VI
«Una vez fui a la biblioteca.
Joachim había acondicionado un pequeño escritorio al fondo del pasillo.
Siempre lo cerraba con llave, pero sus siestas interminables me habían
permitido hurgar por toda la casa y apoderarme finalmente del llavero-lo había
escondido en un armario, el muy inocente-.
El escritorio estaba patas arriba, cubierto de
papeles y carpetas. Joachim amontonaba ahí todos sus libros, viejos libros muy
valiosos, que a duras penas me atrevía a tocar. Antes de abrirlos, me pasaba
horas acariciándolos, respirando su olor a polvo, como en los tiempos en que
ordenaba libros en la tienda de Arístides.
Joachim coleccionaba tratados de estética,
libros de arte, de historia, o de filosofía. También libros sobre mitos y
leyendas, que devoré con vehemencia.
Regresé cada vez más seguido, hasta pasar ahí
todas mis horas de soledad. Leía historias sobre los dioses y la creación del
mundo. Aprendí que, antes de que existiera cualquier forma de humanidad,
incluso antes de que aparecieran los dioses, el universo había engendrado
monstruos. El cielo y la tierra se habían unido para formar criaturas odiosas,
hechas de la violencia original. Eran monstruos nacidos de la fecundación del
mundo por sí mismo; su fealdad era pura, y su ira, virgen. Pero eran unos
monstruos malditos. Nadie los quería. Para impedirles ver la luz del sol, los
sepultaron. Un día, una guerra estalló. La edad de los monstruos había pasado.
Entonces, los dioses los castigaron.
A veces los veía en mi cabeza. Veía al pobre
Tifón, que se golpeaba en la cabeza con las estrellas. Imaginaba a los
Cíclopes, con el cuerpo oxidado de tanto forjar. Y las Gorgonas, tan feas que
las habían expulsado a los confines del mundo. Les perdonaba su atrocidad.
Soñaba con un final justo, en que todos podrían vengarse del Olimpo.
Entonces entendí que todas esas leyendas eran
reales. Que todavía hoy seguían enterrando vivos a los monstruos, los seguían
desterrando de la superficie del mundo para no verlos más. Y me imaginaba que
todas las personas feas de la tierra estaban condenadas al exilio y nunca
morían. A veces, en la noche, pegaba mi oreja contra el suelo, y las podía
escuchar; escuchaba sus lamentos sobrecogidos, sus murmullos. Agazapadas en su
asilo subterráneo, me llamaban.
Descubrí otros textos, antiguos testimonios;
probablemente se remontaban a la Edad Media. Leía. A veces me costaba trabajo
entenderlos. Estaban escritos en una lengua arcaica. Algunos hablaban de
criaturas barrocas con el cuerpo mutilado, directamente salidas del infierno.
Otros sostenían haber visto mujeres pariendo perros. Individuos que deambulaban
sin piel, con la carne y los órganos al desnudo. Describían hombres que
parecían bestias, con cuerpos exhibiendo el sexo como una llaga o una
excrecencia anormal. Muchas veces los testimonios estaban acompañados de
grabados. Los trazos eran groseros, torpes. Casi risibles. Yo sabía que todas
esas historias eran mentira, que las hacían para personas ingenuas, o idiotas.
Pero era más fuerte que yo, me lo creía todo. Me asustaba yo sola. Arrodillada
en esos cuartos llenos de silencio, me convertía de nuevo en esa niña con
angustias sofocadas. Como tantos otros, quedaba cautivada.
Entonces, me di cuenta que en todas las
épocas, en todas las civilizaciones, los monstruos habían sido objetos de una
fascinación malsana.
Me acordé de ese programa de televisión
estadounidense en el que invitaban a personas con un físico ingrato para
hacerles una cirugía. Miles de espectadores habían mandado sus fotos. La
primera afortunada fue una solterona de Alabama. Labios delgados, orejas
deformes, nariz grande. Lloró mucho cuando se enteró. Su cara se contrajo con
todas sus fuerzas, y su mueca la afeaba todavía más. Se cubrió con las manos,
de tanta vergüenza. Seis semanas más tarde reapareció sobre el escenario.
Radiante. Sus rasgos se habían afinado; su boca estaba más carnosa, sus ojos ya
no tenían ojeras. Habían aprovechado para operarle los senos y cambiarle el
guardarropa. Algunos meses después del programa, parece ser que ya le habían
pedido la mano.
Pero, a decir verdad, poco importaba el
resultado. La belleza no dura más que un instante; después se apaga, termina
por cansar. Lo más importante era ver a los candidatos antes de la operación, y
decirse: «Estas personas deben de ser las más feas del país». Peor aún:
contemplarlos durante la cirugía, mientras yacían en una cama de hospital con
la cara tumefacta, cuando ya no les quedaba nada de humano. Eso era lo que
empujaba cada noche a los espectadores a sentarse delante de la televisión: la
espantosa y prohibida visión del monstruo.
Un día descubrí una carpeta en un
cajón. En la primera página estaba escrito con marcador: “El carnaval de los
monstruos -investigaciones 1997/2002-“.
Los trabajos de Joachim.
Joachim siempre había evitado el tema
escrupulosamente. Durante nuestro primer encuentro, fue vago. Me habló de una
investigación estética, de poner en duda los modelos de belleza. Le creí, no
busqué saber más. Después de todo, no me importaba. En esa época, sólo contaba
la imagen novelesca que me había hecho de la situación. Si había respondido a
ese anuncio, era nada más para ser contemplada. Todavía ignoraba que nunca
podría ser una modelo como cualquier otra, que lo que motivaba al arte de Joachim,
más que la admiración, era la repulsión.
Las primeras páginas eran notas apenas
legibles. Esbozos de un proyecto, mil veces tachados. Finalmente entendí que se
trataba de un glosario. Mis ojos descifraron algunas frases al azar.
“Piel: instrumento de reconocimiento táctil.
Desprovisto de tejido, el desollado vivo no es más que un cuerpo estéril,
desnudado, casi un cadáver ya en descomposición. Cf. las figuras de Miguel
Ángel o de Rafael”.
“Pechos: órganos de la voluptuosidad femenina,
envases de leche materna. Envenenados en algunas figuras mortíferas de la
mitología”.
Todo había sido disecado con una minucia casi
clínica. Tenía frente a los ojos la autopsia de un monstruo. Esta introducción
estaba acompañada por fotocopias bastante confusas, reproducciones de obras de
arte. El Saturno de Goya, en su deglución abismal; las figuras terrosas de
Dubuffet; los extraños espectros de Giacometti; los cadáveres de Munch.
Extractos literarios acompañaban estas investigaciones: descripciones de
monstruos kafkianos, pasajes del Apocalipsis, cantos siniestros de El Infierno.
Nada faltaba al preludio.
Lo que seguía me puso la carne de gallina.
Joachim no se había contentado con hurgar en
los libros y las pinturas: también había extraído los modelos más macabros de
la vida real. Algunas páginas sólo estaban constituidas por artículos
recortados cuidadosamente. Pero a éstas les sucedía un verdadero trabajo de
investigación: Joachim había emprendido su propia búsqueda de monstruos. Estaba
todo: fotografías, detalles macabros. Sin más tardar, entendí que esos
testimonios eran la ilustración real de un preámbulo. La prueba definitiva de
que los mitos son más que angustias populares reprimidas: los monstruos
existen, están ahí, vivientes, y se esconden. La obra de Joachim había
consistido en encontrarlos, todos, sin excepción, y exhibirlos al mundo.
Así comenzaba el carnaval.
Una galería titánica de anatomías miserables,
reducidas al estado de escorias. Era la colección más espantosa que hubiera
visto.
La primera serie de fotografías estaba
dedicada a un enano. La criatura había posado alegremente frente al objetivo de
Joachim —reconocí el taller de la calle Péguy—. Sobre el último cliché, el
artista aparecía al lado del modelo. Alto, impasible, casi tan horrible como el
enano.
Una decena de otros individuos estaban
catalogados de la misma forma. A medida que el desfile avanzaba, eran cada vez
más feos y estaban más cerca de las quimeras de Joachim.
Una anoréxica de treinta kilos, con el cuerpo
azulado por las venas. Salía desnuda en la fotografía. Parada frente al
objetivo, erguida, con las piernas torcidas.
Un transexual mutilado después de su operación
fallida.
Un hombre con quemaduras severas que había
sobrevivido de milagro.
Un manco que había nacido así, sin brazos ni
manos.
Y ese loco, en Inglaterra, del que había
hablado toda la prensa, que se había sometido a un sinnúmero de operaciones
quirúrgicas para hacerse un cuerpo de gato.
¿Por qué todas esas personas habían consentido
en ser fotografiadas? ¿Qué abominable narcisismo las había empujado a exhibirse
así frente a Joachim? De pronto, me heló la sangre una idea espantosa. Una
violencia sofocante, el recuerdo de que, como todos ellos, yo había aceptado.
Como ellos, había enarbolado mi rostro con más orgullo que si hubiera sido
bello.
Entonces recordé mi lugar entre ellos. Como si
hubiera olvidado, por un instante, que el último eslabón del carnaval era yo.»
[El texto pertenece a la edición
en español de Editorial Textofilia, 2012,
en traducción de Julia Piastro, pp. 87-90. ISBN: 978-6077818632.]
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