiente hasta la exageración, audaz en las grandes
ocasiones y sin escrúpulos cuando se trataba de hacer frente a situaciones
difíciles.
Pero por extraño que parezca, sobre todo en un
personaje de la época, demostró un gran sentido político al tratar con gran
moderación a sus enemigos vencidos. Por una parte era tolerante en materia
religiosa, mientras que por la otra se preocupaba por hacer respetar
estrictamente la moral y la justicia, según se desprende de los innumerables
tratados concluidos durante los cuarenta años de su reinado.
He aquí un ejemplo: casó a una hermana suya
con el rey de Hayasa, y la hizo acompañar de sus hermanastras y de varias damas
de honor. En Hayasa prevalecían todavía —por lo menos esta era la opinión de
los hititas— costumbres bárbaras, tales como los casamientos consanguíneos y
las relaciones incestuosas, de todo lo cual abomina Shubiluliuma, quien escribe
así a su cuñado: “Esto no está permitido en Hattusas… y si aquí alguien lo hace
le matamos”, y luego cita como ejemplo el caso de un tal Marija, a quien, según
parece, su padre cogió in fraganti y lo hizo ejecutar. Y termina diciendo:
“Guárdate, pues, mucho de realizar este acto por el cual un hombre ha perdido
la vida”.
La plurivalente personalidad de Shubiluliuma
se nos impone porque podemos comprobar que todo lo emprende a gran escala.
Su acción es eficacísima. Convirtió a Hattusas
en plaza fuerte y durante su reinado se erigió la gran muralla para proteger el
flanco sur de la ciudad. Declaró la guerra al poderoso Mitanni, cruzó el
Eufrates y conquistó y saqueó la capital de los hurritas, pero entonces, en
lugar de esclavizar a los vencidos, los convirtió en aliados suyos al casar a
su propia hija con el príncipe Mattiwaza, heredero de Mitanni.
Luego se apoderó de Siria y después de someter
a Carquemis y Alepo, eternas manzanas de discordia en aquella región
fronteriza, les dio a sus dos hijos por reyes.
Contribuyó al éxito de sus campañas guerreras
la precaria situación egipcia. El adversario egipcio, el único que hubiera
podido desbaratar sus planes de conquista en Siria, no opuso sino una
resistencia mínima a su política de expansión, pues por aquel entonces el
faraón Amenofis IV, «el rey hereje», se encontraba bastante atareado combatiendo
el politeísmo e intentando persuadir a sus súbditos a que adoraran al dios Sol.
Su sucesor Tutankhamen murió a los dieciocho años.
Gracias a estas circunstancias
favorables, Shubiluliuma no solamente llevó a cabo sus numerosas conquistas,
sino que aún pudo consolidarlas, practicando una política verdaderamente
imperial, en la que sólo entraba en cuenta el futuro de su pueblo.
Después de una cadena de triunfos, adoptó
Shubiluliuma las formas de ostentación propias de los orientales para hacer
realzar su grandeza a los ojos de todos. Así, mientras sus predecesores se
habían contentando con el título de rey, él se hizo llamar “Labarna, el gran
rey del país de Hatti, el héroe, el favorito del dios de la tormentas”, y
cuando se nombraba en los tratados, se daba a sí mismo el epíteto de “Yo, el
Sol”.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Editorial Destino, 1995, en traducción de Jaime Gascón,
pp. 123-126. ISBN: 978-8423325405.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: