Libro primero
Capítulo I: El rescate de César
«La historia de la piratería no es, pues, tan sólo una crónica espantosa
de violaciones de la Ley, algo más que una serie de relatos románticos, en los
que por turno representan su papel, el oro, la lucha y la aventura; tiene a
pesar de todo, su lado divertido, su ciencia extraña, sus incidentes grotescos;
en suma, refleja lo extravagante en la naturaleza humana. Acompañando al
capitán Sharp en el viaje más asombroso que jamás haya sido hecho por un
pirata, vemos a uno de sus prisioneros, un noble español, combatir la monotonía
de la vida a bordo, contando historias en las que aparecían personajes tales
como cierto sacerdote que, habiendo bajado a tierra en el Perú, posaba
tranquilamente ante los ojos maravillados de diez mil indios, su crucifijo
sobre el lomo de dos rugientes leones, los cuales se sentaron en seguida y le adoraron, abandonando luego el lugar a
dos tigres deseosos de imitar su ejemplo. Compartimos los terrores de Ludolfo
de Cucham quien escribió en 1350 un catálogo de los peligros atribuidos a los
monstruos acuáticos, y particularmente al puerco marino, animal que acostumbra a emerger junto a las naves y a mendigar… Si el
marino le tira un poco de pan, el monstruo se aleja; y en caso de que no quiera
alejarse, entonces la vista del rostro furioso de un hombre encolerizado basta
para ahuyentarlo. Si el marino tiene miedo, debe guardarse de mostrarlo: Debe
mirarlo con aire altivo y severo y no dejar traslucir su susto, porque de lo
contrario el monstruo no huirá, sino que morderá, destrozando el navío. Y
si bien no podemos menos de sentir profunda aflicción ante los relatos de los
sufrimientos infligidos a los cristianos caídos en cautiverio, nos alegramos,
en cambio, porque esto ofreciera al buen San Vicente de Paul la oportunidad de
estudiar la alquimia, ciencia que le sería tan útil en lo sucesivo; y
simpatizamos con sir Jeffery Hudson, el enano batallador de Carlos I, que se
quejaba de que los trabajos forzados del cautiverio le hubieran hecho crecer de
un pie y seis pulgadas a más de tres pies.
Tampoco carece de humorismo el célebre rapto
llevado a cabo por piratas del Mar Egeo, el año 78 antes de nuestra era, y que,
si hubiese terminado de una manera un poco distinta, habría podido cambiar
totalmente el curso de la historia del mundo.
En aquel año, cierto joven aristócrata romano,
envuelto en turbulentas riñas familiares, y expulsado de Italia por el dictador
Sila porque se había adherido al partido de Mario, rival desterrado de aquél,
navegaba hacia la isla de Rodas. Siendo un joven lleno de ambición y no
teniendo nada mejor que hacer mientras la estancia en Roma le quedase
prohibida, había decidido emplear el tiempo perfeccionándose en un arte en que,
según los dichos de sus preceptores, estaba lejos de brillar: el de la
elocuencia. Con tal objeto acababa de inscribirse en la academia del afamado
profesor Apolonio Molo.
Mientras el buque costeaba la isla de
Farmacusa, a la altura de las rocosas riberas de Caria, viéronse de pronto
algunas embarcaciones de forma larga y baja, que se aproximaban rápidamente. El
barco romano era lento y como, además, se calmaba la brisa, toda esperanza de
escapar a los piratas se desvanecía ante la velocidad de aquellas naves de
largos remos movidos por vigorosos brazos de esclavos. Arriando su pequeña vela
auxiliar, el buque esperó el abordaje de las canoas de punta afilada, y poco
tiempo después, su puente se cubrió de una turba de gente morena.
El jefe de los piratas lanzó una mirada
circular sobre los grupos de asustados pasajeros; inmediatamente, su vista fue
herida por el espectáculo de un joven aristócrata, vestido elegantemente según
la última moda de Roma, y que sentado en medio de sus servidores y esclavos, se
entregaba a la lectura. Yendo derecho a él, el pirata le preguntó quién era;
pero el joven, habiéndole lanzado una mirada desdeñosa, continuó leyendo. El
pirata, enfurecido, se dirigió entonces a uno de los compañeros del noble
romano, su médico Cina, el cual le reveló el nombre de su prisionero: era Cayo
Julio César. Se planteó la cuestión del rescate. El pirata deseaba saber la
suma que César aceptaba pagar por recobrar su propia libertad y la de sus
criados. Como el romano no se dignó siquiera contestar, el capitán se volvió
hacia su ayudante, pidiéndole su opinión acerca del valor que representaba el
grupo. Este experto, después de examinarlo detenidamente uno por uno, estimó
que diez talentos representarían una suma razonable.
El capitán, irritado por el aire superior del
joven aristócrata, le cortó la palabra, diciendo:
—Pues bien, voy a doblarla. Veinte talentos:
éste es mi precio.
Esta vez, César abrió la boca. Frunciendo el
ceño, declaró:
—¿Veinte? Si conocieses tu oficio, te darías
cuenta de que valgo cuando menos cincuenta.
El pirata se sobresaltó. No acostumbraba ver a
un prisionero que se creía lo bastante importante para pagar de buen grado un
rescate de cerca de doce mil libras en vez de las tres mil pedidas. Sin
embargo, le cogió la palabra al joven romano; después le hizo arrojar a una de
las embarcaciones junto con los demás cautivos, a fin de que esperase en la
guarida de los piratas el regreso de los negociadores enviados a reunir el
rescate.
César y sus compañeros fueron alojados en
algunas chozas de una aldea ocupada por los piratas. El joven romano pasaba el
tiempo entregándose cada día a ejercicios físicos: corría, saltaba, lanzaba
piedras gruesas, compitiendo a menudo con sus raptores. En sus horas menos
activas, escribía poemas o bien componía discursos. Caída la noche, se reunía
frecuentemente con los piratas en torno al fuego, ensayando con ellos el efecto
de sus versos o de su elocuencia. Los piratas, según nos es relatado, tenían
una opinión muy desfavorable de unos y otra, y se la manifestaban con un candor
desprovisto de delicadeza. Hay que pensar que su gusto literario era mediocre o
que los versos de César, hoy perdidos, no alcanzaban el nivel artístico de la
prosa que escribiera después.
Debía ser una vida extraña para el joven
descrito por Sila como un muchacho con faldas.
Todos los testigos concuerdan, sin embargo, en
declarar que ocultaba, por debajo de sus múltiples afectaciones, un espíritu
resuelto e intrépido.
Como auténtico romano, no solamente
despreciaba a sus aprehensores por sus modales groseros y su falta de
educación, sino que les reprochaba sus defectos. Y tuvo un placer maligno en
describirles lo que les sucedería si alguna vez la pandilla cayese entre sus
manos, prometiéndoles solamente que les haría crucificar a todos. Los piratas,
más que enfurecidos ante sus amenazas, regocijados por sus maneras afeminadas,
le miraban con una especie de respetuosa condescendencia, considerando la
promesa de una crucifixión como una estupenda broma. Cierta noche en que, según
su costumbre, se habían quedado hasta horas avanzadas en torno al fuego,
bebiendo y manifestando en forma ruidosa, aunque poco musicalmente, su
animación, su embarazoso prisionero mandó a uno de sus criados a notificar al
capitán su deseo de que hiciera callar a sus hombres que estorbaban su reposo.
Su demanda fue respetada: el jefe ordenó a su tripulación que cesara el
alboroto.
Por fin, al cabo de treinta y ocho días,
regresaron los negociadores trayendo la noticia de que el rescate de cincuenta
talentos acababa de ser depositado en manos del legado Valerio Torcuato, y
César con sus compañeros fueron embarcados a bordo de un buque y enviados a
Mileto. El reunir una suma tan considerable había tomado un tiempo más largo de
lo que se creía, pues Sila, después de haber desterrado a César, había
confiscado todos sus bienes y también los de su esposa Cornelia. En tales
circunstancias, el joven habría hecho mejor en darse un poco menos de
importancia.
A la llegada a Mileto, el rescate fue
entregado a los piratas, y César bajó a tierra deseoso de poner en ejecución el
plan decidido. Pidió prestado a Valerio cuatro galeras de guerra y quinientos
soldados, y se puso en marcha hacia Farmacusa. Al llegar allí tarde en la
noche, encontró, como había esperado, toda la pandilla ocupada en celebrar su
buena fortuna con una orgía de vituallas y bebida. Sorprendidos de improviso,
los piratas no pudieron oponer ninguna resistencia y tuvieron que entregarse,
salvo unos pocos que lograron huir. César había hecho cerca de trescientos
cincuenta prisioneros, teniendo además la satisfacción de recuperar sus
cincuenta talentos. Después de embarcar a sus antiguos anfitriones en las
galeras, hizo echar a pique en aguas profundas todos los navíos de los piratas;
luego alzó velas dirigiéndose hacia Pérgamo, donde Junio, pretor de la
provincia de Asia Menor, tenía su cuartel general.
Llegado a Pérgamo, César encerró a sus
prisioneros en una fortaleza bien guardada y se fue a hablar con el pretor.
Supo entonces que este funcionario, la única autoridad que tenía derecho a
infligir la pena capital, se encontraba libre de servicio. César salió en su
busca y habiéndose reunido con él, le contó someramente lo que le había
sucedido; añadiendo que había dejado en Pérgamo, bajo buena custodia, a toda la
banda con el botín, y que pedía a Junio una carta autorizando al gobernador
interino de Pérgamo para ejecutar a los piratas o por lo menos a sus jefes.
Pero Junio no aprobaba tal intención. No le
gustaba aquel joven autoritario que trastornaba de una manera tan inesperada la
tranquilidad de su gira pretoriana, y que suponía que bastaba con que mandase,
para que el gobernador general de Asia Menor se apresurara a obedecer. Había,
además, otras consideraciones. El sistema según el cual los mercaderes pagaban
tributo a los piratas a cambio de su inmunidad, tenía el carácter sagrado de
una vieja costumbre que después de todo no funcionaba tan mal. Si Junio
accediese a los deseos de César, los sucesores de los piratas, extranjeros a no
dudar, se mostrarían más rapaces de lo que habían sido los ejecutados. Y
además, ¿no era hecho admitido el que los funcionarios del grado del pretor,
estacionado lejos de Roma en los puestos avanzados del Imperio, estuviesen allí
no solamente para servir el Estado, sino también para sacar de su función algún
beneficio en previsión del día en que habrían de retirarse a la vida civil en
Roma? Aquella pandilla de piratas era rica y podía esperarse que manifestaría
de manera conveniente su gratitud hacia el gobernador si éste ejerciese su
prerrogativa de clemencia, devolviéndoles la libertad.
Pero habría tomado demasiado tiempo explicar
todos esos complejos asuntos de Estado, a un joven que además le era tan
antipático, y con quien una conversación parecía imposible. Conque prometió a
César que se ocuparía del asunto a su regreso a Pérgamo, y que le informaría
luego de su decisión.
César comprendió. Saludó al gobernador, se
retiró y, forzando a los caballos, cumplió en un solo día el viaje de vuelta a
Pérgamo. Sin cambiar los acontecimientos por autoridad propia (es probable que
la nueva situación en Roma fuera ignorada en las provincias), hizo ejecutar en
la prisión a los piratas, reservando a los treinta principales para la suerte
que les había prometido. Cuando los cabecillas aparecieron ante él cargados de
cadenas, César les recordó su promesa, pero añadió que queriendo mostrarse
agradecido por las bondades que tuvieron para con él, iba a concederles un
supremo favor: antes de ser crucificados, mandaría degollarlos.
Arreglado el asunto, César prosiguió su viaje
y entró, tal como lo había deseado, a la excelente escuela de arte oratorio de
Apolonio Molo.
Sería absurdo, por supuesto, pretender que
todos los piratas hubieran sido héroes o humoristas, y que su exterminación no
haya constituido un beneficio para la humanidad. Sus virtudes son más fáciles
de apreciar ahora que han muerto que cuando estaban en vida; la mayor parte de
ellos, a excepción de los más grandes, han sido unos pequeños canallas, más
ávidos de atacar a mujeres que a hombres, y que preferían el engaño al combate.
Mil seiscientos años después del asunto del rescate de César, otro prisionero
ilustre que había caído entre sus manos, fue tratado con crueldad tal que
faltaba poco para que el mundo perdiera a uno de sus más grandes genios
literarios: a Miguel de Cervantes. Otros miles de hombres de menor importancia
han sido enviados a pudrirse en las galeras, donde morían degollados por una
pequeñez. Mas después de todo, los piratas fueron hombres (aunque, según verá el
lector, a veces han sido mujeres), y, como tales revelan la infinita variedad
de lo que llamamos la naturaleza humana. La historia de los piratas tal vez sea
una historia de hombres perversos; pero no por eso es menos una historia de
hombres.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Editorial Renacimiento, 2003, en traducción de Rodolfo
Selke, pp. 14-20. ISBN: 978-8484721239.]
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