Cómo llegó el Santo Graal a la Corte
«Cuando estuvieron todos sentados y en calma,
oyeron un trueno tan grande y extraordinario que pensaron que el palacio se iba
a hundir. Entonces entró un rayo de sol que dio al palacio doble de luz de la
que tenía. Quedaron todos como iluminados por la gracia del Espíritu Santo y
comenzaron a mirarse, pues no sabían de dónde les podía haber venido y, sin
embargo, no había allí nadie que pudiera hablar ni decir una sola palabra por
su boca: todos enmudecieron, grandes y pequeños. Y cuando ya llevaban un rato
así, sin que ninguno de ellos hubiera podido hablar, entró el Santo Graal,
cubierto con un jamete blanco. Nadie logró ver quién lo llevaba. Entró por la
gran puerta del palacio, y una vez que estuvo dentro, el salón se llenó de
buenos olores, como si todas las especias de la tierra hubieran sido derramadas
allí. Dio la vuelta a la sala, alrededor de los asientos, y conforme pasaba por
las mesas, éstas quedaban dispuestas con la comida que cada uno quería. Cuando
todos estuvieron servidos, se fue el Santo Graal tan deprisa que nadie supo qué
había pasado y por dónde se había ido. Ahora pudieron hablar los que antes no
podían decir ni palabra. Dieron gracias a Nuestro Señor la mayoría de ellos por
el gran honor que les había hecho, pues les había reconfortado con la gracia
del Vaso Santo. Pero de todos los que estaban allí, fue el rey Artús el más
gozoso y alegre, ya que Nuestro Señor le había mostrado mayor merced que a
ninguno de los que reinaron antes que él.
Cómo prometió Galván al Rey Artús, su tío, que entraría en la demanda del
Santo Graal
Por este motivo se alegraron mucho propios y
extraños, pues les parece evidente que Nuestro Señor no se olvidaba de ellos,
ya que les mostraba tan gran merced; hablaron de esto todo el tiempo que duró
la comida. El mismo rey comenzó a decir a los que estaban más cerca de él: “Ciertamente,
señores, debemos estar muy contentos y tener mucha alegría por habernos
mostrado Nuestro Señor un signo tan grande de amor y porque por su gracia nos
ha querido reconfortar en un día tan solemne como es el de Pentecostés”. “Señor
—dice Galván—, hay otra cosa, además, que no sabéis: no ha habido nadie al que
no le hayan servido lo que pidió o pensó; y esto no había pasado nunca en
ninguna corte, a no ser en la del Rey Tullido. Pero han sido deslumbrados de
tal forma que no pudieron ver abiertamente el Vaso, antes bien, se les ocultó
su verdadero aspecto. Por eso, por lo que a mí respecta, hago un voto: mañana por
la mañana, sin demora, comenzaré la Demanda, de tal forma que la mantendré
durante un año y un día y, si fuera necesario, más tiempo; no volveré a la
corte por nada que suceda antes de haberlo visto de manera clara, como me ha
sido mostrado ahora, si es que yo puedo y debo verlo de alguna forma. Si no
puede ser, me volveré”.
Cómo todos los caballeros de la Mesa Redonda dijeron que andarían en la
Demanda
Cuando los de la Tabla Redonda oyeron estas palabras, se levantaron
todos de sus asientos, haciendo el mismo juramento que Galván había hecho, y
dijeron que ya no cesarían de vagar hasta que estuvieran sentados en la alta
mesa en la que se servía todos los días una comida tan buena como la que habían
tenido allí.
De la tristeza del Rey Artús y del dolor de la Corte
Después de estas palabras, comenzó el rey a pensar melancólicamente y en
este pensar se le vinieron las lágrimas a los ojos, como bien pudieron apreciar
los que estaban allí delante. Y, hablando, dijo tan alto que todos pudieron
oírlo: “Galván, Galván, me habéis puesto un gran pesar en el corazón y no podré
desprenderme de él hasta después de saber ciertamente a qué fin habrá llegado
esta Demanda, pues temo mucho que mis queridos amigos no vuelvan de ella ya”.
“¡Ay, señor! —dice Lanzarote—, por Dios, ¿qué decís? Un hombre tal como vos no
debe concebir miedo en su corazón, sino justicia, valor y abrigar buena
esperanza. Debéis confortaros; si morimos todos en esta Demanda, nos será mayor
honor que morir en otro lugar”. “Lanzarote —responde el rey—, el gran amor que
he tenido siempre hacia ellos me hace decir tales palabras y no debe extrañar
que entristezca por su marcha. Ningún rey cristiano tuvo tantos buenos
caballeros, ni nobles a su mesa como yo he tenido hoy y ya no habrá ninguno que
los tenga en cuanto se hayan ido, ni volverán a estar reunidos alrededor de mi
mesa tal como han estado aquí, y es ésta la cosa que más me apena”. A estas
palabras no supo Galván qué responder, pues se daba cuenta de que el rey tenía
razón. A ser posible, se hubiera arrepentido gustosamente de sus propias
palabras, pero no hubo lugar, pues ya eran públicas.
Cómo la reina Ginebra preguntó si habían jurado Lanzarote y Galván
Fue anunciado entonces por todas las habitaciones cómo había sido emprendida
la Demanda del Santo Graal y que quienes debían ser compañeros saldrían de la
corte el día siguiente. Fueron más los que se entristecieron que los que se
mostraron contentos, pues la hueste del rey Artús era temida, especialmente por
las hazañas de los compañeros de la Tabla Redonda. Cuando las damas y doncellas
que estaban sentadas con la reina cenando en las habitaciones oyeron estas
noticias, se afligieron y entristecieron igual que si fueran esposas o amigas
de los compañeros de la Tabla Redonda. Y no era extraño, pues las honraban y
querían aquéllos por quienes ellas temían que murieran en la Demanda. Empezaron
a hacer un gran duelo. La reina pregunta al servidor que estaba ante ella: “Dime,
criado, ¿estabas tú delante cuando se prometió esta Demanda?”. “Señora
—responde—, sí”. “Y Galván —vuelve a preguntar— y Lanzarote del Lago, ¿son
compañeros?”. “Ciertamente, señora —le contesta—; primero juró Galván y luego
Lanzarote y lo mismo hicieron los demás, de tal forma que no quedó ninguno de
los que son compañeros en la Tabla”. Cuando oye estas palabras, se aflige tanto
por Lanzarote que parece que va a morir de dolor y no puede evitar que le
lleguen las lágrimas a los ojos. Al cabo de un rato dice con tanto dolor que no
puede más: “Verdaderamente esto es una gran pena, pues sin la muerte de muchos
hombres valerosos no podrá llevarse a fin esta Demanda, ya que tantos valientes
la han emprendido. Me admira cómo mi señor el rey, que es tan prudente, lo ha
podido tolerar, pues sus mejores nobles se irán y los que queden valdrán poco”.
Y entonces comenzó a llorar con mucha amargura, y lo mismo hicieron todas las
damas y doncellas que estaban con ella.
De cómo el Ermitaño aconsejó que los caballeros salieran limpios de pecado
Así se vio turbada toda la corte por la noticia de los que se tenían que
ir. Cuando levantaron los manteles en el gran salón y en las habitaciones, las
damas se reunieron con los caballeros y se renovó la aflicción: cada dama o
doncella, desposada o amiga, dijo a su caballero que iría con él a la Demanda;
pronto habrían estado de acuerdo y lo habrían prometido si no hubiera sido por
un anciano, vestido con hábito de religión, que entró después de cenar. Se
acercó al rey, habló tan alto que todos lo pudieron oír y dijo: “¡Escuchad,
señores caballeros de la Tabla Redonda que habéis jurado la Demanda del Santo
Graal! Me envía Nacián el ermitaño a deciros que nadie lleve, en esta Demanda,
dama ni doncella, pues caerá en pecado mortal, y que nadie comience la empresa
sin estar confesado o que no vaya a confesar, porque nadie debe entrar en un
servicio tan alto sin estar limpio y purgado de todas las bajezas y de todos
los pecados mortales: esta Demanda no es búsqueda de cosas terrenales, sino que
debe ser la persecución de los grandes secretos y misterios de Nuestro Señor y
de los arcanos que el Gran Maestro mostrará abiertamente al bienaventurado
caballero al que Él eleve a la condición de sirviente suyo entre los demás
caballeros terrenales, al que le mostrará las grandes maravillas del Santo
Graal y le hará ver lo que corazón mortal no podría pensar y lengua de hombre
terrenal no podría decir”. Con estas palabras impidió que se llevaran a sus
mujeres o amigas. El rey hizo albergar ricamente al anciano y le preguntó mucho
de su vida, pero él sólo le dijo un poco, pues pensaba en otras cosas que no
eran el rey.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Editora Nacional, 1980, en edición de Carlos Alvar, pp.
45-52.]
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