5
«Poco falta para ser lo que siempre fui, lo
que no soy y lo que siempre seré. Sianga monologa con voz amena como si temiese
herir sus propios tímpanos.
Sentado debajo de su sombra predilecta
contempla el parto de cada mañana, cuando el Sol emerge del vientre de la
tierra madre laureado con la corona real. Contempla la evolución del día hasta
el color de la agonía, de despedida, cuando el astro rey se va a dormir en el
cajón azul cenizo del lado opuesto del Naciente. Sianga es, sin sombra de
dudas, el guardián del Sol.
Es ambicioso, perezoso y solitario. El odio y
la venganza se introdujeron en él y escogieron su nido en el lado izquierdo del
corazón que se inclina hacia el punto más negativo. La Tierra es una rueda que
gira, él lo sabe, pero la vida sólo es interesante cuando la rueda que la
constituye gira en el centro de nuestro mundo.
Abre la mano y tantea la vida cansada. Observa
las líneas del destino para confirmar por milésima vez su sino. La línea de la
vida es un surco fuerte que casi divide la mano en dos partes. La línea de la
suerte está marcada sólo en su punto de partida y enseguida va muriendo,
desaparece, para volver a surgir aún más fuerte que en los puntos anteriores.
Sí, mi suerte será mayor al final del camino. Es verdad que volveré a ser lo
que siempre fui y mucho más, aquí está dicho. Todo fue escrito antes de mi
nacimiento -piensa Sianga.
Viaja envuelto en los distantes recuerdos y la
idea de aquello que fue y volverá a ser le endulza el espíritu. De repente
entristece. La amargura y los odios, ya cadáveres, comienzan a ganar vida en un
milagro de resurrección y colocan leños en la hoguera de la venganza. La vida
corre rápidamente hacia el fin del camino. Siente un deseo febril de saborear
el placer postrero de sentarse en la silla real, aunque sea por un pequeño
instante. Sueña. Proyecta. Imagina. Calcula. El golpe tiene que ser fuerte y
certero. Levanta los ojos hacia la copa de la higuera y se distrae con la lidia
de los lagartos en pelea. El chillido de los pájaros viene de la copa de la
higuera. En la distancia, el aullar de los perros es igual al llanto de los
niños, poco falta para que mueran y alguien ya propuso comérselos, pero qué
idea tan repugnante. Le pone cara de asco a su rostro malicioso. Escupe sobre
la arena seca. Separa el trasero de la estera de juncos y da pasos muertos
alrededor de sí mismo. Su estatura es mediana, seca, más escuálido que los
lagartos que corren por las ramas de la higuera grande. La caja del pecho
cóncavo, el tronco encorvado y el color negro-hambre de la piel arrugada lo
hacen similar a la escultura de palo revestida de una solemnidad diabólica. Es
una figura desagradable, tenebrosa.
Regresa al lugar y se sienta. Prefiere la
soledad, la calma, al bullicio de la vida. Es un hombre distinto, créelo.
Perdió todos los poderes de atraer la atención, y la ausencia es una forma de
marcar la presencia porque todos se preguntarán la razón de esa ausencia. Para
él todos los días son de descanso, siempre lo fueron, quizás porque él es de
sangre noble y no nació para las fatigas de la vida. Es un gran señor que no
hace nada y lo tiene todo. Es un hombre inútil. La enfermedad de la pereza lo
paralizó en la infancia y tal parece que nació con ella. Es una enfermedad
crónica, no tiene remedio posible.
Se estira; entorna los ojos como un cocodrilo.
Se mueve para arriba, para abajo, a la izquierda, a la derecha, hasta parece un
anca de rana que va a ser asada en la brasa. Es siempre así. Pasa los días
desperezándose al calor en bostezos de sueño y holgazanería, como un líquido de
atrapar moscas. Arrastra la estera hacia la sombra, hacia el sol, hacia la
sombra otra vez y de nuevo hacia el sol.
El mundo se pregunta y se admira de la razón
de tanta inercia, y en incontables ocasiones la gente le lanza palabras
peyorativas sin lograr herir su sensibilidad.
—¡Heyyy!… Que la paz sea contigo, compadre
Sianga. ¿Qué haces ahí sembrado todo el santo día? ¿No te duelen las nalgas de
tanto estar sentado? ¡Ya debes tener los huesos pegados de tanta pereza, sí!
Levanta el culo, vamos a dar una vuelta y a beber un trago.
Sianga ofrece una sonrisa sardónica y se
justifica:
—Estoy en el mismo lugar observando la
decadencia del mundo, cómo la tierra se desnuda cuando las hojas amarillean
gradualmente hasta el dorado y ya ennegrecidas se desprenden de las ramas.
Observo a los lagartos de cabeza azul en la lucha por la supervivencia y me
divierto cuando uno de ellos agarra a la presa y los otros, envidiosos, lo
persiguen de un lado a otro sin sombra de cansancio, desperdiciando la energía
que sería útil para la caza de nuevos insectos. Comparo la lucha de los
lagartos con la lucha de los gallos y de los hombres. Todos los seres son envidiosos,
egoístas, ambiciosos. Al final no hay ningún misterio en eso. Los hombres y los
animales son fieras fabricadas por el mismo diablo.
El interlocutor escucha la justificación
improcedente; mueve la cabeza, gira los calcañales y se bate en retirada sin una
palabra de despedida.
Y Sianga regresa a sus devaneos. Va paseando
la vista por los cuatro confines del mundo. La tierra triste exhibe peñascos,
colinas, montículos de arena. El paisaje seco es el cementerio de los sueños.
Las hormigas blancas han erigido mausoleos en las partes altas y bajas de la
planicie. Si en cada morro se colocara una cruz, el homenaje a la muerte sería
perfecto. Por todas partes huele a tierra muerta, a hierba seca. El olor a
bosta seca estimula las narices, sugiere el gusto del rapé. Coge una pequeña
porción. La aspira. Abre los ojos, la sensación de deleite lo recorre en lo
íntimo. Sonríe. Sonrisa bonita, sonrisa de niño. Hasta parece que siembra
flores en las arenas del desierto.
—Gracias, igualmente, muy buenas tardes, hermano
Sianga, sí. Pasas el día ronroneando como un gato perezoso. Cuando estás
despierto devoras el mundo con una mirada más profunda que el lago Sule. ¿Qué
es lo que te hipnotiza en el aire?
—Rindo homenaje a Satanás, mi protector
-responde Sianga- Envió el fuego de la venganza a la hora exacta, castigando a
todos los que me condenaron. Los hombres son más arrastrados que las serpientes
y caminan con el tronco encorvado, con la nariz colocada casi a la altura del
suelo olfateando el terreno de la sepultura. La arena estalla bajo la fuerza
del fuego que chupa la savia de la vida, como una sanguijuela invisible alojada
en las entrañas.
Sianga hace el viaje habitual en torno a las
orgías de los viejos tiempos y el corazón es tocado de ligera tristeza. Habla en
susurros. Agarra la garrafa, bebe un trago. Se ríe. Se enerva. Grita como un
loco llamando a la mujer para colocarle en los hombros el peso de sus
frustraciones. Bebe otro trago y se alivia.
Hoy Sianga se sumergió en el mundo de los
cálculos desde que salió el Sol. Cuenta el número de moscas que se posan en las
heridas ensangrentadas de su perro. El número de ráfagas de aire que le baten
el rostro; los rayos de Sol que se esparcen en la copa de la higuera y el
número de veces que giró hacia el frente, hacia atrás, hacia la izquierda y
hacia la derecha. Contó el número de viandantes que pasaron por el sendero a lo
largo de la casa. Son cuarenta y cinco, los contó bien. Nueve eran chicos de
menos de trece años, que caminaban en grupos de dos o tres, armados de pequeñas
lanzas de madera. Trece eran muchachos de más de quince, que cargaban en
hombros un enorme saurio verde de más de dos metros de largo, el cual se
agitaba gravemente herido, lanzando movimientos de agonía. Sianga queda
deslumbrado pues hacía una buena temporada que no veía semejante maravilla. Los
filetes de lagarto verde asados en brasas son buenos. Levantó el trasero del
suelo, se aproximó a los muchachos y los interrogó sobre el precioso hallazgo
proponiéndoles comprarlo por una buena cantidad de dinero. Dijeron que no y él,
enfurecido, vomitó torrentes de maldiciones, prometiendo vengarse de toda la
gente. Los muchachos se rieron aprovechando la ocasión para burlarse de la
pereza del viejo. Otros once viandantes eran mujeres de azadón al hombro y
cestos de paja colgados de los flacos brazos. Iban y venían de desenterrar las
raíces suculentas, de la cosecha del cacto dulce, de la recolección de cardos y
hortalizas amargas. Cinco eran hombres apresurados, solitarios, de machete en
la mano y alguna carga preciosa al hombro, tan secos, tan sucios, tan
desarrapados, que bien parecían cadáveres en movimiento. Son hombres habituados
a la actividad, que caminan para entretener el hambre, pues cuando se reposa es
que el estómago reclama. Los demás pasantes eran viejos despreciables,
obstinados, que caminan a rastras hacia las huertas aunque conscientes de que
allí ya no hay vida. Quieren ser testigos de su propia muerte. La muerte de la
tierra y la muerte de la gente.
Sianga sólo conoce el descanso, el alimento y
el reposo, y cuando no está durmiendo, se pone a contemplar el cielo y la
tierra como si hubiese descubierto algo necesario en el descampado vacío del
cielo de la boca.
Los
niños son agua, son patos, no perciben nada, se justifican los padres ante el
hombre que todos consideran privado de la razón. Los pequeños, esos eternos
juerguistas, encontraron en Sianga un motivo para burlas y juegos, muchas veces
de mal gusto. No son pocas las veces en que, con la barriga llena, se
confabulan y organizan un ejército fuerte para violentar y remedar al viejo de
trasero en el suelo.
En grupos de tres y cuatro pasan a lo largo de
la casa y ofrecen a Sianga un saludo solemne con la voz más inocente del mundo.
El viejo no responde porque el rostro de los chicos denuncia burla programada.
Caminan lentos, tranquilos, como si fueran a algún lugar. Al llegar a una zona
de total seguridad, inician el ataque lanzando una descarga de provocaciones:
—Abuelo Sianga, culo aplastado igual que el
suelo.
—Pobre Sianga. Ya no tienes culo, las hormigas
te lo comieron de tanto pegarte a la tierra. Ellas pensaron que lo habías
tirado.
—Sianga, levanta el trasero, mira la cobra,
mira el perro que te va a morder, corre, despega el trasero y huye.
—Abuelo Sianga, culo en el suelo. Sianga
hierve ante la risa de los pequeños, defendiéndose con injurias, maldiciones,
amenazas, intentando ahuyentarlos con palabrotas fuertes, actitud que sólo
sirve para avivar el fuego, porque los bribones se ríen, gritan batiendo palmas,
lanzando provocaciones aún más jocosas. El juego alcanza el clímax; Sianga se
levanta como un perro con rabia y persigue al bando con intención de agarrar a
uno de ellos y darle la merecida lección. Ahí es cuando comienza la mayor
algarabía. Los muchachos se lanzan apresuradamente, como pájaros en vuelo, y
forman un enorme círculo con Sianga aprisionado dentro de él. Una nueva
provocación parte de un punto del círculo; Sianga intenta agarrar al atrevido
con pasos torcidos. Cae. Es cuando se levanta que escucha otra mofa del lado
opuesto. Gira los talones e intenta perseguir de nuevo y en ese momento, todo
el grupo lanza un fuerte ataque al mismo tiempo. Grita y corre para todos lados
vociferando pesados insultos, moviendo todo el cuerpo con gestos de rabia, y
los pequeños, ya en fuga, gritan: el viejo todavía está en forma, hasta corre,
tiene el culo entero, las hormigas no han conseguido devorárselo; el fantasma
está en movimiento, quiere mordernos, sálvese quien pueda.
Los niños son peores que las fieras y le
causan tormentos. Se nota a lo lejos: padres e hijos son cómplices de la misma
intriga, porque si no es así, ¿por qué es que los adultos se alejan?
Los pequeños desaparecen con los estómagos
doloridos de tanto reír. Sianga regresa enfurecido al lugar. Grita a la mujer.
Da vueltas en la estera incontables veces hasta que la calma lo acuna y lo
adormece. Alguien lo despierta.
—Hermano Sianga, siempre durmiendo a pleno
sol. Vamos a dar una vuelta y a ahogar las penas bebiendo un trago.
A decir verdad, Sianga bien necesita de ese
trago. Su botella se vació y los nervios le han secado la garganta. Quiere
aceptar la invitación, pero con una mirada rápida aprecia el aspecto de su
interlocutor, la apariencia humilde, el cuerpo vestido con harapos, las manos
callosas y llenas de cicatrices. Formula entonces un violento no. La invitación
es demasiado rústica para su paladar. Prefiere pasar sed a una compañía
asquerosa. Llama a la mujer y le ordena que vaya a comprar una botella de
aguardiente.
—Sabes, hermano Sianga, la desgracia cayó
sobre la tierra y vive en las tripas de la gente. ¡Si supieses lo que le
ocurrió al compadre Dombissa!
—¿Que no sé? Lo sé todo, eso lo sé. No es
preciso que nadie me diga, yo adivino, soy vidente. Sé todo lo que le ocurrió a
ese desgraciado, pero eso no impide que me cuentes todos los detalles.
Realmente él lo sabía todo porque Manuna, su
hijo preferido, pasa las mañanas, las tardes y las noches enamorando a las
muchachas de la aldea, haciendo compañía a las viudas y a las mujeres solteras.
Recoge las novedades frescas y de primera mano para trasladarlas al padre. El
día anterior Sianga había estado con el compadre Dombissa con quien tuvo una
larga conversación y le llamó la atención sobre el peligro que corría su vida.
Hacer la corte a la mujer del vecino en las barbas de todo el mundo, además de
ser tabú es algo que causa desgracia. Poco después de la conversación con
Dombissa vio a Joshua, el marido ofendido, caminando con pasos de fiera herida
en dirección a la casa de la comadre Mafuni, seguramente siguiendo las huellas
del rival. Se dice que después de beber un poco de aguardiente, el suficiente
para perder la vergüenza, Joshua se lanzó furiosamente sobre Dombissa, el cual,
cogido de sorpresa, no tuvo otra alternativa que tirar de la navaja y,
clavándola bien en el pecho del adversario, hacerlo viajar al reposo eterno.
Para aumentar la desgracia, en la madrugada del día siguiente el hijo más
pequeño del asesino dio el último suspiro. Incluso ya hay rumores de que
Dombissa será absuelto del crimen cometido, toda vez que los difuntos han
aplicado ya la justicia suprema. La muerte del pequeño es el pago de la deuda
de sangre, pues si no fuese así, el niño no habría muerto, según afirman los
curanderos.
El éxodo aumenta en Mananga, Sianga está bien
informado sobre eso. El amor es una fantasía inventada por los hombres, no
existe y nunca existirá, eso es claro y evidente. En el pasado, los hombres
organizaron ejércitos y se mataron por amor a la tierra, en defensa del
territorio, de la soberanía, y ahora que la pobrecita ya no tiene nada, que dio
todo lo que tenía que dar, que fue terriblemente chupada, los hombres la
abandonaron porque está en desgracia. Los más fuertes se fueron a trabajar a
las minas de las tierras del Rand y un día volverán con vehículos motorizados,
bicicletas y ropas baratas para seducir a las mujeres de la tierra. Las más
jóvenes fueron para los suburbios de las ciudades a vender su honra a cambio de
pan, haciendo revivir, sutilmente, los antiguos centros de prostitución ya
prohibidos por la ley. Sianga siente una necesidad urgente de tomar una
decisión, no va su hija Wusheni a tomar esos caminos vergonzosos. Ella es
bonita, madura, y el casamiento será la mejor solución para acomodarla. Es
verdad que ya no hay hombres que valgan en Mananga, pero, ¿qué importancia
tiene eso? Puede hasta ser un viejo, lo que las mujeres necesitan es de alguien
que les garantice protección y alimento. Sianga sabe de la vida de toda la
aldea, incluso con el trasero pegado a la estera. Es vidente. El buen profeta
no necesita trasladarse hasta el monte porque éste corre fluido a sus pies, en
los sueños, en los devaneos.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Editorial Txalaparta, 2002, en
traducción de Martha Rosa Sardiñas Vargas y Teresita Urra Vargas, pp.41-45.
ISBN: 978-84-8136-253-4.]
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