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«Un día oí hablar a mis padres de un colega
suyo profesor universitario –uno importante, un rector o un catedrático– que
había dejado a su mujer por una estudiante.
¿Conocéis una de esas situaciones en las que
los adultos hablan convencidos de que los niños no los oyen, y que si lo hacen,
no entienden de lo que se habla? A todos nos ha pasado de pequeños escuchar al
menos una conversación de ese tipo, así que tendríamos que saber cómo funciona.
En cambio, cuando nos hacemos adultos se nos olvida y pensamos que los niños
son sordos o tontos, y les dejamos oír y entender –o malentender– cosas que no
habríamos querido que oyeran o entendieran. Y menos aún que malentendieran.
El caso es que esa conversación me impresionó
mucho: un hombre de cincuenta años, mucho mayor que mi padre en aquel momento,
se había liado con una de veinticinco.
Conocía a aquel profesor: más de una vez había
venido a cenar a casa con su mujer. Era un tipo bajito y regordete, todo
altanero, con una barbita canosa y unas gafas de montura fina que no sé por qué
razón me despertaban una inmensa antipatía. Si hubiera tenido que encuadrarlo
en una de las etapas de la vida habría dicho, desde mi punto de vista de niño
de primaria, que era casi un anciano: alguien más próximo a la categoría de
abuelo que a la de padre.
El problema principal, me pareció entender de
lo que decían mis padres mientras yo fingía leer un tebeo de SpiderMan, era que separarse o
divorciarse son hechos que ocurren, pero que un profesor universitario se liara
con una de sus alumnas no estaba bien. No era la primera vez ni sería la
última, añadió mi madre con tono concluyente. Esa fue la idea que me quedó
grabada, una especie de revelación sobre cómo funciona el mundo: los hombres de
cierta edad –digamos casi abuelos–, y concretamente los profesores
universitarios, dejan a sus mujeres para estar con una de sus estudiantes; algo
bastante reprobable, pero que por desgracia ocurre con cierta frecuencia.
Dos años más tarde, o poco más, mi padre se
fue de casa.
Todo discurrió de un modo muy civilizado: me
convocaron en el comedor y me dijeron que a veces sucede que las parejas,
aunque se sigan queriendo, necesitan tomarse una pausa para estar solos y
reflexionar.
–¿Queréis decir que os estáis divorciando? –inquirí yo tratando de
dominar el pánico, en un recodo del río de palabras con el que habían saturado
el silencio de aquella tarde de octubre. La palabra «divorcio» siempre me había
resultado un poco arcana e inquietante. Exótica. Algo que afecta a otra gente,
en otros lugares.
Negaron con la cabeza casi al unísono
embarcándose en una sutil –y para mí entonces incomprensible– disquisición
sobre la diferencia entre divorcio y
separación. Ellos no se estaban divorciando, solo se estaban tomando un
tiempo; vale, digamos que era una separación temporal para superar algunas
dificultades. Pero tranquilo, porque para mí no iba a cambiar nada. Papá se
iría una temporada a otra casa, yo me quedaba allí con mamá aunque podía ir a
verlo y estar con él cada vez que quisiera. Era libre de estar con uno u otro
según me apeteciera y eligiendo sobre la marcha. Tendría total libertad.
Las diferencias sustanciales y jurídicas entre
divorcio, separación y pausa de reflexión no me quedaron claras del todo.
Sin embargo, lo que sí me quedó claro fue que
mis padres estaban diciendo un montón de mentiras, que no todo iba a ser como antes. En resumen, mi padre se iba de casa
exactamente igual que su colega de la barbita canosa y las gafas de montura
odiosa.
El caso es que dejaba a mi madre –y a mí– por
una estudiante veinteañera. Lo tuve claro desde el preciso momento en que
terminó el discurso en el comedor, aunque no había ningún elemento concreto
para pensarlo. Es más, el hecho de que no hubieran mencionado ningún motivo
para tomarse esa pausa de reflexión fue lo que me convenció de que en realidad
había motivo, solo que no quisieron revelármelo. Y no lo hicieron porque era
algo impropio, por no decir vergonzoso.
Fue así como empecé a nutrir una sorda
hostilidad hacia mi padre. Y en cierto modo también hacia mi madre, por una
razón diferente y complementaria.
Él había hecho algo incorrecto e inmoral; ella
algo inoportuno e irritante: se había comportado con demasiada educación y
condescendencia. Él se marchaba, un gesto que ella misma, poco tiempo atrás,
habría calificado de inadmisible, ¿y ahora se mostraba serena y acomodaticia?
Tenía que estar enfadada, tenía que castigarlo, que hacerle ver lo injusta que
había sido su conducta.
Ni siquiera por un segundo, en las semanas,
meses y años sucesivos, me asaltó la duda de que mi interpretación hubiera sido
fruto de la fantasía de un niño enfadado y descontento por la ruptura de su
familia.
Fue del todo irrelevante que en el pequeño
apartamento de mi padre nunca hallase ningún indicio no digo ya de la presencia
sino del mero paso por allí de otra mujer. Dicha ausencia –creía yo con
fanática convicción– era un claro síntoma de las cautelas que adoptaba para que
no lo descubriera.
Con la adolescencia, y con todo lo que me
ocurrió, dejé de pensar en la fantasmal y joven novia de mi padre, aunque la
hostilidad hacia él no desapareció. Se transformó en un rencor inconsciente y
de baja intensidad, un ruido de fondo de la conciencia, algo que percibes sólo
si cesa de golpe, dando lugar al silencio o a un sonido diferente.
La frase de mi padre –«No he vuelto a
enamorarme de otra mujer»– pronunciada aquella noche, en aquel bar, en un lugar
impreciso de una ciudad desconocida, no cuadraba con mi tesis sobre su
separación.
20
Salimos del bar sobre las cuatro y media,
después de probar los cruasanes calientes y llenos de mantequilla que acababan
de llegar de una panadería de por allí.
El señor Iaccarino nos explicó dónde estábamos
y por dónde debíamos ir para volver al hotel. Si en algún momento se preguntó
cómo y por qué habíamos acabado pasando por su local, se lo guardó para sí. Nos
indicó el camino –si me hubiera fiado de mi intuición habríamos ido en
dirección opuesta– especificando que a pie íbamos a tardar al menos tres
cuartos de hora. Si queríamos, añadió, podía intentar llamarnos un taxi, aunque
no estaba seguro de que quisiera venir a esa zona.
Le dimos las gracias y le dijimos que
preferíamos dar un paseo; nos despedimos de él y nos pusimos en marcha.
Fuera el aire era fresco, casi cortante. A
veces, cuando pasábamos delante de viejos portales entreabiertos, nos golpeaba
un tufo de orina y humedad.
–Veo que no pisas las alcantarillas –dijo mi
padre sonriendo en la penumbra.
–¿Qué?
–Que evitas las alcantarillas. Yo también lo
hacía de joven, yendo de casa a la facultad cuando tenía exámenes.
Tenía razón. Era una costumbre que había
adquirido –no sé por qué– desde hacía algunos años y que ahora seguía
practicando sin darme cuenta. Lo consideraba una rareza personal y secreta, una
de las muchas cosas por las que me creía distinto a los demás.
–¿Por qué? –le pregunté.
–Pues por lo mismo que tú. Casi todos tenemos
una pequeña superstición personal. Hay quienes evitan las alcantarillas como
nosotros y quienes las pisan deliberadamente respetando los bordes. Luego están
los que evitan los bordillos de las aceras, o los que cuando cruzan un paso de
peatones evitan pisar las rayas blancas, y cosas por el estilo.
–Y tú cuando tenías un examen...
–Evitaba las alcantarillas. A veces me decía
que era un comportamiento absurdo, una superstición aún peor que la del gato
negro o la sal esparcida por la mesa. Me decía que era algo inaceptable para
una mente racional y matemática como la mía. Y sin embargo durante cuatro años
nunca pisé una alcantarilla en el camino de casa a la universidad en los días
de examen. Me preocupaba que pudiera ocurrir algo desagradable y no quería
correr el riesgo. Los antropólogos llaman a eso «pensamiento mágico».
–¿Pensamiento mágico?
–Sí, es un mecanismo mental por el que vemos
significados donde no los hay e imaginamos correspondencias inexistentes entre
causas y efectos llegando a creer que podemos modificar la realidad con
nuestros pensamientos a través de acciones simbólicas o de rituales. El
pensamiento mágico es la base de la creencia en el mal de ojo o en los
amuletos. No sé si me he explicado bien.
–Sí, sí. No paso por debajo de una escalera
porque creo que podría causarme una desgracia, aunque entre el pasar por debajo
de una escalera y la posible desgracia no haya ninguna relación de causa efecto
salvo en mi imaginación.
–Exactamente. La superstición nos afecta a
todos. Hay una anécdota estupenda sobre Niels Bohr, uno de los mejores
científicos de todos los tiempos. Al parecer había colgado una herradura en la
puerta de su casa de campo. Un día uno de sus estudiantes fue a verlo y al ver
la herradura se quedó atónito. «Profesor, ¿realmente cree usted que una
herradura colgada en la puerta da buena suerte?» «No», respondió Bohr, «claro
que no lo creo. Pero parece que funciona igualmente.»
Parecía contento de poderme contar anécdotas y
explicarme cosas. Sobre todo parecía contento del hecho de que yo se lo
permitiera. Algo que no sucedía desde que era niño.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2020, en
traducción de Carmen García-Beamud, pp. 91-94. ISBN: 978-84-339-8064-9.]