domingo, 28 de enero de 2024

Las tres de la mañana.- Gianrico Carofiglio (1961)


Gianrico Carofiglio - Wikipedia
19


  «Un día oí hablar a mis padres de un colega suyo profesor universitario –uno importante, un rector o un catedrático– que había dejado a su mujer por una estudiante.
 ¿Conocéis una de esas situaciones en las que los adultos hablan convencidos de que los niños no los oyen, y que si lo hacen, no entienden de lo que se habla? A todos nos ha pasado de pequeños escuchar al menos una conversación de ese tipo, así que tendríamos que saber cómo funciona. En cambio, cuando nos hacemos adultos se nos olvida y pensamos que los niños son sordos o tontos, y les dejamos oír y entender –o malentender– cosas que no habríamos querido que oyeran o entendieran. Y menos aún que malentendieran.
 El caso es que esa conversación me impresionó mucho: un hombre de cincuenta años, mucho mayor que mi padre en aquel momento, se había liado con una de veinticinco.
 Conocía a aquel profesor: más de una vez había venido a cenar a casa con su mujer. Era un tipo bajito y regordete, todo altanero, con una barbita canosa y unas gafas de montura fina que no sé por qué razón me despertaban una inmensa antipatía. Si hubiera tenido que encuadrarlo en una de las etapas de la vida habría dicho, desde mi punto de vista de niño de primaria, que era casi un anciano: alguien más próximo a la categoría de abuelo que a la de padre.
 El problema principal, me pareció entender de lo que decían mis padres mientras yo fingía leer un tebeo de SpiderMan, era que separarse o divorciarse son hechos que ocurren, pero que un profesor universitario se liara con una de sus alumnas no estaba bien. No era la primera vez ni sería la última, añadió mi madre con tono concluyente. Esa fue la idea que me quedó grabada, una especie de revelación sobre cómo funciona el mundo: los hombres de cierta edad –digamos casi abuelos–, y concretamente los profesores universitarios, dejan a sus mujeres para estar con una de sus estudiantes; algo bastante reprobable, pero que por desgracia ocurre con cierta frecuencia.
 Dos años más tarde, o poco más, mi padre se fue de casa.
 Todo discurrió de un modo muy civilizado: me convocaron en el comedor y me dijeron que a veces sucede que las parejas, aunque se sigan queriendo, necesitan tomarse una pausa para estar solos y reflexionar.
 –¿Queréis decir que os estáis divorciando? –inquirí yo tratando de dominar el pánico, en un recodo del río de palabras con el que habían saturado el silencio de aquella tarde de octubre. La palabra «divorcio» siempre me había resultado un poco arcana e inquietante. Exótica. Algo que afecta a otra gente, en otros lugares.
 Negaron con la cabeza casi al unísono embarcándose en una sutil –y para mí entonces incomprensible– disquisición sobre la diferencia entre divorcio y separación. Ellos no se estaban divorciando, solo se estaban tomando un tiempo; vale, digamos que era una separación temporal para superar algunas dificultades. Pero tranquilo, porque para mí no iba a cambiar nada. Papá se iría una temporada a otra casa, yo me quedaba allí con mamá aunque podía ir a verlo y estar con él cada vez que quisiera. Era libre de estar con uno u otro según me apeteciera y eligiendo sobre la marcha. Tendría total libertad.
 Las diferencias sustanciales y jurídicas entre divorcio, separación y pausa de reflexión no me quedaron claras del todo.
 Sin embargo, lo que sí me quedó claro fue que mis padres estaban diciendo un montón de mentiras, que no todo iba a ser como antes. En resumen, mi padre se iba de casa exactamente igual que su colega de la barbita canosa y las gafas de montura odiosa.
 El caso es que dejaba a mi madre –y a mí– por una estudiante veinteañera. Lo tuve claro desde el preciso momento en que terminó el discurso en el comedor, aunque no había ningún elemento concreto para pensarlo. Es más, el hecho de que no hubieran mencionado ningún motivo para tomarse esa pausa de reflexión fue lo que me convenció de que en realidad había motivo, solo que no quisieron revelármelo. Y no lo hicieron porque era algo impropio, por no decir vergonzoso.
 Fue así como empecé a nutrir una sorda hostilidad hacia mi padre. Y en cierto modo también hacia mi madre, por una razón diferente y complementaria.
 Él había hecho algo incorrecto e inmoral; ella algo inoportuno e irritante: se había comportado con demasiada educación y condescendencia. Él se marchaba, un gesto que ella misma, poco tiempo atrás, habría calificado de inadmisible, ¿y ahora se mostraba serena y acomodaticia? Tenía que estar enfadada, tenía que castigarlo, que hacerle ver lo injusta que había sido su conducta.
 Ni siquiera por un segundo, en las semanas, meses y años sucesivos, me asaltó la duda de que mi interpretación hubiera sido fruto de la fantasía de un niño enfadado y descontento por la ruptura de su familia.
 Fue del todo irrelevante que en el pequeño apartamento de mi padre nunca hallase ningún indicio no digo ya de la presencia sino del mero paso por allí de otra mujer. Dicha ausencia –creía yo con fanática convicción– era un claro síntoma de las cautelas que adoptaba para que no lo descubriera.
 Con la adolescencia, y con todo lo que me ocurrió, dejé de pensar en la fantasmal y joven novia de mi padre, aunque la hostilidad hacia él no desapareció. Se transformó en un rencor inconsciente y de baja intensidad, un ruido de fondo de la conciencia, algo que percibes sólo si cesa de golpe, dando lugar al silencio o a un sonido diferente.
Las tres de la mañana - Carofiglio, Gianrico - 978-84-339-8064-9 ... La frase de mi padre –«No he vuelto a enamorarme de otra mujer»– pronunciada aquella noche, en aquel bar, en un lugar impreciso de una ciudad desconocida, no cuadraba con mi tesis sobre su separación.

20

 Salimos del bar sobre las cuatro y media, después de probar los cruasanes calientes y llenos de mantequilla que acababan de llegar de una panadería de por allí.
 El señor Iaccarino nos explicó dónde estábamos y por dónde debíamos ir para volver al hotel. Si en algún momento se preguntó cómo y por qué habíamos acabado pasando por su local, se lo guardó para sí. Nos indicó el camino –si me hubiera fiado de mi intuición habríamos ido en dirección opuesta– especificando que a pie íbamos a tardar al menos tres cuartos de hora. Si queríamos, añadió, podía intentar llamarnos un taxi, aunque no estaba seguro de que quisiera venir a esa zona.
 Le dimos las gracias y le dijimos que preferíamos dar un paseo; nos despedimos de él y nos pusimos en marcha.
 Fuera el aire era fresco, casi cortante. A veces, cuando pasábamos delante de viejos portales entreabiertos, nos golpeaba un tufo de orina y humedad.
 –Veo que no pisas las alcantarillas –dijo mi padre sonriendo en la penumbra.
 –¿Qué?
 –Que evitas las alcantarillas. Yo también lo hacía de joven, yendo de casa a la facultad cuando tenía exámenes.
 Tenía razón. Era una costumbre que había adquirido –no sé por qué– desde hacía algunos años y que ahora seguía practicando sin darme cuenta. Lo consideraba una rareza personal y secreta, una de las muchas cosas por las que me creía distinto a los demás.
 –¿Por qué? –le pregunté.
 –Pues por lo mismo que tú. Casi todos tenemos una pequeña superstición personal. Hay quienes evitan las alcantarillas como nosotros y quienes las pisan deliberadamente respetando los bordes. Luego están los que evitan los bordillos de las aceras, o los que cuando cruzan un paso de peatones evitan pisar las rayas blancas, y cosas por el estilo.
 –Y tú cuando tenías un examen...
 –Evitaba las alcantarillas. A veces me decía que era un comportamiento absurdo, una superstición aún peor que la del gato negro o la sal esparcida por la mesa. Me decía que era algo inaceptable para una mente racional y matemática como la mía. Y sin embargo durante cuatro años nunca pisé una alcantarilla en el camino de casa a la universidad en los días de examen. Me preocupaba que pudiera ocurrir algo desagradable y no quería correr el riesgo. Los antropólogos llaman a eso «pensamiento mágico».
 –¿Pensamiento mágico?
 –Sí, es un mecanismo mental por el que vemos significados donde no los hay e imaginamos correspondencias inexistentes entre causas y efectos llegando a creer que podemos modificar la realidad con nuestros pensamientos a través de acciones simbólicas o de rituales. El pensamiento mágico es la base de la creencia en el mal de ojo o en los amuletos. No sé si me he explicado bien.
 –Sí, sí. No paso por debajo de una escalera porque creo que podría causarme una desgracia, aunque entre el pasar por debajo de una escalera y la posible desgracia no haya ninguna relación de causa efecto salvo en mi imaginación.
 –Exactamente. La superstición nos afecta a todos. Hay una anécdota estupenda sobre Niels Bohr, uno de los mejores científicos de todos los tiempos. Al parecer había colgado una herradura en la puerta de su casa de campo. Un día uno de sus estudiantes fue a verlo y al ver la herradura se quedó atónito. «Profesor, ¿realmente cree usted que una herradura colgada en la puerta da buena suerte?» «No», respondió Bohr, «claro que no lo creo. Pero parece que funciona igualmente.»
 Parecía contento de poderme contar anécdotas y explicarme cosas. Sobre todo parecía contento del hecho de que yo se lo permitiera. Algo que no sucedía desde que era niño.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2020, en traducción de Carmen García-Beamud, pp. 91-94. ISBN: 978-84-339-8064-9.]

domingo, 21 de enero de 2024

Poesías completas.- Arthur Rimbaud (1854-1891)


Arthur Rimbaud
1.-Versos escolares

A.-Poemas en latín
1.-El sueño del escolar

 «Era la primavera, y Orbilio languidecía en Roma, enfermo, inmóvil:
entonces, las armas de un profesor sin compasión iniciaron una tregua:
los golpes ya no sonaban en mis oídos
y la tralla ya no cruzaba mis miembros con permanente dolor.
Aproveché la ocasión: olvidando, me fui a las campiñas alegres.
Lejos de los estudios y de las preocupaciones, una apacible alegría hizo renacer mi fatigada mente.
Con el pecho hinchado por un desconocido y delicioso contento,
olvidé las lecciones tediosas y los discursos tristes del maestro;
disfrutaba al mirar los campos a lo lejos y los alegres milagros de la tierra primaveral.
Cuando era niño, sólo buscaba los paseos ociosos por el campo:
sentimientos más amplios cabían ahora en mi pequeño pecho;
no sé qué espíritu divino le daba alas a mis sentidos exaltados;
mudos de admiración, mis ojos contemplaban el espectáculo;
en mi pecho nacía el amor por los cálidos campos:
como antaño el anillo de hierro que al amante de Magnesia atrae, con una fuerza secreta, atándolo sin ruido gracias a invisibles ganchos.

 Mientras, con los miembros rotos por mis largos vagabundeos,
me recostaba en las verdes orillas de un río,
adormecido por su suave susurro, llevado por mi pereza y acunado por el concierto de los pájaros y el hálito del aura,
por el valle aéreo llegaron unas palomas,
blanca bandada que traía en sus picos guirnaldas de flores cogidas por Venus,
bien perfumadas, en los huertos de Chipre.
Su enjambre, al volar despacioso, llegó al césped donde yo descansaba, tendido,
y batiendo sus alas a mi alrededor, me rodearon la cabeza, liándome las manos, con una corona de follaje
y, tras coronar mis sienes con ramos de mirto aromado, me alzaron, por los aires, cual levísimo fardo…
Su bandada me llevó por las altas nubes, adormecido bajo una fronda de rosas;
el viento acariciaba con su aliento mi lecho acunado suavemente.
Y en cuanto las palomas llegaron a su morada natal, al pie de una alta montaña,
y se alzaron con un vuelo rápido hasta sus nichos suspendidos,
me dejaron allí, despierto ya, abandonándome.
¡Oh dulce nido de pájaros!…
Una luz restallante de blancura, en tomo a mis hombros, me viste todo el cuerpo con sus rayos purísimos:
luz en nada parecida a la penumbrosa luz que, mezclada con sombras, oscurece nuestras miradas.
Su origen celeste nada tiene en común con la luz de la tierra.
Y una divinidad me sopla en el pecho un algo celeste y desconocido, que corre por mí como un río.

 Y las palomas volvieron trayendo en su pico una corona de laurel trenzada
semejante a la de Apolo cuando pulsa con los dedos las cuerdas;
y cuando con ella me ciñeron la frente,
el cielo se abrió y, ante mis ojos atónitos, volando sobre una nube áurea,
el mismo Febo apareció, ofreciéndome con su mano el plectro armonioso,
y escribió sobre mi cabeza con llama celeste estas palabras:
“SERAS POETA”…
Al oírlo, por mis miembros resbala un calor extraordinario, del mismo modo que, en su puro y luciente cristal, el sol enardece con sus rayos la límpida fuente.
Entonces, también las palomas abandonan su forma anterior:
el coro de las Musas aparece, y suenan suaves melodías;
me levantan con sus blandos brazos,
proclamando por tres veces el presagio y ciñéndome tres veces de laureles.
 
(6 de noviembre de 1868)
RIMBAUD ARTHUR
Nacido en Charleville, el 20 de octubre de 1854
Libre externo del colegio de Charleville […]


II.-Poesías de 1869-1871
23.-Mi bohemia

 Me iba, con los puños en mis bolsillos rotos…
Mi chaleco también se volvía ideal,
andando, al cielo raso, ¡Musa, te era tan fiel!
¡Cuántos grandes amores, ay ay ay, me he soñado!

Mi único pantalón era un enorme siete.
—Pulgarcito que sueña, desgranaba a mi paso
rimas. Y mi posada era la Osa Mayor.
—Mis estrellas temblaban con un dulce frufrú.

Y yo las escuchaba, al borde del camino
cuando caen las tardes de septiembre, sintiendo
el rocío en mi frente, como un vino de vida.

Y rimando, perdido, por las sombras fantásticas,
tensaba los cordones, como si fueran liras,
de mis zapatos rotos, junto a mi corazón. 
[…]

27.-Oración del atardecer

Poesías completas - Ediciones Cátedra Como un ángel sentado en manos de un barbero,
vivo, alzando la jarra de profundos gallones,
combados hipogastrio y cuello, con mi pipa,
bajo un henchido viento de leves veladuras.

Como excrementos cálidos de viejos palomares
mil Sueños me producen suaves quemazones
y mi corazón, triste, se parece a la albura
que ensangrientan los oros ocres que el árbol llora.

Después, tras engullirme mis Sueños con cuidado,
me vuelvo y, tras beberme treinta o cuarenta jarras,
me concentro, soltando mis premuras acérrimas:

manso como el Señor del cedro y del hisopo
meo hacia el pardo cielo, alto, alto, tan lejos…
con el consentimiento de los heliotropos. 
[…]

32.-Los pobres en la Iglesia

 Aparcados en bancos de roble, en los rincones / de la iglesia que entibia su aliento, con los ojos
clavados en el coro dorado, mientras brama / la escolanía cánticos piadosos por sus fauces,

aspirando la cera como un olor de hogaza, / dichosos, humillados, cual perros que apalean,
los pobres del Buen Dios, el patrón y el señor, / ofrecen sus Oremus, irrisorios y obtusos.

¡Está bien ofrecerle bancos lisos a la hembra / después de los seis días en que Dios la maltrata!
Pues acuna, revuelto en extrañas pellizas, / algo parejo a un niño que llora sin cesar.

Con las tetas mugrientas al aire, estas sopistas, / con la oración prendida en ojos que no rezan,
miran a las golfillas de triste pavoneo, / busconas bajo el ala del sombrero deforme.

Fuera, el frío y el hambre y el hombre con su juerga: / ¡pues, vale! una hora más; después males a miles.
—Mientras, en torno a ellas, gime, ganguea, charla / un grupito de viejas con enormes papadas.

Y están los epilépticos y esos despavoridos / que todo el mundo huye en las encrucijadas;
y husmeando gozosos en los viejos misales / esos ciegos que un perro introduce en los patios.

Babeando una fe pordiosera y estúpida, / todos dicen su queja infinita a Jesús
que sueña en lo alto, lívido, por la luz amarilla, / lejos de flacos malos y de malos panzudos,

del olor de la carne y las telas mohosas: / farsa humilde y sombría de gestos asquerosos.
—Y la oración florece con frases escogidas, / y el misticismo adopta matices apremiantes,

cuando en la nave el sol muere, y pliegues de seda / sosos y verdes risas, las damas de los barrios
distinguidos, —¡Jesús!— las enfermas de hígado, / dan a besar sus dedos, en el agua bendita. 
[…]

42.- Vocales
 
 A negro, E blanco, I rojo, U verde, O azul: vocales
algún día diré vuestro nacer latente:
negro corsé velludo de moscas deslumbrantes,
A, al zumbar en torno a atroces pestilencias,

calas de umbría; E, candor de pabellones
y naves, hielo altivo, reyes blancos, umbelas
que tiemblan. I, escupida sangre, risa de ira
en labio bello, en labio ebrio de penitencia;

U, ciclos, vibraciones divinas, verdes mares,
paz de pastos sembrados de animales, de surcos
que la alquimia ha grabado en las frentes que estudian.

O, Clarín sobrehumano preñado de estridencias
extrañas y silencios que cruzan Mundos y Ángeles:
O, Omega, fulgor violeta de Sus Ojos.»


  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2005, en traducción de Javier del Prado, pp. 9, 68, 73, 84 y 110. ISBN: 978-84-3761-465-5.]

domingo, 14 de enero de 2024

La ley de los sueños.- Peter Behrens (1954)


Editorial Océano - Peter Behrens
Primera parte: El monte y la granja (Irlanda, 1846)

Expulsión

 «Le despertó el olor de un soldado.
 Grasa, pólvora. El lustre aplicado al latón.
 Acre y complejo, el olor se le infiltró en el cerebro y le trastornó el estómago, que se empapó del ácido que ascendía, quemándole la garganta, y le hizo toser. La tos le despertó.
 Las legañas le pegaban los párpados y le dolió abrirlos. Estaba sobre un camastro, en el desván de la cabaña, con sus dos hermanas al lado. Notaba la piel tirante, pero las llagas en los brazos y piernas parecían estar cicatrizando. El aire estaba brumoso por el humo del fuego que había sofocado horas o días antes, justo antes de sucumbir a la fiebre.
 Mirando desde el desván, vio al soldado parado junto a la puerta.
 Fergus se levantó de golpe y el soldado lanzó un grito de miedo y empezó a retroceder. La punta de su bayoneta se enganchó en el faldón de piel de vaca de la entrada; la liberó, maldiciendo, y desapareció.
 Fergus miró a sus hermanas acostadas a su lado en el jergón de paja.
 Los muertos siempre tenían una inmovilidad intensa, una rigidez que no se podía imitar.
 Un verano, siguiendo al ganado hasta el booley, el pasto del monte, se había pasado gran parte de la tarde mirando a un zorro muerto, hechizado por algo que no acertaba a nombrar. Las formas de los muertos poseían pasión.
 Alimentándose a base de queso, mostaza silvestre y maíz molido, un pastor no veía a nadie en semanas, y la soledad en aquellas alturas había sido tangible y emocionante: el mundo se presentaba como algo nuevo. Vagando por laderas de helechos y orillas de ciénagas, había visto las cordilleras ondulantes como las habría visto un pájaro, bultos de vacío tragados enteros, el sol de julio mezclando diseños de luz en las colinas.
 Oyó cascos de caballo fuera, y voces de hombres.
 Surcaba el humo dentro de la cabaña el aroma leñoso del tifus. Mirando desde el desván, veía a sus padres en la cama junto al fuego, pero no sabía si estaban vivos o muertos. Cerró los ojos.
 Él estaba vivo. Lo estaba, sin duda.
 Gateó hasta la escalera, bajó los peldaños y se acercó a la cama sucia que ocupaban sus padres. Examinó la cara del padre. Nudos de huesos brillaban bajo la piel amarilla cerosa. Los ojos se abrieron de repente, violetas y sensibles, como pájaros hambrientos, sobresaltados.
 —Hay soldados fuera —susurró Fergus—. ¿Qué hago?
 Los ojos se cerraron de golpe.
 —¿Qué hago? —repitió. La madre levantó la cabeza y paseó una mirada enloquecida alrededor de la cabaña.
 —Agua —musitó, y su cabeza cayó sobre la paja.
 Fergus miró fijamente a la entrada. ¿De verdad había visto a un soldado? ¿O era sólo un sueño de la fiebre? Quizá el mundo estaba muerto.
 Tenía que salir a comprobarlo.
 Ve fuera. Es lo que se hace en sueños. La ley de los sueños es: no dejes de moverte.

Soldados

  —¡Ése es uno! —gritó el granjero Carmichael—. ¿Y los demás?
 El soldado que había entrado en la cabaña, encorvado sobre la nieve, vomitaba. Al enderezarse se limpió la boca con la manga.
 —Todos muertos —jadeó.
 —¿Seguro? —gritó un oficial montado en un hermoso caballo ágil.
 —Muertos como conejos.
 —Le advertí a O’Brien que debía irse —dijo Carmichael en voz alta—. Le advertí que no le daría nada si se quedaba.
 —Mejor que lo vea usted mismo —dijo el oficial.
Ley de los sueños, La - Editorial Océano El granjero se acercó a la cabaña, quebrando con los tacones los charcos helados. Apartó a Fergus, se deslizó a través de la cortina de cuero y entró. De la entrada salió humo que cuajó en el aire brillante.
 Deslumbrado por la luz, con los ojos doloridos, Fergus hundió la cabeza entre las manos.
 Unos minutos después, Carmichael salió de la cabaña tosiendo. Agarró a Fergus por los hombros y lo zarandeó con aspereza.
 —¡Le ofrecieron dos libras al tipo! —gritó Carmichael al oficial—. ¡Un tipo desesperado, arisco, salvaje! ¡Su vida no valía nada! ¡Siempre en los caminos!
 —Bueno, por lo menos era un peón fuerte para la cosecha —dijo Abner Carmichael, en voz baja.
 —¿Crees que me gusta este trabajo? —gritó el granjero.
 La atención de Fergus estaba concentrada en una galleta que mordisqueaba uno de los soldados. Al ver cómo le miraba, el soldado la partió y le ofreció la mitad. Fergus se zafó de Carmichael, corrió hacia el soldado y cogió el pedazo, pero cuando trató de morderlo era demasiado duro para sus tiernas encías. Empezó a lamer la galleta para ablandarla y después rompió un trozo y se lo metió en la boca para chuparlo.
 Se volvió justo a tiempo de ver cómo los dos hijos de Carmichael tocaban con sus antorchas la techumbre de la cabaña. Había una fina capa de nieve, pero la de turba que había debajo tenía un feroz apetito de llama. El caballo relinchó ante la ráfaga de chispas rojas y Fergus sintió que el oficial le miraba. Algo en su cara —compasión, repugnancia— disolvió su letargo. Lanzó un aullido y se precipitó hacia la cabaña, pero Saúl y Abner lo interceptaron sin esfuerzo.
 —Déjala que arda. —La cara amable y soñadora de Abner se acercó a la de Fergus—. Es lo mejor, Fergus. No hay vida ahí dentro.
 No pudo resistir la tentación de dar otro mordisco a la galleta. Creyendo que se había rendido, Abner y Saúl le soltaron. Él se separó al instante de ellos y salió disparado hacia la puerta de la cabaña. Oyó que el oficial gritaba, pero entró antes de que nadie pudiera impedírselo. Ristras de fuego cayeron del tejado. Las ascuas le quemaban el cuello. Intentó coger la escalera para subir al desván, pero no la encontró entre el humo. Retazos de turba ardiendo caían por todas partes. La cama de sus padres estaba envuelta en llamas; vio cómo levantaban los brazos, vio las llamas que prendían entre las piernas del padre. Fergus trató de arrastrarle fuera del camastro mientras el fuego le daba feroces picotazos en las manos. La ropa de su padre ardía, tenía los ojos abiertos de par en par, blancos, y su boca era un orificio abierto. Un pedazo de turba incandescente cayó sobre el cuello de Fergus. Soltó a su padre y se retorció y dio vueltas intentando sacudirse el fuego. Hacía tanto calor ahora que notó que respiraba fuego. El humo le envolvía los ojos y no veía nada. Ciego, resollando y chamuscado, ganó a trompicones la puerta. En cuanto estuvo en el exterior, alguien le derribó y le arrojó encima una frazada para apagarle las ropas en llamas.
 Tendido y cubierto por la lana áspera, pensó que aquello era la muerte; fue lo que sintió. Un extraño alejamiento. Una sensación de distancia y un intenso dolor punzante en las manos.
 La muerte olía fortísimo a caballo.
 Entonces Abner Carmichael le retiró la manta, le ayudó a levantarse y se la puso alrededor de los hombros.
 —Ya pasó, chico. Ya pasó.
 El soldado que le había ofrecido la galleta estaba delante de la cabaña y extendía las palmas para sentir el calor. El oficial había desmontado y, de espaldas al fuego, ajustaba las cinchas de su caballo.
 Saúl y su padre sostenían el ariete con punta de hierro, listos para echar abajo las paredes.
 Fergus vio cómo el tejado ardiendo se desmoronaba. Un momento después, se derrumbó totalmente y la cabaña se convirtió en una taza blanca que sólo contenía llamas.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Anagrama, 2009, en traducción de Jaime Zulaika Goicoechea, pp. 34-37. ISBN: 978-84-3397-508-9.]