domingo, 4 de febrero de 2024

Caracteres blancos.- Carlos Labbé (1977)


The PEN Ten: An Interview in Translation with Carlos Labbé - PEN ...
Quinto día de ayuno

Nueve fábulas automáticas
1

  «En una esquina, sobre una mesita de té, había un robot azul y gris de latón con luces blancas en los ojos, los hombros y los pies que se encendían en reacción a cualquier sonido. Del interior de su cuerpo, asimismo, emergía una voz nasal que contaba la historia de cómo un niño bávaro que amaba a sus padres construyó una serie de autómatas que los ayudaban en las tareas del campo, de cómo otro niño del pueblo que era maltratado se las ingenió para que su madrastra cayera en un pozo y culparan a los autómatas del accidente, de cómo la gente incendió la casa de los autómatas y también de cómo estos cobraron vida en medio del fuego para salvar a la familia de granjeros.
 La niña rogó a sus padres que le compraran aquel robot, pero el encargado de la tienda dijo que no era un juguete y que no estaba a la venta. Ella volvió triste al hogar, se durmió y olvidó el robot hasta que, treinta y cinco años más tarde, ciega de ira por no encontrar a su vástago para mandarlo en busca de agua, fue ella misma y encontró la muerte en el fondo del pozo.

2

 Cuando tenía cinco años Alfons Klinge oyó, desde el aparato de radio que siempre estaba encendido a esa hora en el salón, la noticia de que la bomba atómica había sido detonada en Hiroshima. Afirmó su vaso de leche tibia y fue corriendo a escuchar los pormenores en la voz de los oficiales norteamericanos que habían sido puestos a cargo de la radioemisora de Friburg. A la entrada del salón tropezó con uno de sus Volkswagen de juguete, el vaso se le resbaló de entre los dedos y la leche fue a dar sobre el aparato de radio, del cual salieron chispas primero, después una pequeña explosión, un cortocircuito, llamas en las cortinas y el incendio. Cuatro semanas atrás una tanqueta había arrollado a su padre, que intentaba impedir el paso de los aliados a su hacienda.
 A los cuarenta y ocho años, Alfons Klinge viajaba desde Washington a New Haven para recibir un doctorado honoris causa por el aporte a la fenomenología que había significado la publicación del último de los siete tomos de su Ponderación de Heidegger, Hüsserl y Gadanter, cuando sufrió una insuficiencia cardíaca. Se le practicó con éxito un trasplante en Boston, ocasión desde la cual no volvió a publicar una sola página, se negó a aparecer en público y se recluyó en un departamento de Detroit. Según los vecinos, un zumbido bajísimo era perceptible desde el interior de la morada del filósofo, tan grave que algunas madrugadas hacía retumbar los espejos y cristales. Murió de un accidente vascular mientras dormía, solo, rapado y desnudo, en un departamento vacío, sin cuadros en las paredes, sin libros ni televisión. No había un solo lápiz, pero sí una nota en el suelo que decía en alemán:
 “Desde los cinco años vengo soñando lo mismo. Quiero besar a Urna, pero el barco en el que viajamos está diseñado de manera tal que, cada vez que me dispongo a descender las escaleras hacia la piscina de vapor donde ella toma un baño, los escalones, el suelo, los muros, las vigas, las tablas y la cubierta comienzan a moverse, a inclinarse y levantarse, a cambiar de lugar, a hincharse, plegarse, disminuir, balancearse, crecer, cambiar de color, de forma, a abrirse y apretar, cerrar, ampliarse y cruzar para que yo quede en la misma posición en la que he realizado todo el viaje: arriba, en lo más alto del barco. Reflexiono que las transformaciones del barco son tan armónicas y funcionales que parecen formar parte de un ser vivo, de un organismo. Palpo con mis dedos el suelo y lo siento caliente, contemplo sus poros, los vellos de los muros, el sudor del palo mayor. Me doy cuenta de que estoy dentro de mi propio cuerpo”.

3

 Rabí Tanhum disponía firmemente cada noche el balde dentro de un cajón con ruedas fabricado de una madera liviana junto a la noria del agua. Ahora podía recitar temprano las oraciones de la Ghemará y realizar sus lavativas sin interrupciones, ya no tenía que interponer el frío y sus pasos en busca del balde de agua a las Palabras, puesto que a la salida del sol la noria hacía emerger el agua del pozo y la vaciaba, por medio de canaletas, en el balde que había dispuesto hasta que, rebosado, el peso empujaba el ligero cajón con ruedas suavemente por la pendiente que separaba la pequeña choza de rabí Tanhum y la noria del pueblo.
 Pronto la gente comenzó a murmurar contra rabí Tanhum porque en las leyes de Dios dispuestas sobre la Torah nada decía sobre someter y manipular los objetos inanimados como si fueran creaturas vivas al servicio del hombre. Unos lo urgían a destruir aquel carro, otros le pedían que les enseñase a fabricar uno para su propio beneficio. Desde lejos llegó el anciano rabí Eleazar Yehuda, se sentó en la mesa de rabí Tanhum y le hizo una sola pregunta:
 —Rabí, ¿trabaja o descansa en Sabbath el ingenio que has construido?
 Rabí Tanhum no supo qué contestar, pues en la víspera con frecuencia las ruedas de madera del cajón se desgastaban y, llegada la madrugada del Día Consagrado al Señor, el balde se llenaba como todos los días; el carro trabajaba, es decir recorría algunos pies, pero pronto las ruedas cedían, el cajón se volcaba y quedaba en tierra, a medio camino, descansando en Sabbath.

4

 Después del accidente, el abuelo dejó su casa en la caleta Portales a cambio de un dormitorio en Santiago, que estaba a razonable distancia de la institución que sacó adelante a su niño. Tras ocho meses de espera recibió una pierna de madera de pino, a la que por fortuna le siguió otra pierna, también de madera de pino y con una rudimentaria articulación de bronce en la rodilla, lo que no obstó para que intentara dar los primeros pasos por el dormitorio. Semanas más tarde llegaron dos brazos de pino radiata, livianos y dúctiles, y dos manos del mismo material aunque con nudillos, coyunturas y garras de fierro, que sin embargo de nada sirvieron hasta que el Ministerio de Salud Pública donó un torso fabricado con restos de maquinaria forestal y cuprífera, con motores cardíacos y nerviosos en pleno funcionamiento.
 Aquella tarde de verano, Guepedo —tal era el nombre del abuelo— llevó una silla al portal del pasaje en que vivía para contemplar la primera caminata de su Pinino. Recordó melancólicamente aquella noche en alta mar, cuando en plena pesca apareció de súbito una ballena que tragó su bote. Había perdido el conocimiento y con regocijo soñó que tenía un nieto. Despertó en el vientre de algo, un monstruo de mar, pero las ballenas no se acercaban tanto a la costa; era el prototipo de un submarino que estaba desarrollando el Presidente Ibáñez. A cambio de su silencio, el gobierno le concedería cualquier favor. Ahora veía los pasos desgarbados de polichinela que intentaba dar su Pinino, pasos cuyos hilos invariablemente manejaba la muerte, pues cada dos metros se desmoronaba el cuerpo sin cabeza sobre la acera. Acaso él mismo también estaba muerto, reflexionó, para luego continuar sus ensoñaciones: la próxima buena obra del hada convertiría a su nieto en un niño de carne y hueso que se haría adulto; adquiriría un nombre importante, extranjero, italiano quizás, mejor aun francés; podría seguir la carrera militar, acaso alguna vez alguien fuera a donar una cabeza para él. O muchas cabezas, miles.

5

Caracteres Blancos : Carlos Labbé : 9788492865321 El 25 de octubre de 1998, en la localidad suiza de Neuchátel, el ingeniero de sistemas Pierre Leschot aceptó por teléfono el encargo de digitar 20.700 cifras en una planilla de cálculo y se comprometió a enviar el archivo por correo electrónico, a más tardar en fecha de primero de noviembre. Era un genio, sin embargo llevaba dos meses buscando trabajo infructuosamente durante el día y bebiéndose sus ahorros en una taberna durante la noche, así que no le fue fácil estacionarse frente al computador. El primer día ingresó 300 cifras y al atardecer fue en busca de un aguardiente. El segundo día alcanzó a teclear 135 cifras antes de vaciar una botella de whisky. Los dos días siguientes se los pasó ebrio, de lupanar en lupanar.
 Sin embargo, Pierre Leschot era un genio. El día quinto gastó el dinero que le quedaba en hojalaterías y ferreterías, se encerró en la cochera de su casa y construyó un autómata que teclearía a velocidad extraordinaria las 20.265 cifras que restaban. Cargó el muñeco mecánico hasta la sala donde estaba instalado el computador, lo depositó en el suelo para enchufarlo a la corriente doméstica, se agachó y levantó la palanca de encendido. Un sistema de piñones dio luz a las pequeñas ampolletas que tenía por ojos, la pantalla de su boca esbozó una sonrisa. El autómata caminó, pero en lugar de sentarse frente al computador, para cuyo teclado habían sido diseñadas sus extremidades de cien dedos, se dirigió al piano. Comenzó a interpretar con maravillosa sensibilidad los Nocturnos de Chopin, ante la mirada atónita de Pierre Leschot, cuya furiosa voluntad de arreglar cuanto antes a su criatura se fue diluyendo en un sopor melódico que lo durmió profundamente sobre el sofá. Horas más tarde, la luz del atardecer brilló con crueldad en los afilados bordes de los cien dedos del autómata. Detuvo el concierto, cerró el piano, caminó y no se detuvo —ni siquiera cuando el cable del enchufe cedió y todo quedó a oscuras— hasta llegar al sofá.

6

 Una circular placa serrada metálica se fija sobre los pastos de las tierras de la familia Frinke. Desde atrás reluce voluminosa y viene otra idéntica circular placa serrada a posarse junto al otro pie. Dos extremidades anilladas púrpura de un material flexible se flectan, preparando el siguiente paso, que retumba en las inmediaciones. A lo lejos asemeja una loco—motora ámbar, pero a medida que avanza descuajando arbustos, segando florestas y derribando árboles, el precipitamiento de sus circunvalaciones transparentes muestra un líquido oxidado a través de laboriosos pistones, cuyo dorso ígneo permite contemplar horquillas, resortes y engranajes que se combinan en crujidos infernales para provocar el movimiento neumático de vigas aceradas y lingotes. Los brazos del descomunal autómata se alzan desafiantes y se detienen violentamente a unas cuantas pulgadas de las cabezas de los dos llorosos herederos, temblando en brazos de su asustada madre. Se enciende azul un fuego fatuo, frío en el pecho de la maquinaria antropoide dentro de un disco que inesperadamente se abre desde adentro chirriando, a manera de una compuerta. Del interior del armatoste emerge Günter von Frinke, llevando un casco sobre el que perdura aquella flama añil, voceando con una sonrisa y brazos abiertos:
 —¡Felices cumpleaños, hijos míos!
 Los pequeños Frinke pasan del pavor a la plenitud, brincan y juguetean a los pies del obsequio traído por su padre. Incluso Klaus, el menor, proyecta rayos iridiscentes en torno a sí mismo y golpea sus manecitas de azogue cuando el nuevo hermano balbucea su primera palabra.

7

 No debería provocar sorpresa que Stalin permitiera por largos dos años el trabajo del neuro-cirujano Dimitri Mikhailov Smikhaiev en su máquina medidora de almas, instalada en un hospital a las afueras de Moscú. El apoyo oficial a los experimentos del doctor Smikhaiev siembra dudas sobre el carácter verdaderamente materialista del temprano marxismo staliniano, en beneficio de una metafísica del mal, si consideramos el mal como daño. En efecto, el mecanismo de aquella máquina era bastante simple: registraba magnetofónicamente los episodios traumáticos que relataba el prisionero bajo hipnosis y luego los reproducía de manera continua en los altavoces que se ubicaban en el techo de la celda. La medida del alma de una persona era proporcional al tiempo que soportara en estado de cordura aquel horrible relato. Los resultados indicaron la impresionante fortaleza de espíritu de los rusos: sólo cinco presos enloquecieron de entre los cincuenta sometidos a la medición. Ante tales resultados la autoridad reunió un comité especial y acusó al doctor Smikhaiev de engañar al pueblo. Lo fusilaron mientras alguien clamaba, desde el fondo del patio, que eran unos desalmados.
 En los años noventa, durante un almuerzo con Bioy Casares, le comenté que llevaba cinco años entrampado en la escritura de una novela histórica. La historia tiene demasiadas puertas como para perderse, me respondió con una sonrisa. Efectivamente, mi manuscrito aún está guardado sin terminar en un cajón, pero la anécdota me hace recordar cuando en mi infancia le escuché decir a un tío que todo podría haber sido distinto si aquella vez en Concepción, el año 1749, la modesta máquina de guerra construida por el capitán Juan de Ordóñez hubiera aniquilado a sus enemigos mapuche dando, de paso, origen a una revolución industrial, en vez de crujir blandamente y romperse en pedazos para que salieran del interior dos enormes culebras marmóreas que devoraron a todos los integrantes del batallón antes de sumergirse en un volcán que comenzaba a hacer erupción, como realmente ocurrió.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Periférica, 2011, pp. 37-43. ISBN: 978-84-9286-532-1.]

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