domingo, 23 de febrero de 2025

El goce del paraíso.- John Ralston Saul (1947)

 

Capítulo cuatro

 «Delante de ellos, a la sombra de unos árboles, un grupo de estudiantes bloqueaba el camino. Cuanto más se acercaban mayor parecía el grupo. Debían de ser unos quinientos. Durante los últimos minutos habían oído la voz de un hombre por unos rudimentarios altavoces. De pronto Field se dio cuenta de que la persona que estaba de pie en los peldaños del edificio estudiantil, vestido de campesino y con un sombrero de paja redondo, era Michael Woodward.
 -¡No me digas que viene aquí a distribuir condones!
 -No. No le permiten que hable del control de natalidad en el campus. El doctor Meechai habla del budismo en la sociedad moderna -respondió Songlin sin ocultar su admiración.
 Field era mucho más alto que el resto de los presentes, por lo que destacaba incluso desde el fondo.
 Las frases salían de la boca de Woodward en  un tono suave, casi un susurro, y su gesticulación era tan escasa que no se sabía si estaba vivo.
 -Para los economistas, el desarrollo significa incrementar el valor de la moneda y de todo lo relacionado con ella, estimulando así la avaricia. Para los políticos, el desarrollo significa incrementar el poder, fomentando por consiguiente la envidia. Ambos miden los resultados desde un punto de vista cuantitativo, promoviendo de ese modo la ignorancia. ¿Qué son la envidia, la avaricia y la ignorancia? Son el trío budista de las maldades -decía en un tono que ya de por sí ilustraba la humildad budista, en vivo contraste, pensó Field, con el exhibicionismo de Espoir-. Dirían que no soy moderno. Pero ¿qué significa eso? Si moderno significa bueno, entonces debe ser bueno para nosotros. Pero si moderno significa malo, ¿para qué lo queremos? ¿Cómo podemos cerciorarnos de que es bueno? Utilizándolo para nuestros intereses. Debemos adaptarlo a nuestro estilo, al estilo budista, al estilo tailandés. Los occidentales desprecian el sistema que no proporciona los incentivos necesarios para adquirir artículos de importación, ni se muestra ansioso por explotar al máximo los recursos naturales. ¿Es éste nuestro problema? ¿Por qué tendría nuestro sistema que hacer lo uno o lo otro? ¿Qué hay de bueno en esos conceptos? ¿Qué hace que ésos sean los criterios del modernismo?
 -Doctor Meechai, ¿significa esto que todos deberíamos vestir como campesinos? -preguntó alguien del público.
 Se oyeron algunas risitas desconcertantes. Woodward se metió la mano bajo el cinturón y tiró del pantalón como si fuera un payaso.
 -En veinte años he visto cómo todo el mundo adoptaba indumentaria occidental y ¿cuál es el resultado? Millones de genitales cálidos y constreñidos.
 Las risitas se convirtieron en carcajadas.
 -Aquí no se me permite hablar del sexo -prosiguió-, pero como médico puedo aseguraros que el constreñimiento no es sano.
 Volvieron a oírse abundantes carcajadas, aunque todos los muchachos iban constreñidos.
 -Estoy harto de oírle, prefiero hablar contigo -dijo Field, tirando de Songlin.
 -¿Conoces al doctor Meechai? -le preguntó asombrada.
 -Es un buen amigo mío -respondió, recordando que sólo le había mencionado por su nombre tailandés-. Háblame de lo que te enseñan.
 Field no había ido a la universidad y por consiguiente su curiosidad era auténtica. Fueron paseando hasta el bar donde se habían encontrado y se sentaron junto a una mesa. Pidieron dos zumos de fruta. Los rayos de sol que cruzaban las copas de los árboles iluminaban el rostro de Songlin y era incapaz de dejar de mirarla mientras ella hablaba. Aun siendo tailandesa, discernía indicios de sí mismo en su expresión.
  -¿Por qué no te dejas crecer el cabello?
 -Sólo las campesinas llevan el pelo largo -dijo sin prejuicio alguno, pasándose la mano por el cabello corto, al estilo europeo.
 -Tal vez, pero te favorecería.
 Parecía sentirse a la vez contenta y avergonzada por la atención que recibía. Por su parte, Field se ruborizó al darse cuenta de que estaba acostumbrado al cabello largo de las chicas de los bares de alterne, que eran todas campesinas.
 Al cabo de un rato de estar sentados, apareció Woodward, acompañado de un grupo de estudiantes. Al ver a Field, le dijo en thai:
 -No te has quedado para oír el final.
 -Acércate. Te presentaré a mi hija -respondió Field, encogiéndose de hombros.
 -Hace cuatro años que oigo hablar de ti, pero tu padre te mantiene oculta -dijo Woodward, abandonando su pose didáctica, dando las gracias a la delegación estudiantil y sentándose con Fiel y su hija-. Creo que te quiere demasiado -le dijo a Songlin, que se ruborizó-. Pero hay que reconocer que es un tipo imposible.
 Songlin manifestó su respeto guardando silencio, lo que jamás hacía con su padre y que él tampoco fomentaba. Sin embargo, ahora parecía esperar que fuera Woodward quien hablara y a Field le asombró comprobar que su amigo aceptaba la adulación con modestia.
 Al cabo de un rato se despidieron ambos de Songlin y caminaron juntos hacia Rama IV.
 -¿Qué opinas de mi discurso? -preguntó Woodward en inglés, cuando estaban lo suficientemente lejos como para que no los oyeran-. No has hecho ningún comentario.
 -¿Qué quieres que te diga?
 -Siempre sueles opinar sobre todo.
 -Claro. Si lo que pretendes es que te vuelen la tapa de los sesos, vas por buen camino.
 -¿Tú crees? Sólo hablo de religión.
 -Puede que yo no tenga ningún objetivo en la vida, Michael, pero no soy ingenuo. No irás a decirme que eres más inmaduro que tu público.
 -No te comprendo.
 -¿No? Escúchame. Échales discursos a los habitantes del suburbio, si lo deseas, nadie se preocupa de ellos; pero no te metas con los estudiantes. La gente a la que odias tiene un miedo atroz a las universidades, un miedo verdaderamente atroz, porque si los estudiantes se levantaran tendrían que disparar contra sus propios hijos. Pero contigo no tendrían tantos reparos -dijo Field levantando la mano para llamar un taxi.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1988, en traducción de Enric Tremps, pp. 80-83. ISBN: 84-226-2768-X.]

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