XI.-Consignas políticas
«En la Roma de la República, la literatura política, no refrenada por ley alguna contra la difamación, rara vez era aburrida, hipócrita o edificante. Las personas, no los programas, se presentaban ante el pueblo para ser examinados y aprobados. El candidato pocas veces hacía promesas. En su lugar, exigía el cargo como recompensa, haciendo alarde, en voz muy alta, de sus antepasados, y en caso de carecer de esta prerrogativa, de sus méritos personales. De otro lado, las salas de justicia, merced a los procesos, eran una vía de acceso a la promoción política, un campo de batalla para las enemistades privadas y las luchas políticas, un teatro para la oratoria. El mejor argumento era la injuria personal. En sus acusaciones de inmoralidad repugnante, de procedimientos deshonrosos, de ascendencia familiar ignominiosa, el político romano no conocía ni reparos ni límites. De ahí el cuadro alarmante de la sociedad contemporánea que ofrecen la oratoria, la sátira y los libelos.
El crimen, el vicio y la corrupción de la última era de la República están encarnados en tipos tan perfectos en su género como lo son los paradigmas cívicos y morales de sus primeros tiempos. Lo cual es lógico, pues tanto el mal como el bien son creaciones de consumados artistas literarios. Catilina es el monstruo perfecto: el crimen y la degradación en todas sus formas. Clodio heredó su política y su carácter. Y Clodia cometió incesto con su hermano y envenenó a su marido. Las atrocidades de P. Vatinio alcanzaban desde los sacrificios humanos hasta la de llevar una toga negra en un banquete. Pisón y Gabinio eran una pareja de buitres, rapaces y obscenos. Pisón, en público, era todo cejas levantadas y gravedad antigua. ¡Qué disimulo, qué bajeza interior y qué orgías sin cuento entre cuatro paredes! Como capellán doméstico y maestro de sus vicios Pisón contrató a un filósofo epicúreo y corrompiendo a su corruptor le obligaba a escribir versos licenciosos. Esto en Roma; mas en su provincia, la lujuria corría pareja con la crueldad. Doncellas de las mejores familias de Bizancio no vacilaron en arrojarse a pozos para escapar de la lascivia del procónsul; los irreprochables reyezuelos de las tribus balcánicas, aliados fieles del pueblo romano, fueron condenados a muerte acusados de traición. El colega de Pisón, Gabinio, se rizaba el pelo, daba exhibiciones de danza en los festines de la alta sociedad y obstaculizaba brutalmente las legítimas ocupaciones de importantes financieros romanos en Siria. Marco Antonio no era sólo un facineroso y un gladiador, un borracho y un juerguista, era un afeminado y un cobarde. En lugar de combatir al lado de César en España, se escondía en Roma. ¡Qué distinto el joven y valiente Dolabela! Y suprema enormidad: sus alardes de afecto hacia su propia esposa eran una burla al decoro y a la decencia romanas.
Había acusaciones más dañinas que el simple vicio en la vida pública romana: la carencia de antepasados, el baldón del comercio o de la escena teatral, la vergüenza de proceder de un municipio. Por el lado paterno, el bisabuelo de Octaviano era un liberto, un cordelero; por el lado materno, un sujeto sórdido de origen indígena africano, panadero o vendedor de perfumes en Aricia. En cuanto a Pisón, su abuelo no venía en absoluto de la antigua colonia de Placentia (Piazzenza), sino de Mediolanum (Milan), y era un galo, un ínsubro, que ejercía la desacreditada profesión de pregonero; o dígase peor aún, que había inmigrado hasta allí del país de los galos que usan pantalones, allende los Alpes.
Las exigencias de la práctica de la abogacía, o los vaivenes de las relaciones entre las personas o los partidos, producen asombrosos conflictos entre los testimonios y cambios milagrosos de carácter. Catilina, después de todo, no era un monstruo; individuo complejo y enigmático, estaba en posesión de muchas virtudes, lo cual engañó durante algún tiempo a personas excelentes que nada sospechaban, incluido el propio Cicerón. Así lo decía el orador en su defensa de Celio, el joven descarriado y elegante. Los discursos en defensa de Vatinio y de Gabinio no se han conservado. Sabemos, sin embargo, que el extraño atuendo de Vatinio era simplemente el hábito de devotas e inocentes prácticas pitagóricas, y Gabinio había sido llamado una vez "vir fortis", un pilar del Imperio y del honor de Roma; L. Pisón, por su oposición a Antonio, adquiere temporalmente la etiqueta de buen ciudadano; sólo para perderla poco después, condenado por una descaminada política de reconciliación; y el acaso nos hace saber que el amigo epicúreo de Pisón no era otro que el intachable Filodemo de Gadara, ciudad reputada por su literatura y su erudición. Antonio había atacado a Dolabela, acusándolo de delitos de adulterio. ¡Mentira descarada y malvada! Pasan unos meses y Dolabela, por haber cambiado de bando político, delata su verdadera índole, tan detestable como la de Antonio. Desde su juventud había gozado con la crueldad; sus perversiones habían sido tales, que ninguna persona honesta podría mencionarlas.
Según los ideales declarados de la aristocracia terrateniente, la riqueza adquirida con el trabajo era sórdida y degradante. Pero si la empresa y las ganancias eran lo bastante sustanciosas, los banqueros y los traficantes podían ser calificados de flor de la sociedad, orgullo del Imperio; ganan su propia dignitas y pueden aspirar a virtudes que están por encima de su posición social, incluso a la magnitudo animi de la clase gobernante. El origen municipal no sólo se hace respetable sino incluso motivo de legítimo orgullo: ¡al fin y al cabo, todos venimos de los municipia! Lo mismo un extranjero. Decidio Saxa es objeto de befa, como celtíbero salvaje: era seguidor de Antonio. Si hubiese estado del lado de los buenos, no hubiese sido menos elogiado que el hombre de Cádiz, el irreprochable Balbo. Ojalá que todos los hombres buenos y defensores de Roma y de su Imperio se convirtiesen en ciudadanos. En Roma no tenía importancia el sitio de donde un hombre venía, ¡no la había tenido nunca!
La curtida tribu de los políticos romanos pronto adquirió la inmunidad a las formas más groseras de la injuria y de la deformación de los hechos. Estaban protegidos por su larga familiaridad, por su sentido del humor y por su habilidad para resarcirse. Algunas imputaciones, creídas o no, se convirtieron en chanzas clásicas, recordadas por amigos tanto como por enemigos. A Ventidio le llamaban "el mulero", el apogeo de ese tema pertenece a una época en que ya no puede hacerle daño. Y tampoco fueron los enemigos de César, sino sus propios soldados, quienes compusieron las usuales canciones licenciosas en el triunfo de César.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Taurus, 1989, en traducción de Antonio Blanco Freijeiro, pp. 197-200. ISBN: 84-306-1299-8.]
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