domingo, 18 de febrero de 2024

Vientos del apocalipsis.- Paulina Chiziane (1955)

Algunos nombres de la lucha de la mujer en África – Afroféminas
Primera parte

5

 «Poco falta para ser lo que siempre fui, lo que no soy y lo que siempre seré. Sianga monologa con voz amena como si temiese herir sus propios tímpanos.
 Sentado debajo de su sombra predilecta contempla el parto de cada mañana, cuando el Sol emerge del vientre de la tierra madre laureado con la corona real. Contempla la evolución del día hasta el color de la agonía, de despedida, cuando el astro rey se va a dormir en el cajón azul cenizo del lado opuesto del Naciente. Sianga es, sin sombra de dudas, el guardián del Sol.
 Es ambicioso, perezoso y solitario. El odio y la venganza se introdujeron en él y escogieron su nido en el lado izquierdo del corazón que se inclina hacia el punto más negativo. La Tierra es una rueda que gira, él lo sabe, pero la vida sólo es interesante cuando la rueda que la constituye gira en el centro de nuestro mundo.
 Abre la mano y tantea la vida cansada. Observa las líneas del destino para confirmar por milésima vez su sino. La línea de la vida es un surco fuerte que casi divide la mano en dos partes. La línea de la suerte está marcada sólo en su punto de partida y enseguida va muriendo, desaparece, para volver a surgir aún más fuerte que en los puntos anteriores. Sí, mi suerte será mayor al final del camino. Es verdad que volveré a ser lo que siempre fui y mucho más, aquí está dicho. Todo fue escrito antes de mi nacimiento -piensa Sianga.
 Viaja envuelto en los distantes recuerdos y la idea de aquello que fue y volverá a ser le endulza el espíritu. De repente entristece. La amargura y los odios, ya cadáveres, comienzan a ganar vida en un milagro de resurrección y colocan leños en la hoguera de la venganza. La vida corre rápidamente hacia el fin del camino. Siente un deseo febril de saborear el placer postrero de sentarse en la silla real, aunque sea por un pequeño instante. Sueña. Proyecta. Imagina. Calcula. El golpe tiene que ser fuerte y certero. Levanta los ojos hacia la copa de la higuera y se distrae con la lidia de los lagartos en pelea. El chillido de los pájaros viene de la copa de la higuera. En la distancia, el aullar de los perros es igual al llanto de los niños, poco falta para que mueran y alguien ya propuso comérselos, pero qué idea tan repugnante. Le pone cara de asco a su rostro malicioso. Escupe sobre la arena seca. Separa el trasero de la estera de juncos y da pasos muertos alrededor de sí mismo. Su estatura es mediana, seca, más escuálido que los lagartos que corren por las ramas de la higuera grande. La caja del pecho cóncavo, el tronco encorvado y el color negro-hambre de la piel arrugada lo hacen similar a la escultura de palo revestida de una solemnidad diabólica. Es una figura desagradable, tenebrosa.
 Regresa al lugar y se sienta. Prefiere la soledad, la calma, al bullicio de la vida. Es un hombre distinto, créelo. Perdió todos los poderes de atraer la atención, y la ausencia es una forma de marcar la presencia porque todos se preguntarán la razón de esa ausencia. Para él todos los días son de descanso, siempre lo fueron, quizás porque él es de sangre noble y no nació para las fatigas de la vida. Es un gran señor que no hace nada y lo tiene todo. Es un hombre inútil. La enfermedad de la pereza lo paralizó en la infancia y tal parece que nació con ella. Es una enfermedad crónica, no tiene remedio posible.
 Se estira; entorna los ojos como un cocodrilo. Se mueve para arriba, para abajo, a la izquierda, a la derecha, hasta parece un anca de rana que va a ser asada en la brasa. Es siempre así. Pasa los días desperezándose al calor en bostezos de sueño y holgazanería, como un líquido de atrapar moscas. Arrastra la estera hacia la sombra, hacia el sol, hacia la sombra otra vez y de nuevo hacia el sol.
 El mundo se pregunta y se admira de la razón de tanta inercia, y en incontables ocasiones la gente le lanza palabras peyorativas sin lograr herir su sensibilidad.
 —¡Heyyy!… Que la paz sea contigo, compadre Sianga. ¿Qué haces ahí sembrado todo el santo día? ¿No te duelen las nalgas de tanto estar sentado? ¡Ya debes tener los huesos pegados de tanta pereza, sí! Levanta el culo, vamos a dar una vuelta y a beber un trago.
 Sianga ofrece una sonrisa sardónica y se justifica:
 —Estoy en el mismo lugar observando la decadencia del mundo, cómo la tierra se desnuda cuando las hojas amarillean gradualmente hasta el dorado y ya ennegrecidas se desprenden de las ramas. Observo a los lagartos de cabeza azul en la lucha por la supervivencia y me divierto cuando uno de ellos agarra a la presa y los otros, envidiosos, lo persiguen de un lado a otro sin sombra de cansancio, desperdiciando la energía que sería útil para la caza de nuevos insectos. Comparo la lucha de los lagartos con la lucha de los gallos y de los hombres. Todos los seres son envidiosos, egoístas, ambiciosos. Al final no hay ningún misterio en eso. Los hombres y los animales son fieras fabricadas por el mismo diablo.
 El interlocutor escucha la justificación improcedente; mueve la cabeza, gira los calcañales y se bate en retirada sin una palabra de despedida.
 Y Sianga regresa a sus devaneos. Va paseando la vista por los cuatro confines del mundo. La tierra triste exhibe peñascos, colinas, montículos de arena. El paisaje seco es el cementerio de los sueños. Las hormigas blancas han erigido mausoleos en las partes altas y bajas de la planicie. Si en cada morro se colocara una cruz, el homenaje a la muerte sería perfecto. Por todas partes huele a tierra muerta, a hierba seca. El olor a bosta seca estimula las narices, sugiere el gusto del rapé. Coge una pequeña porción. La aspira. Abre los ojos, la sensación de deleite lo recorre en lo íntimo. Sonríe. Sonrisa bonita, sonrisa de niño. Hasta parece que siembra flores en las arenas del desierto.
 —Gracias, igualmente, muy buenas tardes, hermano Sianga, sí. Pasas el día ronroneando como un gato perezoso. Cuando estás despierto devoras el mundo con una mirada más profunda que el lago Sule. ¿Qué es lo que te hipnotiza en el aire?
 —Rindo homenaje a Satanás, mi protector -responde Sianga- Envió el fuego de la venganza a la hora exacta, castigando a todos los que me condenaron. Los hombres son más arrastrados que las serpientes y caminan con el tronco encorvado, con la nariz colocada casi a la altura del suelo olfateando el terreno de la sepultura. La arena estalla bajo la fuerza del fuego que chupa la savia de la vida, como una sanguijuela invisible alojada en las entrañas.
 Sianga hace el viaje habitual en torno a las orgías de los viejos tiempos y el corazón es tocado de ligera tristeza. Habla en susurros. Agarra la garrafa, bebe un trago. Se ríe. Se enerva. Grita como un loco llamando a la mujer para colocarle en los hombros el peso de sus frustraciones. Bebe otro trago y se alivia.
 Hoy Sianga se sumergió en el mundo de los cálculos desde que salió el Sol. Cuenta el número de moscas que se posan en las heridas ensangrentadas de su perro. El número de ráfagas de aire que le baten el rostro; los rayos de Sol que se esparcen en la copa de la higuera y el número de veces que giró hacia el frente, hacia atrás, hacia la izquierda y hacia la derecha. Contó el número de viandantes que pasaron por el sendero a lo largo de la casa. Son cuarenta y cinco, los contó bien. Nueve eran chicos de menos de trece años, que caminaban en grupos de dos o tres, armados de pequeñas lanzas de madera. Trece eran muchachos de más de quince, que cargaban en hombros un enorme saurio verde de más de dos metros de largo, el cual se agitaba gravemente herido, lanzando movimientos de agonía. Sianga queda deslumbrado pues hacía una buena temporada que no veía semejante maravilla. Los filetes de lagarto verde asados en brasas son buenos. Levantó el trasero del suelo, se aproximó a los muchachos y los interrogó sobre el precioso hallazgo proponiéndoles comprarlo por una buena cantidad de dinero. Dijeron que no y él, enfurecido, vomitó torrentes de maldiciones, prometiendo vengarse de toda la gente. Los muchachos se rieron aprovechando la ocasión para burlarse de la pereza del viejo. Otros once viandantes eran mujeres de azadón al hombro y cestos de paja colgados de los flacos brazos. Iban y venían de desenterrar las raíces suculentas, de la cosecha del cacto dulce, de la recolección de cardos y hortalizas amargas. Cinco eran hombres apresurados, solitarios, de machete en la mano y alguna carga preciosa al hombro, tan secos, tan sucios, tan desarrapados, que bien parecían cadáveres en movimiento. Son hombres habituados a la actividad, que caminan para entretener el hambre, pues cuando se reposa es que el estómago reclama. Los demás pasantes eran viejos despreciables, obstinados, que caminan a rastras hacia las huertas aunque conscientes de que allí ya no hay vida. Quieren ser testigos de su propia muerte. La muerte de la tierra y la muerte de la gente.
 Sianga sólo conoce el descanso, el alimento y el reposo, y cuando no está durmiendo, se pone a contemplar el cielo y la tierra como si hubiese descubierto algo necesario en el descampado vacío del cielo de la boca.
  Los niños son agua, son patos, no perciben nada, se justifican los padres ante el hombre que todos consideran privado de la razón. Los pequeños, esos eternos juerguistas, encontraron en Sianga un motivo para burlas y juegos, muchas veces de mal gusto. No son pocas las veces en que, con la barriga llena, se confabulan y organizan un ejército fuerte para violentar y remedar al viejo de trasero en el suelo.
VIENTOS DEL APOCALIPSIS | PAULINA CHIZIANE | Comprar libro ... En grupos de tres y cuatro pasan a lo largo de la casa y ofrecen a Sianga un saludo solemne con la voz más inocente del mundo. El viejo no responde porque el rostro de los chicos denuncia burla programada. Caminan lentos, tranquilos, como si fueran a algún lugar. Al llegar a una zona de total seguridad, inician el ataque lanzando una descarga de provocaciones:
 —Abuelo Sianga, culo aplastado igual que el suelo.
 —Pobre Sianga. Ya no tienes culo, las hormigas te lo comieron de tanto pegarte a la tierra. Ellas pensaron que lo habías tirado.
 —Sianga, levanta el trasero, mira la cobra, mira el perro que te va a morder, corre, despega el trasero y huye.
 —Abuelo Sianga, culo en el suelo. Sianga hierve ante la risa de los pequeños, defendiéndose con injurias, maldiciones, amenazas, intentando ahuyentarlos con palabrotas fuertes, actitud que sólo sirve para avivar el fuego, porque los bribones se ríen, gritan batiendo palmas, lanzando provocaciones aún más jocosas. El juego alcanza el clímax; Sianga se levanta como un perro con rabia y persigue al bando con intención de agarrar a uno de ellos y darle la merecida lección. Ahí es cuando comienza la mayor algarabía. Los muchachos se lanzan apresuradamente, como pájaros en vuelo, y forman un enorme círculo con Sianga aprisionado dentro de él. Una nueva provocación parte de un punto del círculo; Sianga intenta agarrar al atrevido con pasos torcidos. Cae. Es cuando se levanta que escucha otra mofa del lado opuesto. Gira los talones e intenta perseguir de nuevo y en ese momento, todo el grupo lanza un fuerte ataque al mismo tiempo. Grita y corre para todos lados vociferando pesados insultos, moviendo todo el cuerpo con gestos de rabia, y los pequeños, ya en fuga, gritan: el viejo todavía está en forma, hasta corre, tiene el culo entero, las hormigas no han conseguido devorárselo; el fantasma está en movimiento, quiere mordernos, sálvese quien pueda.
 Los niños son peores que las fieras y le causan tormentos. Se nota a lo lejos: padres e hijos son cómplices de la misma intriga, porque si no es así, ¿por qué es que los adultos se alejan?
 Los pequeños desaparecen con los estómagos doloridos de tanto reír. Sianga regresa enfurecido al lugar. Grita a la mujer. Da vueltas en la estera incontables veces hasta que la calma lo acuna y lo adormece. Alguien lo despierta.
 —Hermano Sianga, siempre durmiendo a pleno sol. Vamos a dar una vuelta y a ahogar las penas bebiendo un trago.
 A decir verdad, Sianga bien necesita de ese trago. Su botella se vació y los nervios le han secado la garganta. Quiere aceptar la invitación, pero con una mirada rápida aprecia el aspecto de su interlocutor, la apariencia humilde, el cuerpo vestido con harapos, las manos callosas y llenas de cicatrices. Formula entonces un violento no. La invitación es demasiado rústica para su paladar. Prefiere pasar sed a una compañía asquerosa. Llama a la mujer y le ordena que vaya a comprar una botella de aguardiente.
 —Sabes, hermano Sianga, la desgracia cayó sobre la tierra y vive en las tripas de la gente. ¡Si supieses lo que le ocurrió al compadre Dombissa!
 —¿Que no sé? Lo sé todo, eso lo sé. No es preciso que nadie me diga, yo adivino, soy vidente. Sé todo lo que le ocurrió a ese desgraciado, pero eso no impide que me cuentes todos los detalles.
 Realmente él lo sabía todo porque Manuna, su hijo preferido, pasa las mañanas, las tardes y las noches enamorando a las muchachas de la aldea, haciendo compañía a las viudas y a las mujeres solteras. Recoge las novedades frescas y de primera mano para trasladarlas al padre. El día anterior Sianga había estado con el compadre Dombissa con quien tuvo una larga conversación y le llamó la atención sobre el peligro que corría su vida. Hacer la corte a la mujer del vecino en las barbas de todo el mundo, además de ser tabú es algo que causa desgracia. Poco después de la conversación con Dombissa vio a Joshua, el marido ofendido, caminando con pasos de fiera herida en dirección a la casa de la comadre Mafuni, seguramente siguiendo las huellas del rival. Se dice que después de beber un poco de aguardiente, el suficiente para perder la vergüenza, Joshua se lanzó furiosamente sobre Dombissa, el cual, cogido de sorpresa, no tuvo otra alternativa que tirar de la navaja y, clavándola bien en el pecho del adversario, hacerlo viajar al reposo eterno. Para aumentar la desgracia, en la madrugada del día siguiente el hijo más pequeño del asesino dio el último suspiro. Incluso ya hay rumores de que Dombissa será absuelto del crimen cometido, toda vez que los difuntos han aplicado ya la justicia suprema. La muerte del pequeño es el pago de la deuda de sangre, pues si no fuese así, el niño no habría muerto, según afirman los curanderos.
 El éxodo aumenta en Mananga, Sianga está bien informado sobre eso. El amor es una fantasía inventada por los hombres, no existe y nunca existirá, eso es claro y evidente. En el pasado, los hombres organizaron ejércitos y se mataron por amor a la tierra, en defensa del territorio, de la soberanía, y ahora que la pobrecita ya no tiene nada, que dio todo lo que tenía que dar, que fue terriblemente chupada, los hombres la abandonaron porque está en desgracia. Los más fuertes se fueron a trabajar a las minas de las tierras del Rand y un día volverán con vehículos motorizados, bicicletas y ropas baratas para seducir a las mujeres de la tierra. Las más jóvenes fueron para los suburbios de las ciudades a vender su honra a cambio de pan, haciendo revivir, sutilmente, los antiguos centros de prostitución ya prohibidos por la ley. Sianga siente una necesidad urgente de tomar una decisión, no va su hija Wusheni a tomar esos caminos vergonzosos. Ella es bonita, madura, y el casamiento será la mejor solución para acomodarla. Es verdad que ya no hay hombres que valgan en Mananga, pero, ¿qué importancia tiene eso? Puede hasta ser un viejo, lo que las mujeres necesitan es de alguien que les garantice protección y alimento. Sianga sabe de la vida de toda la aldea, incluso con el trasero pegado a la estera. Es vidente. El buen profeta no necesita trasladarse hasta el monte porque éste corre fluido a sus pies, en los sueños, en los devaneos.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Txalaparta, 2002, en traducción de Martha Rosa Sardiñas Vargas y Teresita Urra Vargas, pp.41-45. ISBN: 978-84-8136-253-4.]

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