«La cantidad usual de inhumaciones según las
listas de mortalidad era de unas doscientas cuarenta o así, hasta trescientas
en una semana. Se tenía por bastante alta esta última cifra; pero luego vemos
que las listas sucesivas aumentaron como sigue:
Inhumación Incremento
Del 20
al 27 de diciembre 291 …
Del 27
de diciembre al 3 de enero 349 58
Del 3
al 10 de enero 394 45
Del 10
al 17 de enero 415 21
Del 17
al 24 de enero 474 59
Esta última lista fue verdaderamente
horrorosa, siendo la mayor cantidad de personas inhumadas en una semana desde
el anterior azote de 1656.
Sin embargo, todo esto desapareció otra vez; y
mostrándose frío el tiempo, las heladas que aparecieron en diciembre
manteniéndose muy severas incluso hasta cerca de finales de febrero,
acompañadas de vientos cortantes pero moderados, las listas disminuyeron otra
vez y la ciudad creció sana; y todos empezaron a considerar que había pasado el
peligro; sólo que las inhumaciones en St. Giles todavía seguían siendo muchas.
Especialmente desde principios de abril, siendo de veinticinco por semana, hasta
la semana del 18 al 25, en la que en la parroquia de St. Giles fueron
enterradas treinta personas, dos de las cuales habían muerto de peste y ocho de
tabardillo pintado*, al que se contemplaba como la misma cosa; de manera
similar, el número total de muertos por tabardillo pintado aumentó, siendo de
ocho la semana anterior, y de doce durante la semana arriba mencionada.
Esto nos alarmó a todos nuevamente; y el
pueblo sentía terribles aprensiones, especialmente porque el tiempo había
cambiado y era ahora, con el verano en puertas, cada vez más cálido. No
obstante, la semana siguiente hizo concebir nuevamente algunas esperanzas. Las
listas eran reducidas, ya que el número total de muertos fue de sólo 388, no
habiendo ninguno de peste y solamente cuatro de tabardillo pintado.
Pero volvió la semana siguiente; y el mal se
propagó a dos o tres parroquias, a saber: St. Andrew, Holborn y St. Clement
Danes; y para gran aflicción de la ciudad hubo un muerto dentro de las
murallas, en la parroquia de St. Mary Woolchurch, es decir, en Bearbinder Lane,
cerca de la Bolsa. En total hubo nueve casos de peste y siete de tabardillo
pintado. Las averiguaciones indicaron, sin embargo, que este francés que murió
en Bearbinder Lane era uno que, habiendo vivido en Long Acre, cerca de las
casas infectadas, se mudó por miedo a la enfermedad, sin saber que ya estaba
contagiado.
Esto sucedió en los primeros días de mayo,
aunque el tiempo era benigno, variable y bastante frío; y las gentes aún
abrigaban ciertas esperanzas. Lo que les daba confianza, era que la ciudad
estaba saludable: las noventa y siete parroquias juntas tuvieron sólo cincuenta
y cuatro entierros; y comenzamos a creer que el mal no avanzaría más lejos,
puesto que aparecía principalmente entre la gente de ese extremo de la ciudad.
Tanto más cuanto que la semana siguiente, que fue entre el 9 de mayo y el 16,
sólo murieron tres, ninguno de ellos dentro de la ciudad; y St. Andrew inhumó
solamente quince, lo que era muy poco. Cierto es que St. Giles enterró a
treinta y dos, pero incluso así, como sólo había uno de peste, la gente empezó
a sentirse más tranquila. La lista total también era muy reducida, ya que la
semana anterior fue de sólo 347; y sólo 343 en la semana arriba mencionada.
Mantuvimos estas esperanzas durante algunos días, pero sólo fueron para unos
pocos, puesto que al pueblo ya no se le podía engañar de tal manera;
registraron las casas y encontraron que la peste estaba efectivamente extendida
por todas partes, y que muchos morían de ella cada día. Así, fallaron todos
nuestros atenuantes; y ya no hubo nada más que ocultar; más aún, pronto se vio
que la epidemia había desbordado toda esperanza de mitigación; que en la
parroquia de St. Giles había entrado en diversas calles y que varias familias
completas yacían enfermas; consecuentemente, la situación comenzó a dejarse ver
en la lista de la semana siguiente. Ciertamente, sólo hubo catorce anotados con
peste, pero esto era una bellaquería y una confabulación, puesto que en la
parroquia de St. Giles inhumaron cuarenta en total, de los que se estaba seguro
que la mayor parte había muerto de la peste, aunque estuviesen registrados con
otras enfermedades; y si bien todos los entierros no pasaban de treinta y dos,
y la lista total mostraba sólo 385, había catorce de tabardillo pintado, así
como catorce de peste; y dimos por seguro que esa semana habían muerto cincuenta
a causa de la peste.
La lista siguiente fue del 23 al 30 de mayo,
en la que el número de muertos de peste era diecisiete. Mas las inhumaciones en
St. Giles fueron cincuenta y tres —cantidad terrorífica— entre las que
solamente se registraron nueve casos de peste: pero un examen más estricto de
los jueces de paz, a demanda del corregidor, demostró que había otros veinte
que habían muerto a causa de la peste en dicha parroquia, pero que habían sido
anotados con tabardillo u otras enfermedades, sin contar a otros que fueron
ocultados.
Pero estas cosas fueron insignificantes
comparadas con lo que siguió inmediatamente después; porque entonces llegó el
tiempo caluroso; y desde la primera semana de junio el contagio se diseminó de
manera terrorífica, y las listas se elevaron; los que eran víctimas de la
fiebre o del tabardillo comenzaron a hincharse; hicieron todo cuanto pudiera
ocultar su enfermedad, para evitar que los vecinos los rehuyesen y se negasen a
conversar con ellos; y también para evitar que las autoridades cerrasen sus
casas, cosa que, aunque no se practicaba todavía, ya había habido amenazas; y
el pueblo estaba muy aterrado al pensar en ello.
Durante la segunda semana de junio, la
parroquia de St. Giles, en la que seguía estando el centro de la infección,
enterró a ciento veinte personas, de las que todo el mundo dijo, aunque las
listas indicaban sólo sesenta y ocho, que había por lo menos cien muertas de
peste, haciendo el cálculo en base a la cantidad habitual de funerales en dicha
parroquia.
Hasta esta semana la ciudad seguía estando
libre, no habiendo muerto nadie en ella, salvo el francés al que hice
referencia antes, en ninguna de las noventa y siete parroquias. Entonces
murieron cuatro dentro de la ciudad: uno en Wood Street, otro en Fenchurch
Street y dos en Crooked Lane. Southwark estaba totalmente libre, no habiendo
muerto aún nadie de ese lado del agua.
Yo vivía más allá de Aldgate, aproximadamente
a medio camino entre Aldgate Church y Whitechapel Bars, a mano izquierda o lado
norte de la calle; y como la enfermedad no había alcanzado esa parte de la
ciudad, nuestro barrio continuaba tranquilo. Pero en el otro extremo de la
ciudad la consternación era muy grande; y la clase más rica de gente,
especialmente la nobleza y la clase acomodada de la parte oeste de la ciudad,
salió en tropel de la villa, con sus familias y criados, de manera
desacostumbrada; cosa que se vio muy especialmente en Whitechapel, o sea en la
calle Ancha en la que yo vivía; por cierto, no se veía otra cosa que carros y
carretas con enseres, mujeres, niños, criados, etc.; carruajes llenos de gente
de la mejor clase, y jinetes que los acompañaban; y todos ellos huyendo; luego
aparecían carros y carretas vacíos y más caballos con sirvientes que sin duda regresaban,
o eran enviados del campo para recoger a más gente; además de una innumerable
cantidad de hombres a caballo, algunos solos, otros con criados, generalmente
cargados con equipaje y preparados para viajar, lo que cualquiera hubiese
podido inferir de su aspecto.
Esto era una cosa terrible y triste de ver; y
como yo no podía sino verla de la mañana a la noche (por cierto, no había de
momento ninguna otra cosa que ver), mi alma se llenó de muy graves pensamientos
acerca de la miseria que iba a cernirse sobre la ciudad, y la infelicidad de
aquellos que hubiesen quedado en ella.
Durante algunas semanas la prisa de la gente
era tal, que hacía casi imposible llegar hasta las puertas del corregidor; una
muchedumbre apremiante se apiñaba allí para obtener pases y certificados de
salud, como para viajar al extranjero, ya que sin los mismos no se les permitía
pasar a través de las ciudades situadas en los caminos, ni se les daba
alojamiento en ninguna posada. Ahora bien, como durante todo este tiempo no había
muerto nadie dentro de la ciudad, el corregidor daba sin ninguna dificultad
certificados de salud a todos aquellos que habitaban en las noventa y siete
parroquias; y durante algún tiempo también a los que vivían fuera de la ciudad.
Esta prisa, como digo, continuó durante
algunas semanas, es decir, durante los meses de mayo y junio, con mayor motivo
aún, puesto que se rumoreaba que aparecería una orden del Gobierno para poner
vallas y barreras en los caminos a fin de impedir que la gente viajase; y que
los pueblos sobre los caminos no tolerarían el paso de los londinenses por
miedo a que trajesen consigo la epidemia, si bien ninguno de estos rumores
tenía otro fundamento que la imaginación, por lo menos al principio.
Entonces comencé a pensar seriamente en mí
mismo, en mi propio caso y en lo que debería hacer conmigo mismo; es decir, si
debería decidir quedarme en Londres o bien cerrar mi casa y huir como muchos de
mis vecinos. He escrito este extremo tan detalladamente, porque no sé si podrá
ser de utilidad a aquellos que vengan después de mí, si les aconteciese el
verse amenazados por el mismo peligro y si tuviesen que decidir de la misma
manera; por ello, deseo que esta narración llegue a ellos más en calidad de
orientación de sus actos que de historia de los míos, puesto que no les valdrá
un ardite el saber lo que ha sido de mí.
Me enfrentaba a dos cuestiones importantes:
una de ellas era el manejo de mi tienda y mi negocio, que era de consideración
y en el que estaba embarcado todo lo que yo poseía en el mundo; la otra era la
preservación de mi vida en la calamidad tan funesta que, según veía, iba a caer
sobre toda la ciudad y que, sin embargo, por grande que fuese, siempre sería
mucho menor de lo que imaginaban mis temores y los de las demás gentes.
La primera consideración era de gran
importancia para mí; mi comercio era de talabartería; y como mis transacciones
se realizaban principalmente no por ventas de tienda o casuales, sino entre los
mercaderes que comerciaban con las colonias inglesas en América, mis bienes
estaban muy en manos de éstos. Cierto es que yo era soltero, pero tenía una
familia de criados a la que mantenía en mi negocio; tenía una casa, tienda y
almacenes repletos de mercancías; y el abandonar todo eso de la manera en que
han de abandonarse las cosas en tales situaciones (es decir, sin ningún
cuidador o persona adecuada a la que se pudiesen encargar), hubiese sido
arriesgar no sólo la pérdida de mi comercio, sino la de mis bienes y de todo lo
que poseía en el mundo.
En esa época yo tenía un hermano mayor en
Londres, que había venido unos pocos años antes de Portugal; cuando le
consulté, me respondió en pocas palabras, las mismas que fueron pronunciadas en
un caso bastante distinto: “Maestro, sálvate a ti mismo”. En una palabra, era
partidario de que me fuese al campo, cosa que él había resuelto hacer con su
familia; me dijo lo que, según parece, había oído decir en el extranjero, de
que la mejor manera de prepararse contra la peste era huir de ella. Refutó mis
argumentos de que perdería mi comercio, mis bienes, o mis deudas. Me dijo lo
mismo que yo argüía para quedarme, o sea, que confiaría a Dios mi seguridad y
mi salud, lo que desmentía mis pretensiones de perder mi comercio y mis bienes:
“porque”, dijo, “¿no es más razonable confiar a Dios la suerte o el riesgo de
perder tu comercio, que quedarte en un lugar de tan acusado peligro confiándole
tu vida?”.
No podía alegar que estaba en un apuro en
cuanto a sitio adonde ir, porque tenía varios amigos y parientes en Northamptonshire,
de donde había venido originariamente nuestra familia; por otra parte, mi única
hermana estaba en Lincolnshire, muy deseosa de recibirme y hospedarme.
Mi hermano, quien ya había enviado a su mujer
y a sus dos niños a Bedfordshire y que estaba decidido a seguirles, me instaba
muy seriamente a que partiese; y en una ocasión decidí obrar de acuerdo con sus
deseos, pero entonces no pude hallar ningún caballo; porque si bien es cierto
que no todo el mundo salió de la ciudad de Londres, creo poder decir que sí lo
hicieron todos los caballos, ya que durante algunas semanas fue prácticamente
imposible comprar o alquilar uno solo en toda la ciudad. Una vez decidí viajar
a pie con un criado y no descansar en ninguna posada, sino llevar con nosotros
una tienda de campaña, cosa que hicieron muchos; y descansar de esa manera en
los campos, ya que el tiempo era muy cálido y no había peligro de pillar un
enfriamiento. Digo que fueron muchos los que hicieron esto, especialmente
aquellos que estuvieron en los ejércitos durante la guerra, que había tenido
lugar hacía pocos años; y también debo decir que si la mayor parte de la gente
hubiese viajado de esa manera la peste no habría entrado en tantos pueblos y
casas de campo como lo hizo, para la desgracia y hasta la ruina de muchas
gentes.
Mas luego, mi sirviente, al que tenía la
intención de llevar conmigo, me defraudó; sintió miedo ante la propagación del
mal, y al no saber cuándo partiría yo, tomó otras medidas y me abandonó, de
manera que tuve que aplazar mi partida en esa ocasión; luego, de una u otra
manera, siempre mi resolución de alejarme se cruzó con algún contratiempo,
aplazando mi partida una y otra vez; y esto da lugar a una historia que de otra
manera sería una digresión inútil, de que estos contratiempos provenían del
Cielo.
Menciono por otra parte esta historia como el
mejor método que puedo aconsejar a cualquier persona en tal situación,
especialmente si es consciente de su deber, capaz de sentir la orientación que
debe dar a sus actos; o sea, que mantenga los ojos abiertos para observar las
cosas providenciales que ocurren en ese momento, viéndolas complejamente, tal
como se relacionan unas con otras, y tal como todas juntas se relacionan con el
problema al que uno se enfrenta: luego, según creo, podrá tomarlas con
seguridad como intimaciones del Cielo sobre cuál es su deber incuestionable
respecto a lo que debe hacer en dicho caso; me refiero, por ejemplo, a
marcharse o permanecer en el sitio en el que habitamos cuando aparece una
enfermedad infecciosa.
Una mañana, meditando sobre este asunto
particular, se afirmó en mi mente la convicción de que nada nos llegaba que no
fuese enviado o permitido por el Poder Divino, de manera que estos
contratiempos habían de tener intrínsecamente algo de extraordinario; y debí de
considerar, si bien no se manifestó como evidente o subjetivo, que el deseo del
Cielo era que yo no me marchase. A continuación pensé que si en realidad Dios
deseaba que me quedase, Él podía preservar mi vida en medio de toda la
mortandad y de todo el peligro que me rodearían; y que si yo decidía salvarme
huyendo de mi casa, si actuaba en contra de estas intimaciones que yo creía
Divinas, ello sería como huir de Dios; y que Él podría ordenar a su justicia
que me alcanzase cuando y donde Él lo creyese justo.
Estos pensamientos modificaron otra vez mi
resolución; y cuando pude hablar nuevamente con mi hermano, le dije que estaba
inclinado a quedarme y a afrontar mi suerte en el puesto en el que Dios me
había colocado; y que ello me parecía ser mi obligación, especialmente por todo
lo que yo he dicho.
Mi hermano, aunque era un hombre muy
religioso, se rio de todo lo que dije acerca de haber tenido intimaciones del
Cielo, y me contó varias historias acerca de personas a las que, como a mí,
llamaba temerarias; que ciertamente debería considerar como signo del Cielo si
yo estuviese de alguna manera impedido por enfermedades o dolencias; y que no
pudiendo en tal caso viajar, había de conformarme con los designios del Señor,
quien por ser mi Creador, tenía el indiscutible derecho de soberanía para
disponer de mí; y que en tal caso no habría dificultad alguna para determinar
cuál era la llamada de la Providencia Divina, y cuál no lo era; pero que yo
tomase como intimación del Cielo el no poder salir de la ciudad solamente por
no poder alquilar un caballo; o porque mi compañero que había de servirme había
escapado, era ridículo, ya que yo tenía entonces mi buena salud y mis
facultades, así como otros sirvientes; y que podía fácilmente viajar uno o dos
días a pie, si tenía un buen certificado de estar en perfecta salud, por lo que
podía alquilar un caballo en el camino o viajar en la posta, según creyese
conveniente.
Luego procedió a contarme las dañinas
consecuencias de la presunción de los turcos y mahometanos en Asia y en otros
lugares en los que había estado (puesto que mi hermano, al ser comerciante,
estuvo en el extranjero, y había vuelto últimamente de Lisboa, como ya he
mencionado antes, hacía pocos años); de cómo, abusando de las ideas de
predestinación que profesaban, de que la muerte de todo hombre está
predeterminada y decretada de antemano sin apelación, iban sin preocuparse a
los lugares infectados y conversaban con personas contagiadas, por lo que
morían a razón de diez o quince mil por semana, mientras que los comerciantes
europeos o cristianos, que se mantenían retirados y apartados, escapaban por lo
general del contagio.
Con estos argumentos, mi hermano cambió otra
vez mi decisión, y resolví partir; y preparé todas las cosas de acuerdo con
ello; brevemente, la plaga se propagaba a mi alrededor y las listas habían
aumentado hasta casi setecientos por semana; y mi hermano me dijo que sería muy
aventurado quedarse durante más tiempo. Le pedí que me dejase considerar mi
decisión nada más que hasta el día siguiente; y como ya tenía todo preparado de
la mejor manera que pude, respecto a mi negocio y a la persona a quien
encargaría de mis asuntos, ya no tuve otra cosa que hacer sino decidir.»
*Tifus exantemático. [N. del T.]
[El texto pertenece a la edición en español
de Editorial Impedimenta, 2010, en traducción de Pablo Grossmichd, pp. 15-20.
ISBN: 978-84-9376-018-2.]