I.Tío, cómprame
un profiláctico…
«Lo primero que salta a la vista en
cualquiera de estos relatos es el desabastecimiento permanente de un producto
esencial: los progenitores. Es un universo de tíos-abuelos, tíos, sobrinos,
primos, y también, en la relación macho-hembra, un eterno noviazgo. Rico Mc
Pato es el tío de Donald, la abuela Pata es la tía de Donald, Donald a su vez
es el tío de Hugo, Paco y Luis. El otro pariente inmediato es el primo Glad
Consuerte, que de ninguna manera es hijo de Mc Pato o de la abuela Pata.
Incluso cuando aparece un antecesor más antiguo, se denomina tío Abuelo León
(TR 108). Es fácil suponer, entonces, que cualquier otro miembro consanguíneo
de la familia automáticamente pertenece a la rama secundaria. Un ejemplo: el
Sheik Kuak, conocido también como Primo Pato Patudo (TR 111); el tío Tito Mac
Cuaco (D 455), y el Primo Pascual (D 431). Dentro de esta genealogía hay una
preferencia manifiesta por el sector masculino a despecho del femenino. Las
damas son solteras, con la única excepción de la abuela Pata supuestamente
viuda, sin que se le hubiera muerto el marido, ya que sólo aparece en el N.º
424 de Disneylandia para no hacer su
reaparición jamás, bajo el sugestivo título de “La Historia se repite”. Aquí
están la vaca Clarabella (con la fugaz prima Bellarosa, F 57), la gallina Clara
(que a veces se transforma, por olvido de los guionistas, en Enriqueta), la
bruja Amelia, y naturalmente Minnie y Daisy, que, por ser las novias de los más
importantes personajes, tienen sus propias acompañantes: sin duda, sobrinas.
Como las mujeres, éstas son poco querendonas,
y no se amarran matrimonialmente; los del sector masculino son obligadamente, y
por perpetuidad, solteros. Pero no solitarios: también los acompañan sobrinos,
que llegan y se van. Mickey tiene a Morty y Ferdy, Tribilín tiene a Gilberto (y
un tío Tribilio, F 176). Giro tiene a Newton; hasta los Chicos Malos están
seguidos por los “angelitos malos”. Los personajes menores no tienen jóvenes
que los secunden: no se ha oído de sobrinos del caballo Horacio, de los diferentes
gansos (Boty y Gus), etc., pero es pronosticable que, si ocurre el crecimiento
demográfico, siempre se llevará a cabo por medio de circunstancias
extra-sexuales.
Aún más notable es la duplicación en el campo
de los críos. Hay cuatro pares de trillizos en este mundo: los sobrinos de
Donald, los Chicos Malos, las sobrinas de Daisy y los infaltables tres
chanchitos.
Es más destacable aún la cantidad de mellizos
gemelos, sean hermanos o no: los sobrinos de Mickey son un ejemplo. Pero la
mayoría prolifera sin adscribirse a un tío: las ardillas Chip y Dale, los
ratones Gus y Jacques. Esto resulta aún más significativo si se compara con
innumerables otros ejemplos extra-Disney: Porky y Petunia y sobrinos, el Pájaro
Woody Woodpecker y sobrinos, el gato Tom enfrentando a la parejita de
ratoncitos.
Las excepciones Pillín y el lobito Feroz las
veremos aparte.
En este páramo de clanes familiares, de
parejas de solitarios, donde impera la arcaica prohibición de la tribu de
casarse entre sí, donde cada cual tiene su casa propia ahorromet pero jamás un
hogar, se ha abolido todo vestigio de un progenitor, masculino o femenino.
Los abogados de este mundo convierten,
mediante una racionalización veloz, estos rasgos en inocencia, castidad y
recato. Sin entrar a polemizar con una tesis que ya en el siglo XIX
resultaba pasada de moda con relación a la educación sexual infantil y que
parece más de cavernarios conventuales que de hombres civilizados (nótese este
lenguaje mercurial), es evidente que la ausencia del padre y de la madre no
obedece a motivos casuales. Claro que de esta manera se llega a la situación
paradójica de que para ocultarles la sexualidad normal a los niños es urgente
construir un mundo aberrante, que —como se verá posteriormente— para colmo
transpira secretos, juegos sexuales en más de una ocasión. Sí, es
inverosímilmente difícil comprender el valor educativo de tanto primo y tío.
Pero no hay para qué rascarse tanto los sesos: es posible bucear en busca de
otros motivos, sin desconocer que una de las intenciones es rechazar la imagen
de la infancia sexualizada (y por lo tanto teñida también por el pecado
original).
Ante todo, parecería ser que —debido a la tan
cacareada fantasía a la que Disney continuamente nos invita— es menester cortar
las raíces que pudieran atar a estos personajes a un origen terrenal. Se ha
dicho que uno de los atributos más encomiables de estos monos es su
cotidianidad, su semejanza a seres vulgares que encontramos a cada rato. Pero
para que funcione el personaje es preciso operarlo de toda posibilidad real y
concreta, suprimir la historia personal, el nacimiento que prefigura la muerte
y por lo tanto el desarrollo entre aparición y desaparición, el cambio del
individuo a medida que crece. Estos personajes, al no estar engendrados en un
acto biológico, aspiran a la inmortalidad; por mucho que sufran en el
transcurso de sus aventuras han sido liberados de la maldición de sus cuerpos.
Al desgastar el pasado efectivo del personaje,
así como la posibilidad de que éste se interrogue respecto de la situación en
que se halla, se elimina la única perspectiva desde la cual el personaje
pudiera situarse fuera del mundo en que se sumerge desde siempre. Tampoco el
futuro le servirá: la realidad es invariable.
Así no sólo desaparece el conflicto de
generaciones entre el niño lector de Disneylandia y el padre que compra la
revista; dentro mismo del texto, los tíos podrán ser siempre sustituidos por
los sobrinos. Al no haber padre, es indoloro el reemplazo del tío, su
desplazamiento constante. Como él no es el responsable genético de esa
juventud, no hay acto de traición al derrocarlo. Es como si el tío no fuera
nunca el rey —ya que de cuentos de hadas se trata— sino sólo el regente, que
guarda el trono para su legítimo dueño, que algún día vendrá (el joven príncipe
encantado).
Pero no hay que pensar que la ausencia física
del padre elimine automáticamente la presencia del poder paterno. Por el
contrario, la estructura de las relaciones entre los personajes es mucho más
vertical y autoritaria que lo que se pudiera hallar en el hogar más tiránico de
la tierra de los lectores, donde la convivencia, el amor, la madre, los
hermanos, la solidaridad, la construcción cómplice dignifican y amenizan el
trato autoritario y el acatamiento a los dictámenes y donde, además, hay
alternativas de crecimiento y constante redefinición al surgir un mundo, fuera
de la familia, que presiona, critica y llama. Para colmo, como es el tío el que
ejerce esta facultad, el poder se vuelve arbitrario. La autoridad del padre en
nuestra sociedad se funda, en último término, en la biología (apoyada sin duda
en la estructura social que institucionaliza la educación infantil como
responsabilidad primaria de la familia); la autoridad del tío, en cambio, al no
ser conferida por el padre (los sobrinos en las historietas tampoco son hijos
del hermano o hermana, inexistentes), al nacer simplemente de facto, pierde
toda justificación. Es una relación contractual que toma la apariencia de una
relación natural, una tiranía que no asume siquiera la responsabilidad del
engendramiento. Se ha sepultado incluso a la naturaleza como causa de rebeldía.
(A un tío no se le puede decir: “Eres un mal padre”).
Dentro de este perímetro, nadie ama a nadie,
jamás hay una acción de cariño o lealtad hacia el otro ser humano. En cada
sufrimiento, el hombre está solo: no hay un mano solidaria o un gesto
desinteresado. Como máximo, se suscita la caridad o el sentimiento de lástima,
lo que es ni más ni menos que la visión del otro como un lisiado, un
paralítico, un viejo, un inerme, un desfavorecido, y al cual hay que ayudar.
Tomemos el ejemplo más extremo: el famoso amor de Mickey y Pluto. Aunque existe
evidentemente cariño caritativo hacia su perro, siempre éste siente la
necesidad de probar su utilidad o su heroísmo. En D 381, después de haberse
portado pésimamente y ser castigado con el encierro en el sótano, Pluto se
redime atrapando un ladrón (siempre hay uno): “Hace meses que andamos detrás de
este delincuente. Hay una recompensa de cien dólares por él”. Además el policía
ofrece otros cien por el perro, pero Mickey se niega a venderlo. “Bueno, Pluto,
me costaste alrededor de cincuenta dólares en daños esta tarde, pero la
recompensa me deja ganancias”. La relación comercial es moneda corriente aquí,
aun en un vínculo tan maternal como el de Mickey y su sabueso. Para qué
mencionar a Tío Rico. Llegan agotados los sobrinos: “¿Y por qué te demoraste
tanto?”. Por su rastreo en el desierto de Gobi durante seis meses, le paga un
dólar. Huyen los sobrinos: “De otro modo es seguro que nos enviará en busca de
esa moneda”. No se les ocurre quedarse en su casa y simplemente negarse a ir.
Pero Mc Pato (TR 106) los fuerza a salir
sufrientes en busca de una moneda de varias toneladas, por la cual,
evidentemente, el millonario avaro paga unos cuantos centavos. Pero la
gigantesca moneda es una falsificación y Tío Rico debe comprar la auténtica.
Donald se sonríe, aliviado: “Ya que ahora tienes la verdadera junca-junca, Tío
Rico, todos podemos tomarnos un descanso”. La respuesta del tirano: “No hasta
que ustedes devuelvan esa basura y me traigan de vuelta mis centavos”. Último
cuadro, los patos, como esclavos de Egipto, empujando la piedra hacia su
destino en el otro lado del globo. En vez de sacar como conclusión el hecho de
que debería abrir la boca para decir que no, Donald llega a un resultado
absolutamente opuesto: “Cuándo aprenderé a cerrar la boca”. Ni siquiera la
queja es posible en esa relación de supremacía incuestionada.
A raíz de una conversación que molesta
levemente a su tía Crispina (D 383) (supo que Daisy se había atrevido a salir
hacía un año a un baile que ella desaprobaba), la novia de Donald sufre las
consecuencias: “Me voy de aquí… y te borraré de la lista de mis herederos,
Daisy. Adiós”.
La motivación de este mundo excluye el amor.
Los niñitos admiran a un lejano tío, que descubrió “un invento que mata al
gusano de la manzana”. Aseguran: “el mundo entero le está agradecido por ello…
Es famoso… y rico”. Donald responde acertadamente: “¡Bah! El talento, la fama y
la fortuna no lo son todo en la vida” —“¿No? ¿Qué otra cosa queda?”, preguntan
Hugo, Paco y Luis al unísono. Y Donald no encuentra nada que decir, sino: “Er…
Humm… A ver… Oh-h” (D 455).
Vemos, por lo tanto, que Disney aprovecha del
“fondo natural” del niño sólo aquellos elementos que le sirven para inocentar
el mundo de los adultos y mitificar el mundo de la niñez. En cambio, todo
aquello que verdaderamente pertenece al niño —su confianza ilimitada y ciega (y
por lo tanto manejable), su espontaneidad creativa (como ha demostrado Piaget),
su increíble capacidad de amar sin reservas y sin condiciones, su imaginación
que se desborda en torno y a través y adentro de los objetos que lo rodean, su
alegría que no nace del interés— ha sido mutilado de este fondo natural. Bajo
la apariencia simpática, bajo los animalitos con gusto a rosa, se esconde la
ley de la selva: la crueldad, el chantaje, la dureza, el aprovechamiento de las
debilidades ajenas, la envidia, el terror. El niño aprende a odiar socialmente
al no encontrar ejemplos en que encarnar su propio afecto natural.
Resulta entonces infundada y antojadiza la
acusación de que atacar a Disney es quebrar la armonía familiar: es Disney el
peor enemigo de la colaboración natural entre padres e hijos.
Todo personaje está a un lado u otro de la
línea demarcatoria del poder. Los que están abajo deben ser obedientes,
sumisos, disciplinados, y aceptar con respeto y humildad los mandatos
superiores. En cambio, los que están arriba ejercen la coerción constante:
amenazas, represión física y moral, dominio económico (disposición de los
medios de subsistencia). Sin embargo, hay también entre el desposeído y el
poderoso una relación menos agresiva: el autoritario entrega
paternalísticamente dones a sus vasallos. Es un mundo de permanentes granjerías
y beneficios. (Por eso, el club de las mujeres de Patolandia siempre realiza
obras sociales). La caridad es recibida por el destinatario con entusiasmo: él
consume, recibe, acepta pasivamente todo lo que puede mendigar.
El mundo de Disney es un orfelinato del
siglo XIX. Pero no hay afuera: los huérfanos no tienen dónde huir. A pesar
de sus innumerables desplazamientos geográficos, viajes a todos los
continentes, febril movilidad enloquecida, los personajes se contienen
invariablemente —vuelven siempre— en las mismas estructuras de poder. La
elasticidad del espacio físico recubre la realidad carcelaria de las relaciones
entre los miembros. Ser más viejo o más rico o más bello en este mundo da
inmediatamente el derecho a mandar a los menos “afortunados”. Ellos aceptan
como natural esta sujeción; se pasan todo el día quejándose acerca del otro y
de su propia esclavización. Pero son incapaces de desobedecer órdenes, por
insanas que sean.
Este orfelinato, sin embargo, también se
conecta con la génesis de los personajes: como no han nacido, no pueden crecer.
Es decir, nunca saldrán tampoco de esa institución por la vía de la evolución
biológica personal.
En definitiva, de esta manera se puede
aumentar el mundo agregando personajes a voluntad y aun quitándolos si es
menester: cada ser que llega, sea un solitario o un par de primos lejanos, no
necesita ser inseminado por alguien dentro del mundo. Basta que el guionista lo
piense, lo invente. La estructura tíos-sobrinos permite que el autor de la
revista, que está fuera de ella, sugiera que es su mente la que arma todo, que
la cabeza es la única fuente de creatividad (tal como salen genialidades y
ampolletas de cada cerebro patudo). Rechaza los cuerpos como surtidores de
existencia. Disney inflige a sus héroes la pena que Orígenes se infligió a sí
mismo; los emascula y los priva de sus verdaderos órganos de relación
(percepción y generación) con el universo. (Mediante esta estratagema
inconsciente, las historietas reducen sistemáticamente, deslumbrando al lector,
los hombres reales a un punto de vista abstracto). La castración de los héroes
dentro de este mundo asegura a Disney el control irrestricto sobre su propia
creación; es como si él se sintiera padre espiritual de estas criaturas, que a
su vez tampoco pueden crear corporalmente. Deben imitarlo. Una vez más el
adulto invade la historieta, ahora bajo el manto benefactor de la genialidad
artística. (Por si acaso, no estamos en contra de la genialidad artística).
Por último, esta falta de axila y muslo
enfatiza la incapacidad para rebelarse en contra del orden establecido: el
personaje está condenado a ser un esclavo de los demás, tal como lo es de
Disney.
Cuidado; el universo es rígido, pero no debe
jamás transparentarlo. Es un mundo jerárquico, pero que no puede aflorar como
tal. El momento en que se extralimita este sistema de autoridad implícito, es
decir, el momento en que se vuelve explícito, visible, manifiesto, el orden
arbitrario, fundado únicamente en la voluntad de unos y la pasividad de los
otros, se hace perentorio rebelarse. No importa que haya un rey, mientras éste
gobierne escondiendo el hierro bajo un guante de seda. Pero cuando muestra el metal,
es obligatorio su derrocamiento. Para que el orden funcione no debe exagerar su
poder más allá de ciertos límites tácitamente convenidos, porque al extremarse,
muchas veces se evidencia la situación como caprichosa. Se ha destruido el
equilibrio y hay que restituirlo. Quienes emprenden inevitablemente esta tarea
son los niños o los animalitos pequeños, no para colocar en lugar del tirano el
jardín de la espontaneidad, no para llevar la imaginación al poder, sino para
reproducir el mismo mundo de la racionalidad de la dominación del adulto.
Cuando el grande no se comporta de acuerdo con el modelo, el niño toma su
cetro. Mientras el sistema sea eficaz, no se lo pone en duda. Pero basta que
falle para que el niño se rebele exigiendo la restauración de los mismos
valores traicionados, reclamando la estabilidad de las relaciones
dominante-dominado. Los jóvenes auspician, con su prudente rebelión, con su
madura crítica, el mismo sistema de referencias y valores. Nuevamente, no hay
discrepancias entre padres e hijos: el futuro es igual al presente y el
presente es igual al pasado.
No hay que olvidar que el niño se identifica
con su semejante dentro de la revista y por lo tanto participa en su propia
colonización. La rebeldía de los pequeños dentro del cuento es sentida como una
rebeldía propia, auténtica, en contra de la injusticia; pero al rebelarse en
nombre de los valores adultos, los lectores también interiorizan y acceden a
estos valores.
Como veremos, la persistencia obsesiva de
seres pequeños que son astutos, inteligentes, eficaces, responsables,
empeñosos, frente a grandulones torpes, ineficaces, desconsiderados,
mentirosos, flojos, lleva a una frecuente (pero no permanente) inversión.»
[El texto pertenece a la edición en español
de Siglo XXI editores, 2007, pp. 27-32. ISBN: 978-96-8230-059-2.]]
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