domingo, 25 de febrero de 2024

Diario del año de la peste.- Daniel Defoe (1660-1731)


Daniel Defoe - Wikipedia, la enciclopedia libre  «La cantidad usual de inhumaciones según las listas de mortalidad era de unas doscientas cuarenta o así, hasta trescientas en una semana. Se tenía por bastante alta esta última cifra; pero luego vemos que las listas sucesivas aumentaron como sigue:

                                                          Inhumación      Incremento
  Del 20 al 27 de diciembre                  291                      
  Del 27 de diciembre al 3 de enero     349                     58
  Del 3 al 10 de enero                           394                     45
  Del 10 al 17 de enero                         415                     21
  Del 17 al 24 de enero                         474                     59
   
 Esta última lista fue verdaderamente horrorosa, siendo la mayor cantidad de personas inhumadas en una semana desde el anterior azote de 1656.
 Sin embargo, todo esto desapareció otra vez; y mostrándose frío el tiempo, las heladas que aparecieron en diciembre manteniéndose muy severas incluso hasta cerca de finales de febrero, acompañadas de vientos cortantes pero moderados, las listas disminuyeron otra vez y la ciudad creció sana; y todos empezaron a considerar que había pasado el peligro; sólo que las inhumaciones en St. Giles todavía seguían siendo muchas. Especialmente desde principios de abril, siendo de veinticinco por semana, hasta la semana del 18 al 25, en la que en la parroquia de St. Giles fueron enterradas treinta personas, dos de las cuales habían muerto de peste y ocho de tabardillo pintado*, al que se contemplaba como la misma cosa; de manera similar, el número total de muertos por tabardillo pintado aumentó, siendo de ocho la semana anterior, y de doce durante la semana arriba mencionada.
 Esto nos alarmó a todos nuevamente; y el pueblo sentía terribles aprensiones, especialmente porque el tiempo había cambiado y era ahora, con el verano en puertas, cada vez más cálido. No obstante, la semana siguiente hizo concebir nuevamente algunas esperanzas. Las listas eran reducidas, ya que el número total de muertos fue de sólo 388, no habiendo ninguno de peste y solamente cuatro de tabardillo pintado.
 Pero volvió la semana siguiente; y el mal se propagó a dos o tres parroquias, a saber: St. Andrew, Holborn y St. Clement Danes; y para gran aflicción de la ciudad hubo un muerto dentro de las murallas, en la parroquia de St. Mary Woolchurch, es decir, en Bearbinder Lane, cerca de la Bolsa. En total hubo nueve casos de peste y siete de tabardillo pintado. Las averiguaciones indicaron, sin embargo, que este francés que murió en Bearbinder Lane era uno que, habiendo vivido en Long Acre, cerca de las casas infectadas, se mudó por miedo a la enfermedad, sin saber que ya estaba contagiado.
 Esto sucedió en los primeros días de mayo, aunque el tiempo era benigno, variable y bastante frío; y las gentes aún abrigaban ciertas esperanzas. Lo que les daba confianza, era que la ciudad estaba saludable: las noventa y siete parroquias juntas tuvieron sólo cincuenta y cuatro entierros; y comenzamos a creer que el mal no avanzaría más lejos, puesto que aparecía principalmente entre la gente de ese extremo de la ciudad. Tanto más cuanto que la semana siguiente, que fue entre el 9 de mayo y el 16, sólo murieron tres, ninguno de ellos dentro de la ciudad; y St. Andrew inhumó solamente quince, lo que era muy poco. Cierto es que St. Giles enterró a treinta y dos, pero incluso así, como sólo había uno de peste, la gente empezó a sentirse más tranquila. La lista total también era muy reducida, ya que la semana anterior fue de sólo 347; y sólo 343 en la semana arriba mencionada. Mantuvimos estas esperanzas durante algunos días, pero sólo fueron para unos pocos, puesto que al pueblo ya no se le podía engañar de tal manera; registraron las casas y encontraron que la peste estaba efectivamente extendida por todas partes, y que muchos morían de ella cada día. Así, fallaron todos nuestros atenuantes; y ya no hubo nada más que ocultar; más aún, pronto se vio que la epidemia había desbordado toda esperanza de mitigación; que en la parroquia de St. Giles había entrado en diversas calles y que varias familias completas yacían enfermas; consecuentemente, la situación comenzó a dejarse ver en la lista de la semana siguiente. Ciertamente, sólo hubo catorce anotados con peste, pero esto era una bellaquería y una confabulación, puesto que en la parroquia de St. Giles inhumaron cuarenta en total, de los que se estaba seguro que la mayor parte había muerto de la peste, aunque estuviesen registrados con otras enfermedades; y si bien todos los entierros no pasaban de treinta y dos, y la lista total mostraba sólo 385, había catorce de tabardillo pintado, así como catorce de peste; y dimos por seguro que esa semana habían muerto cincuenta a causa de la peste.
 La lista siguiente fue del 23 al 30 de mayo, en la que el número de muertos de peste era diecisiete. Mas las inhumaciones en St. Giles fueron cincuenta y tres —cantidad terrorífica— entre las que solamente se registraron nueve casos de peste: pero un examen más estricto de los jueces de paz, a demanda del corregidor, demostró que había otros veinte que habían muerto a causa de la peste en dicha parroquia, pero que habían sido anotados con tabardillo u otras enfermedades, sin contar a otros que fueron ocultados.
 Pero estas cosas fueron insignificantes comparadas con lo que siguió inmediatamente después; porque entonces llegó el tiempo caluroso; y desde la primera semana de junio el contagio se diseminó de manera terrorífica, y las listas se elevaron; los que eran víctimas de la fiebre o del tabardillo comenzaron a hincharse; hicieron todo cuanto pudiera ocultar su enfermedad, para evitar que los vecinos los rehuyesen y se negasen a conversar con ellos; y también para evitar que las autoridades cerrasen sus casas, cosa que, aunque no se practicaba todavía, ya había habido amenazas; y el pueblo estaba muy aterrado al pensar en ello.
 Durante la segunda semana de junio, la parroquia de St. Giles, en la que seguía estando el centro de la infección, enterró a ciento veinte personas, de las que todo el mundo dijo, aunque las listas indicaban sólo sesenta y ocho, que había por lo menos cien muertas de peste, haciendo el cálculo en base a la cantidad habitual de funerales en dicha parroquia.
 Hasta esta semana la ciudad seguía estando libre, no habiendo muerto nadie en ella, salvo el francés al que hice referencia antes, en ninguna de las noventa y siete parroquias. Entonces murieron cuatro dentro de la ciudad: uno en Wood Street, otro en Fenchurch Street y dos en Crooked Lane. Southwark estaba totalmente libre, no habiendo muerto aún nadie de ese lado del agua.
 Yo vivía más allá de Aldgate, aproximadamente a medio camino entre Aldgate Church y Whitechapel Bars, a mano izquierda o lado norte de la calle; y como la enfermedad no había alcanzado esa parte de la ciudad, nuestro barrio continuaba tranquilo. Pero en el otro extremo de la ciudad la consternación era muy grande; y la clase más rica de gente, especialmente la nobleza y la clase acomodada de la parte oeste de la ciudad, salió en tropel de la villa, con sus familias y criados, de manera desacostumbrada; cosa que se vio muy especialmente en Whitechapel, o sea en la calle Ancha en la que yo vivía; por cierto, no se veía otra cosa que carros y carretas con enseres, mujeres, niños, criados, etc.; carruajes llenos de gente de la mejor clase, y jinetes que los acompañaban; y todos ellos huyendo; luego aparecían carros y carretas vacíos y más caballos con sirvientes que sin duda regresaban, o eran enviados del campo para recoger a más gente; además de una innumerable cantidad de hombres a caballo, algunos solos, otros con criados, generalmente cargados con equipaje y preparados para viajar, lo que cualquiera hubiese podido inferir de su aspecto.
 Esto era una cosa terrible y triste de ver; y como yo no podía sino verla de la mañana a la noche (por cierto, no había de momento ninguna otra cosa que ver), mi alma se llenó de muy graves pensamientos acerca de la miseria que iba a cernirse sobre la ciudad, y la infelicidad de aquellos que hubiesen quedado en ella.
 Durante algunas semanas la prisa de la gente era tal, que hacía casi imposible llegar hasta las puertas del corregidor; una muchedumbre apremiante se apiñaba allí para obtener pases y certificados de salud, como para viajar al extranjero, ya que sin los mismos no se les permitía pasar a través de las ciudades situadas en los caminos, ni se les daba alojamiento en ninguna posada. Ahora bien, como durante todo este tiempo no había muerto nadie dentro de la ciudad, el corregidor daba sin ninguna dificultad certificados de salud a todos aquellos que habitaban en las noventa y siete parroquias; y durante algún tiempo también a los que vivían fuera de la ciudad.
 Esta prisa, como digo, continuó durante algunas semanas, es decir, durante los meses de mayo y junio, con mayor motivo aún, puesto que se rumoreaba que aparecería una orden del Gobierno para poner vallas y barreras en los caminos a fin de impedir que la gente viajase; y que los pueblos sobre los caminos no tolerarían el paso de los londinenses por miedo a que trajesen consigo la epidemia, si bien ninguno de estos rumores tenía otro fundamento que la imaginación, por lo menos al principio.
 Entonces comencé a pensar seriamente en mí mismo, en mi propio caso y en lo que debería hacer conmigo mismo; es decir, si debería decidir quedarme en Londres o bien cerrar mi casa y huir como muchos de mis vecinos. He escrito este extremo tan detalladamente, porque no sé si podrá ser de utilidad a aquellos que vengan después de mí, si les aconteciese el verse amenazados por el mismo peligro y si tuviesen que decidir de la misma manera; por ello, deseo que esta narración llegue a ellos más en calidad de orientación de sus actos que de historia de los míos, puesto que no les valdrá un ardite el saber lo que ha sido de mí.
 Me enfrentaba a dos cuestiones importantes: una de ellas era el manejo de mi tienda y mi negocio, que era de consideración y en el que estaba embarcado todo lo que yo poseía en el mundo; la otra era la preservación de mi vida en la calamidad tan funesta que, según veía, iba a caer sobre toda la ciudad y que, sin embargo, por grande que fuese, siempre sería mucho menor de lo que imaginaban mis temores y los de las demás gentes.
 La primera consideración era de gran importancia para mí; mi comercio era de talabartería; y como mis transacciones se realizaban principalmente no por ventas de tienda o casuales, sino entre los mercaderes que comerciaban con las colonias inglesas en América, mis bienes estaban muy en manos de éstos. Cierto es que yo era soltero, pero tenía una familia de criados a la que mantenía en mi negocio; tenía una casa, tienda y almacenes repletos de mercancías; y el abandonar todo eso de la manera en que han de abandonarse las cosas en tales situaciones (es decir, sin ningún cuidador o persona adecuada a la que se pudiesen encargar), hubiese sido arriesgar no sólo la pérdida de mi comercio, sino la de mis bienes y de todo lo que poseía en el mundo.
IMPEDIMENTA » Diario del año de la peste En esa época yo tenía un hermano mayor en Londres, que había venido unos pocos años antes de Portugal; cuando le consulté, me respondió en pocas palabras, las mismas que fueron pronunciadas en un caso bastante distinto: “Maestro, sálvate a ti mismo”. En una palabra, era partidario de que me fuese al campo, cosa que él había resuelto hacer con su familia; me dijo lo que, según parece, había oído decir en el extranjero, de que la mejor manera de prepararse contra la peste era huir de ella. Refutó mis argumentos de que perdería mi comercio, mis bienes, o mis deudas. Me dijo lo mismo que yo argüía para quedarme, o sea, que confiaría a Dios mi seguridad y mi salud, lo que desmentía mis pretensiones de perder mi comercio y mis bienes: “porque”, dijo, “¿no es más razonable confiar a Dios la suerte o el riesgo de perder tu comercio, que quedarte en un lugar de tan acusado peligro confiándole tu vida?”.
 No podía alegar que estaba en un apuro en cuanto a sitio adonde ir, porque tenía varios amigos y parientes en Northamptonshire, de donde había venido originariamente nuestra familia; por otra parte, mi única hermana estaba en Lincolnshire, muy deseosa de recibirme y hospedarme.
 Mi hermano, quien ya había enviado a su mujer y a sus dos niños a Bedfordshire y que estaba decidido a seguirles, me instaba muy seriamente a que partiese; y en una ocasión decidí obrar de acuerdo con sus deseos, pero entonces no pude hallar ningún caballo; porque si bien es cierto que no todo el mundo salió de la ciudad de Londres, creo poder decir que sí lo hicieron todos los caballos, ya que durante algunas semanas fue prácticamente imposible comprar o alquilar uno solo en toda la ciudad. Una vez decidí viajar a pie con un criado y no descansar en ninguna posada, sino llevar con nosotros una tienda de campaña, cosa que hicieron muchos; y descansar de esa manera en los campos, ya que el tiempo era muy cálido y no había peligro de pillar un enfriamiento. Digo que fueron muchos los que hicieron esto, especialmente aquellos que estuvieron en los ejércitos durante la guerra, que había tenido lugar hacía pocos años; y también debo decir que si la mayor parte de la gente hubiese viajado de esa manera la peste no habría entrado en tantos pueblos y casas de campo como lo hizo, para la desgracia y hasta la ruina de muchas gentes.
 Mas luego, mi sirviente, al que tenía la intención de llevar conmigo, me defraudó; sintió miedo ante la propagación del mal, y al no saber cuándo partiría yo, tomó otras medidas y me abandonó, de manera que tuve que aplazar mi partida en esa ocasión; luego, de una u otra manera, siempre mi resolución de alejarme se cruzó con algún contratiempo, aplazando mi partida una y otra vez; y esto da lugar a una historia que de otra manera sería una digresión inútil, de que estos contratiempos provenían del Cielo.
 Menciono por otra parte esta historia como el mejor método que puedo aconsejar a cualquier persona en tal situación, especialmente si es consciente de su deber, capaz de sentir la orientación que debe dar a sus actos; o sea, que mantenga los ojos abiertos para observar las cosas providenciales que ocurren en ese momento, viéndolas complejamente, tal como se relacionan unas con otras, y tal como todas juntas se relacionan con el problema al que uno se enfrenta: luego, según creo, podrá tomarlas con seguridad como intimaciones del Cielo sobre cuál es su deber incuestionable respecto a lo que debe hacer en dicho caso; me refiero, por ejemplo, a marcharse o permanecer en el sitio en el que habitamos cuando aparece una enfermedad infecciosa.
 Una mañana, meditando sobre este asunto particular, se afirmó en mi mente la convicción de que nada nos llegaba que no fuese enviado o permitido por el Poder Divino, de manera que estos contratiempos habían de tener intrínsecamente algo de extraordinario; y debí de considerar, si bien no se manifestó como evidente o subjetivo, que el deseo del Cielo era que yo no me marchase. A continuación pensé que si en realidad Dios deseaba que me quedase, Él podía preservar mi vida en medio de toda la mortandad y de todo el peligro que me rodearían; y que si yo decidía salvarme huyendo de mi casa, si actuaba en contra de estas intimaciones que yo creía Divinas, ello sería como huir de Dios; y que Él podría ordenar a su justicia que me alcanzase cuando y donde Él lo creyese justo.
 Estos pensamientos modificaron otra vez mi resolución; y cuando pude hablar nuevamente con mi hermano, le dije que estaba inclinado a quedarme y a afrontar mi suerte en el puesto en el que Dios me había colocado; y que ello me parecía ser mi obligación, especialmente por todo lo que yo he dicho.
 Mi hermano, aunque era un hombre muy religioso, se rio de todo lo que dije acerca de haber tenido intimaciones del Cielo, y me contó varias historias acerca de personas a las que, como a mí, llamaba temerarias; que ciertamente debería considerar como signo del Cielo si yo estuviese de alguna manera impedido por enfermedades o dolencias; y que no pudiendo en tal caso viajar, había de conformarme con los designios del Señor, quien por ser mi Creador, tenía el indiscutible derecho de soberanía para disponer de mí; y que en tal caso no habría dificultad alguna para determinar cuál era la llamada de la Providencia Divina, y cuál no lo era; pero que yo tomase como intimación del Cielo el no poder salir de la ciudad solamente por no poder alquilar un caballo; o porque mi compañero que había de servirme había escapado, era ridículo, ya que yo tenía entonces mi buena salud y mis facultades, así como otros sirvientes; y que podía fácilmente viajar uno o dos días a pie, si tenía un buen certificado de estar en perfecta salud, por lo que podía alquilar un caballo en el camino o viajar en la posta, según creyese conveniente.
 Luego procedió a contarme las dañinas consecuencias de la presunción de los turcos y mahometanos en Asia y en otros lugares en los que había estado (puesto que mi hermano, al ser comerciante, estuvo en el extranjero, y había vuelto últimamente de Lisboa, como ya he mencionado antes, hacía pocos años); de cómo, abusando de las ideas de predestinación que profesaban, de que la muerte de todo hombre está predeterminada y decretada de antemano sin apelación, iban sin preocuparse a los lugares infectados y conversaban con personas contagiadas, por lo que morían a razón de diez o quince mil por semana, mientras que los comerciantes europeos o cristianos, que se mantenían retirados y apartados, escapaban por lo general del contagio.
 Con estos argumentos, mi hermano cambió otra vez mi decisión, y resolví partir; y preparé todas las cosas de acuerdo con ello; brevemente, la plaga se propagaba a mi alrededor y las listas habían aumentado hasta casi setecientos por semana; y mi hermano me dijo que sería muy aventurado quedarse durante más tiempo. Le pedí que me dejase considerar mi decisión nada más que hasta el día siguiente; y como ya tenía todo preparado de la mejor manera que pude, respecto a mi negocio y a la persona a quien encargaría de mis asuntos, ya no tuve otra cosa que hacer sino decidir.»

 *Tifus exantemático. [N. del T.]
  
  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Impedimenta, 2010, en traducción de Pablo Grossmichd, pp. 15-20. ISBN: 978-84-9376-018-2.]

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