domingo, 27 de agosto de 2023

Berlín.- Theodor Plievier (1892-1955)


Theodor Plievier - Wikipedia, la enciclopedia libre
Segunda parte

Un refugio

  «A las tres de la tarde entraron los rusos en el refugio Herzberge.
 "¡Ya están aquí!" "¡Todo ha terminado!" "¡Nos cortarán la cabeza!", decían unos. "No hay que perder la serenidad." "No ocurrirá nada", decían unos pocos. Todos contenían el aliento.
 Haderer había escogido a cinco mujeres entre las más hermosas y atractivas del refugio. Las mujeres aguardaban en la entrada, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Todas iban provistas de cigarrillos y tazas llenas de un café que ya había sido recalentado tres o cuatro veces. Cerca de ellas aguardaba Haderer. No lejos del zapatero andaba Reimann, el cerrajero, que le había ayudado a preparar el refugio para el momento de la ocupación. Las mujeres, que tenían el corazón en un puño, miraban de la manera más simpática y natural que les era posible.
 Un espantoso griterío; disparos; polvo. Unas balas que se incrustan en el techo, del que cae una llovizna de yeso. Aparece un jinete tocado de una zamarra de cuero. El caballo alzó las patas delanteras y pateó en el aire. Un sable brilló entre el polvo. Los cigarrillos y las tazas de café cayeron al suelo. El viejo Haderer no pudo hacer su discurso. Sus ojos relampaguearon. Alguien le dio un golpe y cayó al suelo. Y lo mismo les sucedió a quienes estaban junto a la entrada. El cerrajero Reimann se adelantó y dijo: "¡Sdrasdvuitje!" "¡Bien venidos!" y en seguida añadió: "Yo, comunista." Una múltiple carcajada fue la respuesta. Un gigante le cogió por las caderas, lo levantó, lo echó contra el suelo y gritó: "¡Un comunista!" "¡Un idiota!" "Mirad: él, comunista, sin necesidad de serlo." "Nadie le ha obligado." "¡Idiota!" Reimann recibió algunos golpes de sus compañeros. El jinete caucasiano se apeó del caballo, y se abalanzó sobre una de las mujeres de la comisión receptora, que era una carnicera de rostro colorado, y la tumbó en el suelo. Sus compañeras también fueron tumbadas por los recién llegados, que estaban completamente borrachos. Veinte, treinta, cincuenta rostros descompuestos por el vodka se agitaban en la entrada del refugio. Iban a la caza de fascistas y para ello habían vaciado antes algunas botellas. Un tremendo griterío les acompañó a lo largo del pasillo. Las mujeres de la comisión receptora y las que estaban acurrucadas en las habitaciones próximas a la entrada recibieron el primer embate de la oleada. Las de la comisión no podían levantarse siquiera, pues los hombres se les echaban encima, uno tras otro, como bestias. Y todos, mientras permanecían sobre ellas, las apuntaban con sus pistolas.
 Fueron revueltos los baúles y las maletas. Las mujeres no dejaban de gritar. Los niños presenciaban espantosas escenas de violencia. Sonaron disparos y muchos hombres cayeron muertos y heridos. Algunos trataban de huir.
 El refugio de Herzberge se había convertido en un manicomio.
 El viejo Haderer abrió los ojos. Tenía gusto de sangre en la boca. A su lado estaba la carnicera que él había designado para formar parte de la comisión receptora. La mujer se había convertido en un desfigurado pelele. Un poco más allá sollozaba otra mujer. Desde el interior del refugio llegaban gritos, llantos y quejidos.
 - ¡Uri! ¡Uri!
 - ¡Mujer, ven!
 Horrible herejía; espantosa idolatría. Se sintió acusado por aquel dramático espectáculo en el que las mujeres caían bajo el peso de los soldados. Aquellas mujeres deshonradas, manoseadas y sucias… Escondió el rostro. Aquello era algo peor que su boca ensangrentada y sus dientes rotos. Se sintió desfallecido, incapaz de hacer nada. Le sucedió lo que antes, tiempo atrás, le había ocurrido a Gnotke. Su inocencia se rebeló contra todo aquello. Y renegó de todo. Su mano, que durante tantos años había estado manejando el martillo, se había convertido en algo inútil. Se arrastró junto a la pared y, como pudo, avanzó entre montones de hombres y mujeres que yacían en el suelo. ¡Aquellos locos, salvajes, apóstatas! ¡Fascistas! ¡No saben que todos los refugiados a quienes están asesinando son trabajadores! Cruzó la puerta del refugio y salió al aire libre. No podía esconderse en ningún lado. Una fila de refugiados, todos ellos cargados con sus enseres, avanzaba por el parque. Apareció una nube de jinetes. Las mujeres fueron separadas de la fila. Cayeron baúles, maletas, y paquetes. Todo quedó revuelto sobre la calle. Las plumas de un colchón volaron por el aire.
 Domingo negro en Weissense.
 Domingo negro. ¿Qué es lo que ocurrió? El pueblo de San Petersburgo, con el sacerdote Gapón a la cabeza, se manifestó por las calles de la ciudad como protesta contra aquellos atropellos de que era objeto. Y de pronto un batallón de cosacos se abalanzó sobre ellos y los pisoteó y los golpeó. Haderer se acordó de ese sucedido histórico. ¿De qué ha servido eso? ¿Es que el pasado no es más que literatura? El hijo de quien hace unos años fue pisoteado por los caballos de los cosacos hace ahora lo mismo con esa gente.
 Eso sucedió al otro extremo de Berlín, en el distrito de Mariendorf, no lejos de la carretera que conduce a Zossen, en el mismo sótano donde el coronel Zecke se había refugiado en compañía del Director Knauer, el fotógrafo Putlitzer y su esposa y otros inquilinos.
 - ¡Mujer, ven! ¡Y tú, hombre, apártate!
 El hombre tenía que marcharse; no podía permanecer allí y contemplar la escena.
 - Vete, Heiner -rogó Anna Putlitzer a su marido.
 ¡Qué podía hacer él! ¡Qué quería hacer! ¡Dejarse matar!
 Alguien la cogió de la muñeca. ¿Dónde quería llevarla? Luego la levantaron y la precipitaron contra el suelo. El sótano estaba lleno de sombras. Los recién llegados no eran más que sombras. Únicamente vio el rostro del hombre que la arrojó al suelo. Nunca olvidaría aquella cara en la que brillaban unos ojos negros, y aquella boca, y aquel olor a sudor, porquería y alcohol…
 - Vete, Heiner…
 Heinrich Putlitzer salió tambaleándose de la habitación. Un soldado le fue apuntando con el arma. Las dos hermanas Quappendorf se agitaron de un lado a otro: la pequeña comenzó a llorar y la mayor, que era maestra, quiso escabullirse, pero un soldado la cogió por el cogote y la obligó a quedarse donde estaba.
 - ¡Al patio! ¡Todos los hombres, al patio!
 El refugio fue desalojado, Putlitzer, Knauer, el viejo impresor Riebeling, el redactor Quappendorf subieron las escaleras y se dirigieron hacia un mundo totalmente cambiado.
 Sus ojos estaban acostumbrados a la escasa claridad de las velas. Habían estado cinco días sin ver la luz del sol. Y bajo el fuego de la artillería, el estrépito del "organillo" de Stalin y el estallido de las bombas de aviación habían perdido la noción del día y de la noche.
 Ya no era su patio. Aquel patio en forma de herradura, bordeado de plantas estaba totalmente cambiado. Antes, a la salida del sótano, se encontraba uno con un patio como tantos otros que existían en Mariendorf y ahora, en cambio, al salir del sótano se desembocaba en una especie de aduar. Era como si una caravana se hubiera detenido allí. Era Asia, y olía a paja y a estiércol. Había carros desenganchados. Una yegua daba de mamar a un potrillo de largas y delgadas patas. A lo lejos se veía el resplandor de grandes hogueras. El cielo aparecía teñido de rojo y sobre el canal Teltow había una gran humareda.
 Los rusos se abrían paso hacia Tempelhof.
 - ¡Tú, nazi! -dijo alguien al director.
 - ¡Tú también, nazi! -gritaron a Putlitzer.
 - ¡Tú también!… ¡Todos, nazi! ¡Todos a la pared!
Riebeling, Putlitzer, Knauer y el viejo Rector fueron empujados hacia la pared. Luego fue traído un muchacho de cabellos rubios y revueltos. Era el hijo del rector Quappendorf, que había pertenecido a las S.S. y ahora vestía de paisano.
BERLIN: Amazon.es: Plievier, Theodor: Libros ¡Qué espantosa equivocación! El impresor Riebeling había estado aguardando a los rusos, sus liberadores. En cierta ocasión, en noviembre de 1919, desde la central de telégrafos había comunicado con Moscú. "Aquí Riebeling…" "Aquí Chicherin, Moscú." "Le ordeno, camarada Riebeling, que vaya en busca del camarada Liebknecht". Tenía que hablar; era preciso que se explicase. Su boca se abrió: "Moscú, Moscú; aquí Riebeling; el camarada Riebeling está ante el paredón". Pero un duende silenció sus palabras, que ni él mismo pudo oír. El rector Quappendorf pensó en su mujer. ¡Qué suerte que no haya tenido que presenciar esta escena! Y Else, Margot y Lisbeth están en el sótano. Y el chico, ¡pobre chico! Juntó las manos, pero no fue una oración lo que le venía a la boca, sino unos pasajes del último discurso de Goebbels: "Los rusos están a punto de estrellarse, de estrellarse, de estrellarse…" Knauer estaba preparado para el final. Todavía esperaba menos de los rusos que de la Gestapo. Halen había ido dos días antes en busca de su padre. Fue una suerte que los rusos no la pillaran en el refugio. Lo último que vería en este mundo sería aquel grupo de pequeños caballos y aquel potrillo mamando de la yegua.
 Riebeling, Knauer, Putlitzer, un viejo de setenta años y un joven de diecisiete estaban ante la pared. Un relámpago cruzó ante sus ojos y el mundo se vino abajo.
 Una salva. Unos trozos de yeso saltaron de la pared.
 Los disparos pasaron silbando sobre sus cabezas. Todavía no había llegado el final. Los soldados volvieron a enfundar sus pistolas. Carcajadas y gritos. Y golpes. Todo había sido una broma. El fusilamiento había sido una broma. Y, sin embargo, ahora era cuando los cinco hombres se sintieron morir. Tuvieron que apoyarse en la pared. Uno se ensució en los pantalones, otro vomitó y un tercero se puso a llorar.
 Y en medio de su desgracia se vieron obligados a contemplar un tremendo espectáculo, que cada cual interpretó de un modo diferente. El patio estaba lleno de coches, carros y caballos y desde el patio se divisaba un paisaje abierto hasta el canal. Postes caídos, hilos telefónicos rotos, una fachada con grandes boquetes. Una fantasmal caravana de soldados que marchaba hacia el frente. De pronto, la tierra sufrió una tremenda sacudida. El cielo se oscureció y se tiñó de un color rojo oscuro y los postes del telégrafo, las ruinas, los soldados, los caballos se hundieron en la oscuridad.
 El patio volvió a ser un patio en el que había unos soldados acampados.
 El puente de Teltow acababa de volar por los aires.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 1961, en traducción de Tristán La Rosa, pp. 151-154. Depósito legal B. 9.939. – 1961.]

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