domingo, 28 de septiembre de 2025

Lolita.- Vladimir Nabokov (1899-1977)

 

Segunda parte
26

 «Tenía el doble de la edad de Lolita y tres cuartos de la mía: una adulta muy esbelta, de pelo oscuro y piel pálida, que pesaba  cuarenta y ocho kilos, con ojos de encantadora asimetría, perfil angular rápidamente esbozado y una atractiva ensellure en su espalda sutil. Creo que tenía una gota de sangre española o babilónica. La recogí en una depravada noche de mayo, entre Montreal y Nueva York, o más exactamente entre Toylestown y Blake, en un bar ardiente y umbroso bajo el signo de una mariposa nocturna, donde se encontraba amablemente borracha: insistió en que habíamos ido juntos a la escuela y puso su manecita trémula sobre mi manaza de gorila. Mis sentidos estaban ligeramente excitados, pero resolví someterla a una prueba: lo hice, y la adopté como compañera permanente. Era tan amable esa Rita, una chica tan buena, que por pura camaradería o compasión se hubiera entregado a cualquier falacia o criatura patética, a un viejo tronco caído o un puerco espín desconsolado.
 Cuando la conocí acababa de divorciarse de su tercer marido y hacía menos tiempo aún que la había abandonado su séptimo cavalier servant: los demás, los transitorios, son demasiados para enumerarlos. Su hermano era -y ha de serlo todavía- un político eminente, de cara pastosa, tirantes y corbatas chillonas: político eminente, protector de su ciudad natal. Durante los últimos ocho años había pasado a su pequeña gran hermana varios cientos de dólares mensuales con la expresa condición de que no volviera a poner un pie en la pequeña gran ciudad de Grainball. Rita me dijo que por alguna maldita curiosidad, cada nuevo amigo suyo empezaba por llevarla hacia Grainball: era una atracción fatal, y antes de que advirtiera qué ocurría, se encontraba succionada por la órbita lunar de la ciudad, arrastrada por la corriente que la circundaba, "dando vuelta tras vuelta -según sus palabras- como una maldita polilla".
 Tenía un elegante coupé y en él viajábamos hacia California, proporcionando un descanso a mi venerable vehículo. Su velocidad natural no bajaba de noventa. ¡Mi buena Rita! Durante dos vagarosos años erramos juntos, desde el verano de 1950 al de 1951. Era la Rita más suave, simple, amable, callada que pudiera imaginarse. Comparadas con ella, Valechka era un Schlegel, Charlotte un Hegel. No existe el menor motivo para que me demore hablando de ella al margen de esta memoria siniestra, pero permítaseme decir (salve Rita, dondequiera que estés... borracha o con dolor de cabeza, Rita salve) que era la compañera más sedante, más comprensiva que he conocido nunca y que me salvó del manicomio. Le dije que andaba buscando a una chica y que trataría de agujerear a su matón. Rita aprobó solemnemente el plan y durante una investigación que tomó a su cargo (sin saber una sola palabra de nada) en los alrededores de San Humbertino, se enredó con un granuja. Me costó no poco trabajo dar con ella y al fin la encontré, gastada y magullada, pero todavía con agallas. Un día me propuso que jugáramos a la ruleta rusa con mi sagrado revólver; le dije que era imposible, que no era un revólver, luchamos por él hasta que al fin se disparó, y del agujero que abrió en la pared del cuarto de baño saltó un chorro de agua caliente muy delgado y cómico. Recuerdo sus alaridos de risa.
 La curva extremadamente púber de su espalda, su piel satinada, sus lentos besos de colombina me hacían abstenerme de todo daño. Las aptitudes artísticas no son caracteres sexuales secundarios, como han dicho algunos farsantes y curanderos; muy el contrario, el sexo no está sino supeditado al arte. Debo consignar una borrachera harto misteriosa que tuvo interesantes repercusiones. Yo había abandonado la busca: el demonio estaba en Tartaria o ardía en mi cerebelo (con llamas avivadas por mi fantasía y mi dolor), pero evidente que no tenía a su campeona de tenis en la costa del Pacífico. Una noche, durante nuestro viaje de regreso al este en un hotel horrible de esos donde se reúnen las convenciones y vagabundean hombres gordos y rosados con distintivos, llenos de apellidos, de borrachos, de conversaciones sobre negocios, Rita y yo nos despertamos para encontrar un tercer hombre en nuestro cuarto: era un joven rubio, casi albino, de pestañas blancas y grandes orejas transparentes, a quien ni Rita ni yo recordábamos haber visto en nuestras tristes vidas. Sudoroso, con una espesa camiseta pringada y viejos zapatos de soldado, roncaba en nuestra cama doble junto a mi casta Rita. Le faltaba un diente delante y tenía en la frente pústulas ambarinas. Ritoschka envolvió en su impermeable -lo primero que encontró a mano- su sinuosa desnudez; yo me puse un par de calzoncillos. Se habían usado cinco vasos, lo cual suministraba una dificultosa abundancia de pistas. En el suelo, un sweater y un par de pantalones raídos color canela. Sacudimos a su poseedor hasta volverlo plenamente consciente. Tenía una amnesia total. Con un acento que Rita reconoció como puramente brooklyniano, insinuó ceñudamente que alguien había hurtado su poca valiosa identidad. Lo metimos en sus ropas y lo dejamos en el hospital más cercano; mientras tanto, pudimos advertir que después de olvidados vagabundeos, estábamos en Grainball. Medio año después, Rita escribió al doctor para pedirle noticias. Jack Hubertson, como lo habíamos apodado con escaso ingenio, seguía aislado de su pasado personal. ¡Oh, Mnemósine, la más dulce y malévola de las musas!
  No habría mencionado este incidente de no haber iniciado una serie de ideas que fructificaron con la publicación (en la Cantrip Review) de mi ensayo Mimir and Memory, en el cual entre otros pormenores que parecieron originales e importantes a los benévolos lectores de esa espléndida publicación, sugería una teoría de tiempo perpetuo, basada en la circulación de la sangre y conceptualmente basada (para llenar la cáscara) en la hipótesis de que la mente no es consciente sólo de la materia sino de su propio ser, creando así un circuito continuo entre dos polos: el futuro almacenable y el pasado almacenado. Como resultado de esa aventura -y como culminación de mis travaux previos- fui llamado a Nueva York, donde Rita y yo vivíamos en un pisillo con vista a radiantes niñas que tomaban baños de sol en una glorieta de Central Park, por el Cantrip College, a cuatro millas, para dictar un curso de un año. Vivimos en el colegio, en apartamentos especiales para poetas y filósofos, desde septiembre de 1951 hasta junio de 1952, mientras Rita, a la cual preferí no exhibir, vegetaba -me temo que no muy decorosamente- en un hotel junto a la carretera, donde la visitaba dos veces por semana. Al fin se esfumó de manera mucho más humana que su predecesora: un mes después la encontré en la cárcel local, estaba très digne, le habían extirpado el apéndice y se las compuso para convencerme de que las hermosas pieles azuladas que la acusaban de haber robado al señor Roland MacCrum habían sido un regalo espontáneo, si bien algo alcohólico, del propio Roland. Conseguí sacarla sin recurrir a su susceptible hermano y poco después regresamos a Central Park West, vía Briceland, donde nos habíamos detenido durante algunas horas del año anterior.
 Se había apoderado de mí una curiosa ansiedad de revivir mi estadía allí con Lolita.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix Barral, 1983, en traducción de Enrique Tejedor, pp. 258-261. ISBN: 84-322-2178-3.]

domingo, 21 de septiembre de 2025

Mil y una coplas de jota aragonesa.- Ángel Abad Tárdez (1887-1945)

 

 Selección

 «Dos cosas hay en el mundo / que salen del corazón.
el suspiro de una madre / y la Jota de Aragón.

 La Jota siempre fue grande, / sigue siendo y lo será
 mientras tenga por escudos / Aragón, Ebro y Pilar.

 Una Jota bien cantada / no se puede comparar
con ningún canto del mundo: / ¡la Jota no tiene igual!

Nada hay como una Jotica / pa' conquistar una maña,
si la Jota es de Aragón / y baturro el que la canta.

Dicen que canto la Jota / con estilo y con verdad;
yo digo que de otro modo / no la sabría cantar.

En los versos de la Jota / se pueden acomodar
el Amor, el Patriotismo, / la Belleza y la Bondad.

Cantar la Jota baturra / orgullo debe de ser
de todo el que haya nacido / en el pueblo aragonés.

Siempre que cantan la Jota / los mozos del Arrabal
sonríe en su camerino / nuestra Virgen del Pilar.

Los suspiros de mi novia / de su pecho al mío van,
uniéndose a mis suspiros, / que esperándolos están.

Al mismo tiempo que el sol / sale a la calle mi maña,
que es otro sol que ilumina / los rincones de mi alma.

El cariño que te tengo, / calcula si será grande
que deja muy pequeñico / al que le tengo a mi madre.

Gota a gota me estás dando / la esencia de tu cariño,
dámela a beber a morro / pa' ver si me despabilo.

Me gusta a mí tu cariño / más que a un gorrión las cerezas,
más que a un tordo las olivas, / más que a un lobo las ovejas.

Deja que te dé un besico / como a una madre se da,
que yo te aseguro, maña, / que no te disgustará.

Me alegro si estoy contigo, / me entristezco si te vas,
y así me paso la vida / y así mi vida se irá.

Me saben a poco, maña, / los celicos que me das
porque ellos van pregonando / que me quieres de verdad.

 Para cantar tu belleza / he discurrido esta copla,
y ahora que la estoy cantando / me parece poca cosa.

Ni la lluvia ni la nieve, / ni el calor ni la rosada,
ni el frío ni la sequía, / hacen que te olvide, maña.

Me pasa con mi mujer / igual que con mi guitarra:
cuando las voy a tocar / las encuentro destempladas.

Nunca he visto yo contento / a un labrador de secano.
en invierno, porque llueve, / porque no llueve en verano.

Una Jota le canté / y enseguida el sí me dio...
Más de cien llevo cantadas / pa' que me diga que no.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Periódico El Día de Aragón, 1986, en selección de Ángel Abad Tárdez. ISBN: 84-398-6048-X.]
 

domingo, 14 de septiembre de 2025

La vida secreta de los árboles.- Peter Wohlleben (1964)

El árbol enfermo

 «Según las estadísticas, la mayoría de las especies arbóreas tienen la capacidad de vivir muchos años. En el bosque cementerio de mi distrito, los propietarios de un árbol siempre me preguntan qué edad podría alcanzar su ejemplar. Por regla general, se trata de hayas o robles y, según los conocimientos actuales, su edad habitual es de 400 a 500 años. Pero ¿qué es una estadística para cada caso individual? Lo mismo que en el ser humano: nada, puesto que el camino prestablecido de un árbol puede cambiar cualquier día por incontables motivos. Su estado de salud depende de la estabilidad del ecosistema del bosque. La temperatura, la humedad y la iluminación no deberían variar nunca de manera brusca, porque los árboles tienen un tiempo de reacción muy lento. Incluso cuando todas las condiciones externas son óptimas, los insectos, hongos, bacterias y virus acechan su oportunidad para atacar en cualquier momento. Básicamente, esto sólo es posible cuando el árbol pierde su equilibrio. En condiciones normales, reparte con exactitud sus fuerzas. Una gran parte se utiliza para la vida diaria. Tiene que respirar, "digerir" los nutrientes, aportar azúcar a sus hongos amigos, crecer un poco cada día y preparar una reserva para defenderse de los organismos dañinos. Esta reserva puede ser activada en cualquier momento y según la especie arbórea contiene una serie de sustancias defensivas. Son los así llamados fitoncidas, los cuales tienen un efecto antibiótico. El biólogo de San Petersburgo, Boris Tokin, describió ya en 1956 lo siguiente: si a una gota de agua contaminada se le añade una gota de agujas de pícea o pino trituradas, en menos de un segundo todos los seres vivos habrán muerto. En el mismo artículo, Tokin afirma que el aire de los bosques jóvenes de pinos prácticamente no contiene gérmenes a causa de los fitoncidas que liberan sus agujas. Así pues, los árboles pueden desinfectar su entorno, pero eso no es todo. Los nogales van aun más allá con la sustancias que contienen sus hojas contra los insectos, las cuales son tan eficaces que lleva a que se recomiende a los amantes de la jardinería que si quieren instalar un agradable banco, lo hagan bajo un nogal, puesto que ahí es donde hay menos probabilidad de que te pique un mosquito. Puedes oler sin dificultad las fitoncidas de las coníferas. Se trata del aromático olor del bosque que se nota especialmente en los cálidos días veraniegos. Si se rompe el delicado equilibrio entre las fuerzas de crecimiento y las defensivas, puede hacer que el árbol enferme. La causa de ello puede ser, por ejemplo, la muerte de un árbol vecino. Súbitamente la copa recibe mucha luz y surge la avaricia por aumentar la fotosíntesis. Esto tiene su razón de ser, ya que sólo una vez cada siglo aparece esta oportunidad. El árbol, que de pronto se encuentra bañado por la luz solar, lo deja todo y se centra en exclusiva en el crecimiento de sus ramas. En realidad, se ve obligado a ello, ya que como sus compañeros de los alrededores hacen lo mismo, el hueco se cierra de nuevo en un corto (para los árboles) período de 20 años. Los brotes aumentan su longitud enseguida y cada año crecen hasta 50 centímetros en lugar de pocos milímetros. Esto tiene un coste en energía, la cual deja de estar disponible para la defensa contra las enfermedades y los parásitos. Si el árbol tiene suerte, todo va bien y para cuando se cierra el hueco, ha aumentado el tamaño de su copa. Entonces hace una pausa y recupera el equilibrio personal de sus fuerzas. ¡Pero pobre de él si durante la locura del crecimiento algo se tuerce! Un hongo que inadvertidamente coloniza la herida de una rama y a través de la madera muerta llega hasta el tronco o un escolitino que picotea casualmente al titán y comprueba que no se produce una reacción defensiva son situaciones que ya han ocurrido. El tronco, en apariencia pletórico de salud, se ve cada vez más afectado porque falta la energía necesaria para la movilización de las sustancias defensivas. Si el ataque es en la copa, se muestran las primeras reacciones. En los árboles de follaje mueren los vitales brotes superiores de manera súbita, de modo que gruesos muñones de las ramas, desnudos de ramas laterales, se alzan hacia el cielo. Las primeras reacciones de las coníferas se muestran en forma de escasas nuevas agujas. Así, los pinos enfermos no muestran tres, sino sólo una o dos generaciones en las ramas, con lo que la copa clarea de forma evidente. En las píceas se produce el efecto de cabello de ángel de forma que las ramitas cuelgan lacias de las ramas más gruesas. Poco después, aparecen grandes calvas en la corteza del tronco. A partir de ahí, el proceso puede ser muy rápido. Como un globo de aire caliente al que se le abre la válvula, en el curso de su muerte, la copa se hunde hacia abajo porque las ramas muertas se parten durante las tormentas invernales. En las píceas se ve mucho mejor ya que la punta marchita de arriba se alza por encima de la parte inferior verde todavía con vida.
 Un árbol forma cada año un anillo en la madera porque prácticamente está condenado a crecer. El cámbium, la delgada y clara capa entre la corteza y la madera, durante el período vegetativo, envía nuevas células de madera hacia el interior y nuevas células de la corteza hacia el exterior. Cuando un árbol ya no puede aumentar su grosor, éste muere. Por lo menos es lo que se creyó durante mucho tiempo. En Suiza, unos investigadores descubrieron pinos de aspecto sano y llenos de agujas verdes. Sin embargo, al estudiarlos más detenidamente mediante la tala o extrayendo muestras, se determinó que algunos ejemplares hacía más de 30 años que no habían formado ni un solo anillo en la madera. ¿Pinos con agujas verdes que están muertos? Los árboles habían sido colonizados por el Heterobasidion annosum, un agresivo hongo, lo que provocó la muerte del cámbium. A pesar de todo, las raíces siguieron bombeando agua a través de los conductos del tronco hasta la copa y de esta manera procuraron a las agujas la humedad necesaria para la vida. ¿Y las propias raíces? Si el cámbium está muerto, la corteza también. De este modo, no es posible bombear el azúcar de las agujas hacia abajo. Sólo podían haber sido los pinos vecinos vivos los que ayudaron a su congénere muerto aportando nutrientes a sus raíces. Sobre este tema ya hemos hablado en el capítulo "Amistades".
 Dejando a un lado las enfermedades, muchos árboles sufren heridas a lo largo de su vida. Las causas pueden ser muy diversas, por ejemplo, cuando cae un árbol vecino. En un bosque espeso es inevitable que golpee a los congéneres que tiene cerca.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Obelisco, 2016, en traducción de Margarita Gutiérrez, pp. 139-142. ISBN: 978-84-9111-083-5.]

domingo, 7 de septiembre de 2025

Más Platón y menos Prozac.- Lou Marinoff (1951)

Segunda parte: Cómo arreglárselas ante los problemas cotidianos
11.- ¿Por qué una moral o una ética?
¿Qué es el bien?

  «Tanto la ciencia como la religión contienen porciones de verdad moral, aunque uno no suscriba sus programas al completo. Ahora bien, si éstas no le satisfacen, la filosofía laica le ofrece otro medio de aproximarse a la moralidad y a la ética. "¿Qué es el bien?" tal vez sea la pregunta más antigua de la filosofía. La filosofía occidental propone como mínimo tres formas principales de pensar sobre la respuesta: el naturalismo, el antinaturalismo y la ética de la virtud. Cada una de ellas se presenta en distintas variedades.
 El primer naturalista fue Platón. Fundó la tradición idealista, que sostiene la existencia de una Forma universal, que es la Bondad. Para Platón, una Forma es una Idea, no una cosa material, aunque no por ello menos real. Separa el mundo de las apariencias (las cosas concretas tal como las percibimos) del mundo de las ideas o de las Formas. Todas las cosas de la Tierra son copia de Formas y mientras que las Formas en sí son perfectas (es decir, ideales), las copias son forzosamente defectuosas. Según Platón y sus seguidores, existe un ideal de Bondad. Para convertirnos en seres morales, nuestra tarea consiste en copiar el ideal tan bien como podamos. A medida que el tiempo pasa y vamos adquiriendo conocimientos, deberíamos ser capaces de hacer copias cada vez mejores, con lo cual nos iríamos acercando al ideal de Bondad. En el reino de las ideas, la Bondad desempeña la función del Sol: su radiación ilumina a todas las demás Ideas.
 Platón, sin embargo, dice no poder dar una definición concreta de la Bondad. Cree que la mente puede percibir su esencia, pese a no ser capaz de expresarla con palabras. Este postulado deviene circular (una buena persona es una persona llena de esta esencia indefinible), de modo que para subir a bordo tendrá que abrirse camino sirviéndose de un conocimiento intuitivo, más que explícito, de la Bondad.
 Platón creía firmemente que la educación ética era indispensable para obtener un comportamiento moral. Hacía hincapié en que la capacidad de pensar con actitud crítica (en sus tiempos, esto aludía a la geometría euclidiana) era el requisito previo de todo razonamiento moral. Por consiguiente, se quedaría horrorizado con el método que seguimos para enseñar ética a los niños más pequeños, suponiendo que lo hagamos. Si Platón tuviera que juzgar el sistema educativo estadounidense contemporáneo en su conjunto, lo encontraría éticamente empobrecido y moralmente fallido.
 Haríamos bien en seguir el consejo de Platón y sentar unos cimientos de pensamiento crítico y matemáticas antes de saltar a la ética. Como mínimo, deberíamos enseñar cómo se razona sobre la causa y el efecto. Si usted tiene hijos pequeños, deténgase a pensar cuántas veces al día se oye a sí mismo decir: "Eso no se hace", "Si eres una niña buena...", "¡Eso está mal!". De acuerdo, a un crío de dos años no va a largarle un discurso sobre el motivo de cada cosa, pero a medida que sus hijos vayan creciendo será preciso que les explique las razones y los ayude a desarrollar la capacidad de pensar moralmente sobre sus actos; de lo contrario, las normas que usted dicte no les parecerá más que una lista de reglas arbitrarias. En el colegio ya no se ocuparán de hacerlo por usted, y sin ello, sus hijos no serán capaces de conducirse con arreglo a la moral, requisito imprescindible para alcanzar la madurez personal y social. ¡Y además no le obedecerán!
 En tanto que los socio-biólogos consideren que la ética emana de la naturaleza, también serán naturalistas, aunque no por ello tienen que estar de acuerdo con los planteamientos idealistas de Platón. También las religiones son naturalistas, puesto que atribuyen la Bondad a Dios, quien presuntamente nos la confiere a nosotros.
 Otra gran escuela filosófica occidental de pensamiento sobre "¿Qué es el bien?" es el antinaturalismo, que también se presenta en distintas variedades. El antinaturalismo, en general, afirma que no hay nada en la naturaleza que sea bueno o malo. Es decir, lo moral y lo natural son cosas distintas. Hobbes, que era nominalista, fue un gran defensor de esta escuela. Tal como hemos visto, los nominalistas sostienen que no hay valores universales, que bien y mal sólo son nombres que damos a las cosas. El bien y el mal no existen, nos diría Hobbes, sólo lo que gusta y desagrada a las personas. La moralidad, en la práctica, es limitada, personal y subjetiva. No hay dos personas que se muestren completamente de acuerdo en las reglas básicas, lo cual explica que entremos en conflicto con tanta facilidad. 
 G.E. Moore, otro destacado antinaturalista, creía que si bien hay muchas cosas que podemos medir con instrumentos, el Bien no se cuenta entre ellas. O mejor, lo contrario, que el Bien no puede definirse ni analizarse. Cuando tratamos de valorarlo, caemos en la "falacia naturalista". Moore no reconoce ninguna esencia detectable de bondad. Nadie sabe decir qué significa el Bien, sostiene, y sin duda no es una mera cuestión de etiquetar cosas (para diferenciar su postura de la de Hobbes). Moore creía que hay actos correctos y erróneos, pero que éstos no se derivan de ninguna idea concreta del Bien.

 El bien, entonces, si con ello nos referimos a esa cualidad que afirmamos que pertenece a una cosa cuando decimos que algo es bueno, no se ajusta a ninguna definición, en el sentido más amplio de la palabra. G.E.Moore
 
 Hume anticipó la línea de pensamiento de Moore. Sostenía que uno nunca puede "derivar el deber del ser", dando a entender que no se puede sacar ninguna conclusión lógica sobre lo que debe hacerse partiendo simplemente de lo que se ha hecho.
 Por ejemplo, sólo porque X haga daño a Y no significa que X hiciera mal al perjudicar a Y. Sólo cabe considerarlo así mediante la premisa adicional de que hacer daño a otro está mal, pero en ese caso se habrá asumido, que no demostrado, un principio moral. Hume hacía hincapié en que, aunque emitamos juicios de valor, debemos reconocer que no son productos de hechos innegables.
 Una tercera manera de pensar sobre el Bien es la llamada ética de la virtud de Aristóteles, que ya hemos visto en varios casos hasta ahora. La ética de la virtud sostiene que la bondad es resultado de las virtudes. Si inculcamos virtudes en las personas, éstas serán buenas. Este planteamiento también lo desarrollaron los confucionistas y muchos moralistas religiosos.

Por consiguiente, es posible ir demasiado lejos, o no lo bastante, en el miedo, el orgullo, el deseo, el enojo, la piedad y el placer y el dolor en general, y el exceso y el defecto son erróneos por igual; pero sentir estas emociones en los momentos correctos, por los objetos correctos, hacia las personas correctas, por los motivos correctos y de manera correcta, constituye el bien medio o mejor, que es fruto de la virtud. Aristóteles.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones B, 2006, en traducción de Borja Folch, pp. 240-243. ISBN: 84-96546-85-3.]