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domingo, 21 de mayo de 2017

"Monadología".- Gottfried W. Leibniz (1646-1716)


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«Nuestros razonamientos están fundados en dos grandes principios, el de contradicción, en virtud del cual juzgamos falso lo que encierra contradicción y verdadero lo que es opuesto a, o contradictorio con, lo falso. (Teodicea, §§ 44 y 169)
 Y el de razón suficiente, en virtud del cual consideramos que no puede encontrarse ningún hecho verdadero o existente, ni ninguna enunciación verdadera sin que haya una razón suficiente para que sea así y no de otro modo. A pesar de que esas razones muy a menudo no pueden ser conocidas por nosotros. (Teodicea, §§ 44 y 196)
 Hay dos clases de verdades: las de razonamiento y las de hecho. Las verdades de razonamiento son necesarias y su opuesto es imposible , y las de hecho son contingentes y su opuesto es posible. Cuando una verdad es necesaria, se puede encontrar su razón por medio del análisis, resolviéndola en ideas y verdades más simples hasta que se llega a las primitivas. (Teodicea, §§ 170, 174, 189, 280-282, 367, Resumen Teodicea, objeción 3.)
 Así es como, entre los matemáticos, los teoremas de especulación y los cánones de práctica son reducidos mediante el análisis a las definiciones, axiomas y postulados.
 Por último, hay ideas simples de las que no es posible dar definición; también hay axiomas y postulados o, en una palabra, principios primitivos que no podrían ser probados y no tienen necesidad de ello; y éstos son las enunciaciones idénticas, cuyo opuesto contiene una contradicción expresa.
 Pero la razón suficiente debe encontrarse también en las verdades contingentes o de hecho, es decir, en la serie de las cosas difundidas por el universo de las criaturas; en donde la resolución en razones particulares podría descender hasta un detalle sin límites, a causa de la inmensa variedad de las cosas de la Naturaleza y de la división de los cuerpos al infinito. Hay una infinidad de figuras y de movimientos presentes y pasados que entran en la causa eficiente de mi escritura actual, y hay una infinidad de pequeñas inclinaciones y disposiciones de mi alma, presentes y pasadas, que entran en la causa final. (Teodicea, §§ 36, 37, 44, 45, 49, 52, 121, 122, 337, 340, 344)
 Y como todo este detalle no encierra sino otros contingentes anteriores o más detallados, cada uno de los cuales precisa también de un análisis semejante para dar razón de él, no se ha avanzado nada: es necesario, pues, que la razón suficiente o última se halle fuera de la sucesión o serie de este detalle de contingencias, por infinito que pudiera ser.
 Por eso, la última razón de las cosas debe estar en una sustancia necesaria, en la que el detalle de los cambios no se halle sino eminentemente, como en su origen. Y esto es lo que llamamos Dios. (Teodicea,  § 7)
 Ahora bien, siendo esta sustancia una razón suficiente de todo ese detalle que, a su vez, está trabado por todas partes, no existe más que un Dios y este Dios basta.
 Se puede juzgar también que esta Sustancia Suprema que es única, universal y necesaria, al no tener fuera de sí nada que no dependa de ella y al ser una consecuencia simple del ser posible, debe ser incapaz de límites y contener tanta realidad como sea posible.
 De donde se sigue que Dios es absolutamente perfecto, no siendo la perfección sino la magnitud de la realidad positiva tomada estrictamente, dejando de lado los límites o confines en las cosas que los tienen. Y allí donde no hay límites en absoluto, es decir, en Dios, la perfección es absolutamente infinita. (Teodicea,  § 22 y Prefacio § 4.a.)
 Se sigue también que las criaturas reciben sus perfecciones de la influencia de Dios, pero que sus imperfecciones provienen de su propia naturaleza, incapaz de ser sin límites. Pues en esto se distinguen de Dios. (Teodicea, §§ 20, 27-31, 153, 167, 377 y ss., 30, 380 y Resumen, objeción 5)
 También es cierto que en Dios está no sólo el origen de las existencias, sino también el de las esencias, en tanto que son reales, o de lo que hay de real en la posibilidad. Ello es debido a que el entendimiento de Dios es la región de las verdades eternas, o de las ideas de las que dependen, y a que sin él no se daría nada real en las posibilidades y no sólo nada existente, incluso tampoco nada posible. (Teodicea, § 20)
 Pues es en efecto necesario que, si hay alguna realidad en las esencias o posibilidades, o bien en las verdades eternas, esa realidad se funde en algo existente y actual, y, por consiguiente, en la existencia del Ser Necesario, en el cual la esencia incluye la existencia, o en el cual es suficiente ser posible para ser actual. (Teodicea, §§ 184, 189, 335)
 Así, sólo Dios (o el Ser Necesario) goza del siguiente privilegio: que es necesario que exista si es posible. Y como nada puede impedir la posibilidad de lo que no encierra ningún límite, ninguna negación y, por consiguiente, ninguna contradicción, esto sólo basta para conocer la existencia de Dios a priori. También la hemos probado por la realidad de las verdades eternas.
 Pero acabamos de probarla también a posteriori, puesto que existen seres contingentes que no pueden tener su razón última  o suficiente sino en el Ser Necesario, que tiene la razón de su existencia en sí mismo.
 Sin embargo, no cabe imaginar en absoluto, como algunos, que las verdades eternas, siendo dependientes de Dios, son arbitrarias y dependen de su voluntad, tal como parece haber concebido Descartes y después Poiret. Esto no es cierto más que en lo que hace referencia a las verdades contingentes, cuyo principio es la conveniencia o elección de lo mejor; por el contrario, las verdades necesarias dependen únicamente de su entendimiento y son  su objeto interno. (Teodicea, §§ 180-184, 185, 335, 351, 380)
 Por tanto, sólo Dios es la Unidad Primitiva o la sustancia simple originaria, de la cual todas las Mónadas creadas o derivadas son producciones; éstas nacen, por así decirlo, por fulguraciones continuas de la divinidad, de momento en momento, limitadas por la receptividad de la criatura, a la cual le es esencial ser limitada. (Teodicea, §§ 382-391, 398, 395).»

 

domingo, 18 de diciembre de 2016

"Alma primitiva".- Lucien Lévy-Bruhl (1857-1939)


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 Capítulo IV: Elementos y límites de la individualidad (continuación)
 V

« Para nosotros la semejanza consiste en una relación entre dos objetos de los cuales uno reproduce al otro. Nuestra imagen, lo mismo que nuestra sombra, que es nuestra imagen en el suelo, o el reflejo de nuestra persona en el agua, resulta algo exterior a nuestra persona. La imagen es, ciertamente, una reduplicación de nosotros mismos y en este sentido nos afecta muy de cerca. Decimos al mirarla: "Soy yo". Pero sabemos al mismo tiempo que experimentamos con ello una semejanza, no una identidad. Mi imagen tiene una existencia distinta de la mía y su suerte no tiene influencia alguna sobre mi destino. Para la mentalidad primitiva sucede de otro modo. La imagen no es una reproducción del original distinto de éste. Es este mismo original. La semejanza no es simplemente una relación efectuada por el pensamiento. En virtud de una participación íntima, la imagen, lo mismo que la pertenencia, es consustancial al individuo. Mi imagen, mi sombra, mi reflejo, mi eco, etc., soy yo mismo, y hay que entender esto al pie de la letra. Quien posea mi imagen me tendrá en su poder. De ahí la práctica universal de la hechicería que no difiere en nada de otras formas, tan variadas, de embrujamiento por medio de las pertenencias.
 Pero quizás se diga que hasta el primitivo más primitivo sabe muy bien que su imagen o su sombra es una cosa y que él mismo es otra. Cuando su sombra se proyecta sobre el suelo o cuando su imagen aparece en el agua, se reconoce sin duda, pero las ve distinto a él mismo. Por íntima que sienta la relación de esta imagen con su persona, no las confunde la una con la otra. Las percibe separadamente, igual que nosotros. Todo esto es verdad, pero este hecho no contradice lo que antes decíamos. En las representaciones de la mentalidad primitiva, lo que predomina de ordinario no es, como en las nuestras, los elementos que llamamos objetivos, suministrados y controlados por la experiencia. Son los elementos místicos. Se ha visto esto ya por lo que se refiere a las pertenencias. Ateniéndose a los datos de la percepción sensible y de la experiencia objetiva, para el primitivo, al igual que para nosotros, su sudor, sus excrementos, las huellas de sus pasos, los vestidos que ha llevado, los instrumentos que ha manejado, en una palabra, todas sus pertenencias, son objetos exteriores a su persona: no puede ignorarlo. Pero las siente y se las representa como partes integrantes de su individualidad. Ellas son él mismo y sus actos prueban de manera indudable que esta convicción es preponderante en su espíritu. No es del todo combatida por la experiencia objetiva que, por otra parte, no sabría desmentirla. Se puede incluso llegar a decir que en este caso la presencia y la fuerza de los elementos místicos en las representaciones hacen que los primitivos, a pesar de las apariencias, no perciban del mismo modo que nosotros.
 Por lo mismo poco le importa a la mentalidad primitiva que la imagen y el original sean dos cosas distintas en el espacio, y que parezcan subsistir independientemente la una de la otra. Percibe este hecho y no pretende en absoluto negarlo. Simplemente no lo  tiene en cuenta. No le presta ninguna atención. Siente la imagen consustancial al individuo y se comporta de forma enteramente emocional y mística con respecto a esta representación.
 No basta, pues, con decir, como se hace de ordinario, que la sombra es un "segundo yo", como si tuviera una existencia realmente distinta de la del "primer yo". En realidad no es más que otro aspecto del "primer yo". O bien, si se persiste en hablar de un "segundo yo", conviene representárselo al modo como lo hacen los primitivos.
 Unidad, dualidad o pluralidad no son categorías o esquemas habituales de los objetos para su pensamiento en el mismo sentido que lo son para el nuestro. Nosotros estamos acostumbrados a la consideración abstracta de números y de sus relaciones. La oposición lógica del uno y de lo diverso nos es tan familiar desde nuestros primeros años como la de lo mismo y de lo otro. Por el contrario, la mentalidad primitiva, incluso entre los adultos, practica poco la abstracción, sobre todo la abstracción lógica. [...]
 Que un mismo ser sea a la vez uno, dos o varios, es algo que a la mentalidad primitiva no le sorprende como a nosotros nos sorprendería, si fuera el caso. Lo admite sin darle demasiada importancia en una infinidad de casos en que la ley de participación entra en acción, lo que no le impide en otras ocasiones contar tranquilamente con el principio de contradicción. Por ejemplo, cuando se trata de trueques o de salarios. A su entender la imagen es un ser, el original es otro ser: son dos seres y, sin embargo, es el mismo ser. Es igualmente verdadero para esa mentalidad que sean dos y que sea uno: dos en uno o uno en dos. No ve en ello nada extraordinario. Nosotros tenemos otro parecer. Pero los hechos prueban que estaríamos equivocados en imponer nuestras exigencias lógicas en sus representaciones.»