domingo, 16 de febrero de 2025

El matrimonio de Maciej Boryna.- Wladislaw Reymont (1867-1925)

 

19

 «Caía en lunes la fiesta de los Reyes Magos. Pero antes de la hora de vísperas acudieron a la taberna todos los que celebraban el próximo matrimonio de Malgosia Klenk con Wicek Socha. El gentío iba creciendo y la alegría era cada vez más expresiva. Bien pagados y obsequiados por el viejo Klenk, los músicos ponían todo su empeño en la pieza que tocaban. Socha y su prometida empezaron el baile al oír los primeros compases y otras parejas les imitaron.
 Mateusz llegó en ese momento. Se apoyaba en un bastón porque era la primera vez que salía; andaba a duras penas y gastaba bromas con todos los que se encontraba. Una vez se hubo sentado, vio que Antek estaba mirando a todos con arrogancia.
 -¡Antek! -le dijo Mateusz-. Ven aquí.
 -Si quieres algo conmigo, tómate tú la molestia.
 Antek se detuvo, esperando la provocación. Pero Mateusz dijo con suavidad:
 -Casi no puedo moverme.
 Con el ceño fruncido, y manteniéndose a la defensiva, Antek se aproximó. Mateusz le dio la mano.
 -Siéntate a mi lado -le dijo-. Me has deshonrado públicamente, Antek. Hasta llamaron al señor cura para que me diera la extremaunción. Sin embargo, yo no te guardo rencor y doy el primer paso para ofrecerte la paz. Bebe conmigo. Nunca pensé que hubiera en el mundo un hombre capaz de derrotarme y tú me has arrojado al agua como si fuera un haz de paja.
 -Tú me provocabas constantemente en el trabajo. Estaba irritado y no sabía lo que hacía.
 -Tienes razón. Pero te vengaste a tus anchas. Pues bien, te perdono, aunque todavía tengo unos dolores espantosos en la espalda. Eres fuerte, Antek. Ya me habían dicho que rompiste a dos las paletas y que todavía no se han curado. ¡Hola, judío! Ron. Y date prisa, o rompo esto.
 Al brindar, Antek preguntó, con voz sofocada por la angustia:
 -¿Es verdad lo que dijiste?
 -No, hombre, no. Hablé así por despecho. ¿Cómo iba a ser verdad?
 Y Mateusz examinaba atentamente la botella para que Antek no descubriese que estaba mintiendo.
 Antek, por su parte, pidió otras copas, con gran asombro de los allí presentes, que no entendían esa repentina amistad entre los dos mozos. Casi borracho ya, el presuntuoso dijo:
 -Sí, sí. Yo quise hacerla mía y hasta traté de forzarla; pero me dio tales arañazos en la cara, que me puso como si hubiera caído en un zarzal... Siempre te prefirió, Antek... Sí, yo lo sé bien; no me lo niegues. Ésa es la razón por la que no quería mirarme. Yo hablé así sólo por celos... No hay otra que pueda igualarla. Lo que no puedo comprender es que se haya casado con un viudo. Eso no es justo.
 -No; no es justo -respondió Antek, soltando un gemido.
 Después lanzó un juramento y volvió a suspirar.
 -¡Sólo de pensarlo, Mateusz, se me parte el corazón!
 -No te dejes llevar por la desesperación.
 -Pero, ¿qué hacer? El amor, un amor como éste, es una enfermedad que desgarra los huesos y envenena la sangre... No me apetece hacer nada... Quisiera estrellarme la cabeza contra un muro...
 -¿Y tú crees que no lo sé? -dijo pérfidamente Mateusz-. Yo he sentido eso mismo por ella. El amor sólo tiene un remedio: casarse con otra. Entonces se termina todo... Y en el caso de no poder casarse, hay que poseer a la mujer que se desea y así pasa el capricho... Te lo digo en serio; créeme, porque lo sé -añadió con tono de suficiencia.
 -¿Y si el mal persistiera?
 -Eso está bien para los que se dejan dominar por las faldas. Pero hombres de condición tan blanda no son hombres.
 -Quizá tengas razón.
 Con melancolía, Antek se dejó llevar por sus pensamientos.
 -¡Bebe un poco, hombre, y que el diablo se lleve a todas las mujeres! Las hay que basta soplar para que caigan y, sin embargo, ésas llevan de la nariz al hombre más fuerte, como se lleva una vaca del ronzal. Le arrebatan la fuerza y su sensatez y hacen de él un ser ridículo... ¡Ah, malditas!... Yo creo que son obra del infierno... ¡A tu salud, hermano!... Y escupe sobre todas ellas. Hombre, para algo te ha dado Dios cordura.
 Seguían bebiendo y hablando en voz baja. A pesar suyo y no pudiendo resistir la tentación de tener un confidente con quien aliviar sus penas, Antek dijo algo más de lo que hubiera debido, en dos o tres frases muy breves. El otro adivinó lo que Antek no dijo y precisamente eso buscaba.
 Mientras tanto se había formado un grupo alrededor de los dos ex enemigos. Al principio, Antek les inspiraba temor. ¿Era fácil saber si estaba de buen humor o enfadado? Pero pronto se dieron cuenta que para todos tenía buenas palabras. Interiormente él despreciaba a todos los que lo rodeaban pues no podía olvidar cómo huían las gentes de él antes de la aventura con Mateusz.
 Hablaron sobre los asuntos del pueblo. Durante el invierno las almas se elevaban; había más libertad, porque los cuerpos no estaban inclinados sobre el surco. Los hombres pensaban y parecían recobrar su personalidad. En el bosque, durante el verano, es imposible distinguir un árbol de otro; pero cuando cae sobre ellos la nieve, ninguno es igual a otro. Lo mismo les ocurre a los hombres.
 Sólo Antek estaba callado, con los ojos clavados en las hojas de la puerta, preguntándose interiormente si Jagna vendría a la celebración de los esponsales.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Rueda, 2001, pp. 99-101. ISBN: 84-8447-095-4.]

domingo, 9 de febrero de 2025

La revolución romana.- Ronald Syme (1903-1989)

 

XI.-Consignas políticas

 «En la Roma de la República, la literatura política, no refrenada por ley alguna contra la difamación, rara vez era aburrida, hipócrita o edificante. Las personas, no los programas, se presentaban ante el pueblo para ser examinados y aprobados. El candidato pocas veces hacía promesas. En su lugar, exigía el cargo como recompensa, haciendo alarde, en voz muy alta, de sus antepasados, y en caso de carecer de esta prerrogativa, de sus méritos personales. De otro lado, las salas de justicia, merced a los procesos, eran una vía de acceso a la promoción política, un campo de batalla para las enemistades privadas y las luchas políticas, un teatro para la oratoria. El mejor argumento era la injuria personal. En sus acusaciones de inmoralidad repugnante, de procedimientos deshonrosos, de ascendencia familiar ignominiosa, el político romano no conocía ni reparos ni límites. De ahí el cuadro alarmante de la sociedad contemporánea que ofrecen la oratoria, la sátira y los libelos.
 El crimen, el vicio y la corrupción de la última era de la República están encarnados en tipos tan perfectos en su género como lo son los paradigmas cívicos y morales de sus primeros tiempos. Lo cual es lógico, pues tanto el mal como el bien son creaciones de consumados artistas literarios. Catilina es el monstruo perfecto: el crimen y la degradación en todas sus formas. Clodio heredó su política y su carácter. Y Clodia cometió incesto con su hermano y envenenó a su marido. Las atrocidades de P. Vatinio alcanzaban desde los sacrificios humanos hasta la de llevar una toga negra en un banquete. Pisón y Gabinio eran una pareja de buitres, rapaces y obscenos. Pisón, en público, era todo cejas levantadas y gravedad antigua. ¡Qué disimulo, qué bajeza interior y qué orgías sin cuento entre cuatro paredes! Como capellán doméstico y maestro de sus vicios Pisón contrató a un filósofo epicúreo y corrompiendo a su corruptor le obligaba a escribir versos licenciosos. Esto en Roma; mas en su provincia, la lujuria corría pareja con la crueldad. Doncellas de las mejores familias de Bizancio no vacilaron en arrojarse a pozos para escapar de la lascivia del procónsul; los irreprochables reyezuelos de las tribus balcánicas, aliados fieles del pueblo romano, fueron condenados a muerte acusados de traición. El colega de Pisón, Gabinio, se rizaba el pelo, daba exhibiciones de danza en los festines de la alta sociedad y obstaculizaba brutalmente las legítimas ocupaciones de importantes financieros romanos en Siria. Marco Antonio no era sólo un facineroso y un gladiador, un borracho y un juerguista, era un afeminado y un cobarde. En lugar de combatir al lado de César en España, se escondía en Roma. ¡Qué distinto el joven y valiente Dolabela! Y suprema enormidad: sus alardes de afecto hacia su propia esposa eran una burla al decoro y a la decencia romanas.
 Había acusaciones más dañinas que el simple vicio en la vida pública romana: la carencia de antepasados, el baldón del comercio o de la escena teatral, la vergüenza de proceder de un municipio. Por el lado paterno, el bisabuelo de Octaviano era un liberto, un cordelero; por el lado materno, un sujeto sórdido de origen indígena africano, panadero o vendedor de perfumes en Aricia. En cuanto a Pisón, su abuelo no venía en absoluto de la antigua colonia de Placentia (Piazzenza), sino de Mediolanum (Milan), y era un galo, un ínsubro, que ejercía la desacreditada profesión de pregonero; o dígase peor aún, que había inmigrado hasta allí del país de los galos que usan pantalones, allende los Alpes.
 Las exigencias de la práctica de la abogacía, o los vaivenes de las relaciones entre las personas o los partidos, producen asombrosos conflictos entre los testimonios y cambios milagrosos de carácter. Catilina, después de todo, no era un monstruo; individuo complejo y enigmático, estaba en posesión de muchas virtudes, lo cual engañó durante algún tiempo a personas excelentes que nada sospechaban, incluido el propio Cicerón. Así lo decía el orador en su defensa de Celio, el joven descarriado y elegante. Los discursos en defensa de Vatinio y de Gabinio no se han conservado. Sabemos, sin embargo, que el extraño atuendo de Vatinio era simplemente el hábito de devotas e inocentes prácticas pitagóricas, y Gabinio había sido llamado una vez "vir fortis", un pilar del Imperio y del honor de Roma; L. Pisón, por su oposición a Antonio, adquiere temporalmente la etiqueta de buen ciudadano; sólo para perderla poco después, condenado por una descaminada política de reconciliación; y el acaso nos hace saber que el amigo epicúreo de Pisón no era otro que el intachable Filodemo de Gadara, ciudad reputada por su literatura y su erudición. Antonio había atacado a Dolabela, acusándolo de delitos de adulterio. ¡Mentira descarada y malvada! Pasan unos meses y Dolabela, por haber cambiado de bando político, delata su verdadera índole, tan detestable como la de Antonio. Desde su juventud había gozado con la crueldad; sus perversiones habían sido tales, que ninguna persona honesta podría mencionarlas.
   Según los ideales declarados de la aristocracia terrateniente, la riqueza adquirida con el trabajo era sórdida y degradante. Pero si la empresa y las ganancias eran lo bastante sustanciosas, los banqueros y los traficantes podían ser calificados de flor de la sociedad, orgullo del Imperio; ganan su propia dignitas y pueden aspirar a virtudes que están por encima de su posición social, incluso a la magnitudo animi de la clase gobernante. El origen municipal no sólo se hace respetable sino incluso motivo de legítimo orgullo: ¡al fin y al cabo, todos venimos de los municipia! Lo mismo un extranjero. Decidio Saxa es objeto de befa, como celtíbero salvaje: era seguidor de Antonio. Si hubiese estado del lado de los buenos, no hubiese sido menos elogiado que el hombre de Cádiz, el irreprochable Balbo. Ojalá que todos los hombres buenos y defensores de Roma y de su Imperio se convirtiesen en ciudadanos. En Roma no tenía importancia el sitio de donde un hombre venía, ¡no la había tenido nunca!
 La curtida tribu de los políticos romanos pronto adquirió la inmunidad a las formas más groseras de la injuria y de la deformación de los hechos. Estaban protegidos por su larga familiaridad, por su sentido del humor y por su habilidad para resarcirse. Algunas imputaciones, creídas o no, se convirtieron en chanzas clásicas, recordadas por amigos tanto como por enemigos. A Ventidio le llamaban "el mulero", el apogeo de ese tema pertenece a una época en que ya no puede hacerle daño. Y tampoco fueron los enemigos de César, sino sus propios soldados, quienes compusieron las usuales canciones licenciosas en el triunfo de César.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Taurus, 1989, en traducción de Antonio Blanco Freijeiro, pp. 197-200. ISBN: 84-306-1299-8.]

domingo, 2 de febrero de 2025

Mundo a solas.- Vicente Aleixandre (1898-1984)

 

II
El fuego final

«Pero tú ven aquí, óyeme y calla.
Eres pequeña como un jazmín menudo.
El mundo se abrasa, ¿no sientes cómo cruje?
Pero tú eres mínima. Apenas abultas más que un corazón dormido.
Tu pelo rubio quiere todavía ondear en el viento.
Quiere en el aire o plomo ser imagen de brisas,
ignorando las llamas que crepitan ya próximas.

Amor, amor, el mundo va a acabarse.
Eres hermosa como la esperanza de vivir todavía.
Como la certidumbre de quererte un día y otro día.
Tierna, como ese dulce abandono de las noches de junio,
cuando un verano empieza seguro de sus cielos.

Niña pequeña o dulce que eres amor o vida,
promesa cuando el fuego se acerca,
promesa de vivir, de vivir en los mayos,
sin que las llamas que van quemando el mundo
te reduzcan a nada, oh mínima entre lumbres.

Vas a morir quizá como muere la luz, 
esa débil candela que las llamas asumen.
Vas a morir como alas no de pájaro,
sino de débil luz que unos dedos sujetan.

Bajo los besos últimos otra luz se despide.
No te pido el amor, ni tu vida te pido.
Me quedo aquí contigo. Somos la luz unida,
esa espalda en la sombra que inmóvil va a abrasarse,
va a derretirse unida cuando las llamas lleguen.
[...]

III
Nadie

  Pero yo sé que pueden confundirse
un pecho y una música, un corazón o un árbol en invierno.
Sé que el dulce ruido de la tierra crujiente,
el inoíble aullido de la noche,
lame los pies como la lengua seca
y dibuja un pesar sobre la piel dichosa.

¿Quién marcha? ¿Quién camina?

Atravesando ríos como panteras dormidas en la sombra;
atravesando follajes, hojas, céspedes, vestidos,
divisando barcas perezosas o besos,
o limos o crujientes estrellas;
divisando peces estupefactos entre dos brillos últimos,
calamidades con forma de tristeza sellada,
labios mudos, extremos, veleidades de la sangre,
corazones marchitos como mujeres sucias,
como laberintos donde nadie encuentra su postrer ilusión,
su soledad sin aire,
su volada palabra;
 
atravesando los bosques, las ciudades, las penas,
la desesperación de tropezar siempre en el mar,
de beber de esa lágrima, de esa tremenda lágrima
en que un pie se humedece, pero nunca acaricia;

rompiendo con la frente los ramajes nervudos,
la prohibición de seguir en nombre de la ley,
los torrentes de risa, de dientes o de ramos de cieno,
de palabras machacadas por unas muelas rotas;

limando con el cuerpo el límite del aire,
sintiendo sobre la carne las ramas tropicales,
los abrazos, las yedras, los millones de labios,
esas ventosas últimas que hace el mundo besando,

un hombre brilla o rueda, un hombre yace o se yergue,
un hombre siente su pesada cabeza como azul enturbiado,
sus lágrimas ausentes como fuego rutilante,
y contempla los cielos como su mismo rostro,
como su sola altura que una palabra rechaza:
Nadie.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Javalambre, 1970. Depósito legal: Z-169-70.]