domingo, 6 de agosto de 2023

El carnaval de los monstruos.- Anne-Sophie Brasme (1984)


Anne-Sophie Brasme – Películas, biografías y listas en MUBI
VI


    «Una vez fui a la biblioteca.
 Joachim había acondicionado un pequeño escritorio al fondo del pasillo. Siempre lo cerraba con llave, pero sus siestas interminables me habían permitido hurgar por toda la casa y apoderarme finalmente del llavero-lo había escondido en un armario, el muy inocente-.
 El escritorio estaba patas arriba, cubierto de papeles y carpetas. Joachim amontonaba ahí todos sus libros, viejos libros muy valiosos, que a duras penas me atrevía a tocar. Antes de abrirlos, me pasaba horas acariciándolos, respirando su olor a polvo, como en los tiempos en que ordenaba libros en la tienda de Arístides.
 Joachim coleccionaba tratados de estética, libros de arte, de historia, o de filosofía. También libros sobre mitos y leyendas, que devoré con vehemencia.
 Regresé cada vez más seguido, hasta pasar ahí todas mis horas de soledad. Leía historias sobre los dioses y la creación del mundo. Aprendí que, antes de que existiera cualquier forma de humanidad, incluso antes de que aparecieran los dioses, el universo había engendrado monstruos. El cielo y la tierra se habían unido para formar criaturas odiosas, hechas de la violencia original. Eran monstruos nacidos de la fecundación del mundo por sí mismo; su fealdad era pura, y su ira, virgen. Pero eran unos monstruos malditos. Nadie los quería. Para impedirles ver la luz del sol, los sepultaron. Un día, una guerra estalló. La edad de los monstruos había pasado. Entonces, los dioses los castigaron.
 A veces los veía en mi cabeza. Veía al pobre Tifón, que se golpeaba en la cabeza con las estrellas. Imaginaba a los Cíclopes, con el cuerpo oxidado de tanto forjar. Y las Gorgonas, tan feas que las habían expulsado a los confines del mundo. Les perdonaba su atrocidad. Soñaba con un final justo, en que todos podrían vengarse del Olimpo.
 Entonces entendí que todas esas leyendas eran reales. Que todavía hoy seguían enterrando vivos a los monstruos, los seguían desterrando de la superficie del mundo para no verlos más. Y me imaginaba que todas las personas feas de la tierra estaban condenadas al exilio y nunca morían. A veces, en la noche, pegaba mi oreja contra el suelo, y las podía escuchar; escuchaba sus lamentos sobrecogidos, sus murmullos. Agazapadas en su asilo subterráneo, me llamaban.
 Descubrí otros textos, antiguos testimonios; probablemente se remontaban a la Edad Media. Leía. A veces me costaba trabajo entenderlos. Estaban escritos en una lengua arcaica. Algunos hablaban de criaturas barrocas con el cuerpo mutilado, directamente salidas del infierno. Otros sostenían haber visto mujeres pariendo perros. Individuos que deambulaban sin piel, con la carne y los órganos al desnudo. Describían hombres que parecían bestias, con cuerpos exhibiendo el sexo como una llaga o una excrecencia anormal. Muchas veces los testimonios estaban acompañados de grabados. Los trazos eran groseros, torpes. Casi risibles. Yo sabía que todas esas historias eran mentira, que las hacían para personas ingenuas, o idiotas. Pero era más fuerte que yo, me lo creía todo. Me asustaba yo sola. Arrodillada en esos cuartos llenos de silencio, me convertía de nuevo en esa niña con angustias sofocadas. Como tantos otros, quedaba cautivada.
 Entonces, me di cuenta que en todas las épocas, en todas las civilizaciones, los monstruos habían sido objetos de una fascinación malsana.
 Me acordé de ese programa de televisión estadounidense en el que invitaban a personas con un físico ingrato para hacerles una cirugía. Miles de espectadores habían mandado sus fotos. La primera afortunada fue una solterona de Alabama. Labios delgados, orejas deformes, nariz grande. Lloró mucho cuando se enteró. Su cara se contrajo con todas sus fuerzas, y su mueca la afeaba todavía más. Se cubrió con las manos, de tanta vergüenza. Seis semanas más tarde reapareció sobre el escenario. Radiante. Sus rasgos se habían afinado; su boca estaba más carnosa, sus ojos ya no tenían ojeras. Habían aprovechado para operarle los senos y cambiarle el guardarropa. Algunos meses después del programa, parece ser que ya le habían pedido la mano.
 Pero, a decir verdad, poco importaba el resultado. La belleza no dura más que un instante; después se apaga, termina por cansar. Lo más importante era ver a los candidatos antes de la operación, y decirse: «Estas personas deben de ser las más feas del país». Peor aún: contemplarlos durante la cirugía, mientras yacían en una cama de hospital con la cara tumefacta, cuando ya no les quedaba nada de humano. Eso era lo que empujaba cada noche a los espectadores a sentarse delante de la televisión: la espantosa y prohibida visión del monstruo.
Un día descubrí una carpeta en un cajón. En la primera página estaba escrito con marcador: “El carnaval de los monstruos -investigaciones 1997/2002-“.
 Los trabajos de Joachim.
El carnaval de los monstruos by Anne-Sophie Brasme Joachim siempre había evitado el tema escrupulosamente. Durante nuestro primer encuentro, fue vago. Me habló de una investigación estética, de poner en duda los modelos de belleza. Le creí, no busqué saber más. Después de todo, no me importaba. En esa época, sólo contaba la imagen novelesca que me había hecho de la situación. Si había respondido a ese anuncio, era nada más para ser contemplada. Todavía ignoraba que nunca podría ser una modelo como cualquier otra, que lo que motivaba al arte de Joachim, más que la admiración, era la repulsión.
 Las primeras páginas eran notas apenas legibles. Esbozos de un proyecto, mil veces tachados. Finalmente entendí que se trataba de un glosario. Mis ojos descifraron algunas frases al azar.
 “Piel: instrumento de reconocimiento táctil. Desprovisto de tejido, el desollado vivo no es más que un cuerpo estéril, desnudado, casi un cadáver ya en descomposición. Cf. las figuras de Miguel Ángel o de Rafael”.
 “Pechos: órganos de la voluptuosidad femenina, envases de leche materna. Envenenados en algunas figuras mortíferas de la mitología”.
 Todo había sido disecado con una minucia casi clínica. Tenía frente a los ojos la autopsia de un monstruo. Esta introducción estaba acompañada por fotocopias bastante confusas, reproducciones de obras de arte. El Saturno de Goya, en su deglución abismal; las figuras terrosas de Dubuffet; los extraños espectros de Giacometti; los cadáveres de Munch. Extractos literarios acompañaban estas investigaciones: descripciones de monstruos kafkianos, pasajes del Apocalipsis, cantos siniestros de El Infierno. Nada faltaba al preludio.
 Lo que seguía me puso la carne de gallina.
 Joachim no se había contentado con hurgar en los libros y las pinturas: también había extraído los modelos más macabros de la vida real. Algunas páginas sólo estaban constituidas por artículos recortados cuidadosamente. Pero a éstas les sucedía un verdadero trabajo de investigación: Joachim había emprendido su propia búsqueda de monstruos. Estaba todo: fotografías, detalles macabros. Sin más tardar, entendí que esos testimonios eran la ilustración real de un preámbulo. La prueba definitiva de que los mitos son más que angustias populares reprimidas: los monstruos existen, están ahí, vivientes, y se esconden. La obra de Joachim había consistido en encontrarlos, todos, sin excepción, y exhibirlos al mundo.
 Así comenzaba el carnaval.
 Una galería titánica de anatomías miserables, reducidas al estado de escorias. Era la colección más espantosa que hubiera visto.
 La primera serie de fotografías estaba dedicada a un enano. La criatura había posado alegremente frente al objetivo de Joachim —reconocí el taller de la calle Péguy—. Sobre el último cliché, el artista aparecía al lado del modelo. Alto, impasible, casi tan horrible como el enano.
 Una decena de otros individuos estaban catalogados de la misma forma. A medida que el desfile avanzaba, eran cada vez más feos y estaban más cerca de las quimeras de Joachim.
 Una anoréxica de treinta kilos, con el cuerpo azulado por las venas. Salía desnuda en la fotografía. Parada frente al objetivo, erguida, con las piernas torcidas.
 Un transexual mutilado después de su operación fallida.
 Un hombre con quemaduras severas que había sobrevivido de milagro.
 Un manco que había nacido así, sin brazos ni manos.
 Y ese loco, en Inglaterra, del que había hablado toda la prensa, que se había sometido a un sinnúmero de operaciones quirúrgicas para hacerse un cuerpo de gato.
 ¿Por qué todas esas personas habían consentido en ser fotografiadas? ¿Qué abominable narcisismo las había empujado a exhibirse así frente a Joachim? De pronto, me heló la sangre una idea espantosa. Una violencia sofocante, el recuerdo de que, como todos ellos, yo había aceptado. Como ellos, había enarbolado mi rostro con más orgullo que si hubiera sido bello.
 Entonces recordé mi lugar entre ellos. Como si hubiera olvidado, por un instante, que el último eslabón del carnaval era yo.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Textofilia, 2012,  en traducción de Julia Piastro, pp. 87-90. ISBN: 978-6077818632.]

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