domingo, 28 de enero de 2024

Las tres de la mañana.- Gianrico Carofiglio (1961)


Gianrico Carofiglio - Wikipedia
19


  «Un día oí hablar a mis padres de un colega suyo profesor universitario –uno importante, un rector o un catedrático– que había dejado a su mujer por una estudiante.
 ¿Conocéis una de esas situaciones en las que los adultos hablan convencidos de que los niños no los oyen, y que si lo hacen, no entienden de lo que se habla? A todos nos ha pasado de pequeños escuchar al menos una conversación de ese tipo, así que tendríamos que saber cómo funciona. En cambio, cuando nos hacemos adultos se nos olvida y pensamos que los niños son sordos o tontos, y les dejamos oír y entender –o malentender– cosas que no habríamos querido que oyeran o entendieran. Y menos aún que malentendieran.
 El caso es que esa conversación me impresionó mucho: un hombre de cincuenta años, mucho mayor que mi padre en aquel momento, se había liado con una de veinticinco.
 Conocía a aquel profesor: más de una vez había venido a cenar a casa con su mujer. Era un tipo bajito y regordete, todo altanero, con una barbita canosa y unas gafas de montura fina que no sé por qué razón me despertaban una inmensa antipatía. Si hubiera tenido que encuadrarlo en una de las etapas de la vida habría dicho, desde mi punto de vista de niño de primaria, que era casi un anciano: alguien más próximo a la categoría de abuelo que a la de padre.
 El problema principal, me pareció entender de lo que decían mis padres mientras yo fingía leer un tebeo de SpiderMan, era que separarse o divorciarse son hechos que ocurren, pero que un profesor universitario se liara con una de sus alumnas no estaba bien. No era la primera vez ni sería la última, añadió mi madre con tono concluyente. Esa fue la idea que me quedó grabada, una especie de revelación sobre cómo funciona el mundo: los hombres de cierta edad –digamos casi abuelos–, y concretamente los profesores universitarios, dejan a sus mujeres para estar con una de sus estudiantes; algo bastante reprobable, pero que por desgracia ocurre con cierta frecuencia.
 Dos años más tarde, o poco más, mi padre se fue de casa.
 Todo discurrió de un modo muy civilizado: me convocaron en el comedor y me dijeron que a veces sucede que las parejas, aunque se sigan queriendo, necesitan tomarse una pausa para estar solos y reflexionar.
 –¿Queréis decir que os estáis divorciando? –inquirí yo tratando de dominar el pánico, en un recodo del río de palabras con el que habían saturado el silencio de aquella tarde de octubre. La palabra «divorcio» siempre me había resultado un poco arcana e inquietante. Exótica. Algo que afecta a otra gente, en otros lugares.
 Negaron con la cabeza casi al unísono embarcándose en una sutil –y para mí entonces incomprensible– disquisición sobre la diferencia entre divorcio y separación. Ellos no se estaban divorciando, solo se estaban tomando un tiempo; vale, digamos que era una separación temporal para superar algunas dificultades. Pero tranquilo, porque para mí no iba a cambiar nada. Papá se iría una temporada a otra casa, yo me quedaba allí con mamá aunque podía ir a verlo y estar con él cada vez que quisiera. Era libre de estar con uno u otro según me apeteciera y eligiendo sobre la marcha. Tendría total libertad.
 Las diferencias sustanciales y jurídicas entre divorcio, separación y pausa de reflexión no me quedaron claras del todo.
 Sin embargo, lo que sí me quedó claro fue que mis padres estaban diciendo un montón de mentiras, que no todo iba a ser como antes. En resumen, mi padre se iba de casa exactamente igual que su colega de la barbita canosa y las gafas de montura odiosa.
 El caso es que dejaba a mi madre –y a mí– por una estudiante veinteañera. Lo tuve claro desde el preciso momento en que terminó el discurso en el comedor, aunque no había ningún elemento concreto para pensarlo. Es más, el hecho de que no hubieran mencionado ningún motivo para tomarse esa pausa de reflexión fue lo que me convenció de que en realidad había motivo, solo que no quisieron revelármelo. Y no lo hicieron porque era algo impropio, por no decir vergonzoso.
 Fue así como empecé a nutrir una sorda hostilidad hacia mi padre. Y en cierto modo también hacia mi madre, por una razón diferente y complementaria.
 Él había hecho algo incorrecto e inmoral; ella algo inoportuno e irritante: se había comportado con demasiada educación y condescendencia. Él se marchaba, un gesto que ella misma, poco tiempo atrás, habría calificado de inadmisible, ¿y ahora se mostraba serena y acomodaticia? Tenía que estar enfadada, tenía que castigarlo, que hacerle ver lo injusta que había sido su conducta.
 Ni siquiera por un segundo, en las semanas, meses y años sucesivos, me asaltó la duda de que mi interpretación hubiera sido fruto de la fantasía de un niño enfadado y descontento por la ruptura de su familia.
 Fue del todo irrelevante que en el pequeño apartamento de mi padre nunca hallase ningún indicio no digo ya de la presencia sino del mero paso por allí de otra mujer. Dicha ausencia –creía yo con fanática convicción– era un claro síntoma de las cautelas que adoptaba para que no lo descubriera.
 Con la adolescencia, y con todo lo que me ocurrió, dejé de pensar en la fantasmal y joven novia de mi padre, aunque la hostilidad hacia él no desapareció. Se transformó en un rencor inconsciente y de baja intensidad, un ruido de fondo de la conciencia, algo que percibes sólo si cesa de golpe, dando lugar al silencio o a un sonido diferente.
Las tres de la mañana - Carofiglio, Gianrico - 978-84-339-8064-9 ... La frase de mi padre –«No he vuelto a enamorarme de otra mujer»– pronunciada aquella noche, en aquel bar, en un lugar impreciso de una ciudad desconocida, no cuadraba con mi tesis sobre su separación.

20

 Salimos del bar sobre las cuatro y media, después de probar los cruasanes calientes y llenos de mantequilla que acababan de llegar de una panadería de por allí.
 El señor Iaccarino nos explicó dónde estábamos y por dónde debíamos ir para volver al hotel. Si en algún momento se preguntó cómo y por qué habíamos acabado pasando por su local, se lo guardó para sí. Nos indicó el camino –si me hubiera fiado de mi intuición habríamos ido en dirección opuesta– especificando que a pie íbamos a tardar al menos tres cuartos de hora. Si queríamos, añadió, podía intentar llamarnos un taxi, aunque no estaba seguro de que quisiera venir a esa zona.
 Le dimos las gracias y le dijimos que preferíamos dar un paseo; nos despedimos de él y nos pusimos en marcha.
 Fuera el aire era fresco, casi cortante. A veces, cuando pasábamos delante de viejos portales entreabiertos, nos golpeaba un tufo de orina y humedad.
 –Veo que no pisas las alcantarillas –dijo mi padre sonriendo en la penumbra.
 –¿Qué?
 –Que evitas las alcantarillas. Yo también lo hacía de joven, yendo de casa a la facultad cuando tenía exámenes.
 Tenía razón. Era una costumbre que había adquirido –no sé por qué– desde hacía algunos años y que ahora seguía practicando sin darme cuenta. Lo consideraba una rareza personal y secreta, una de las muchas cosas por las que me creía distinto a los demás.
 –¿Por qué? –le pregunté.
 –Pues por lo mismo que tú. Casi todos tenemos una pequeña superstición personal. Hay quienes evitan las alcantarillas como nosotros y quienes las pisan deliberadamente respetando los bordes. Luego están los que evitan los bordillos de las aceras, o los que cuando cruzan un paso de peatones evitan pisar las rayas blancas, y cosas por el estilo.
 –Y tú cuando tenías un examen...
 –Evitaba las alcantarillas. A veces me decía que era un comportamiento absurdo, una superstición aún peor que la del gato negro o la sal esparcida por la mesa. Me decía que era algo inaceptable para una mente racional y matemática como la mía. Y sin embargo durante cuatro años nunca pisé una alcantarilla en el camino de casa a la universidad en los días de examen. Me preocupaba que pudiera ocurrir algo desagradable y no quería correr el riesgo. Los antropólogos llaman a eso «pensamiento mágico».
 –¿Pensamiento mágico?
 –Sí, es un mecanismo mental por el que vemos significados donde no los hay e imaginamos correspondencias inexistentes entre causas y efectos llegando a creer que podemos modificar la realidad con nuestros pensamientos a través de acciones simbólicas o de rituales. El pensamiento mágico es la base de la creencia en el mal de ojo o en los amuletos. No sé si me he explicado bien.
 –Sí, sí. No paso por debajo de una escalera porque creo que podría causarme una desgracia, aunque entre el pasar por debajo de una escalera y la posible desgracia no haya ninguna relación de causa efecto salvo en mi imaginación.
 –Exactamente. La superstición nos afecta a todos. Hay una anécdota estupenda sobre Niels Bohr, uno de los mejores científicos de todos los tiempos. Al parecer había colgado una herradura en la puerta de su casa de campo. Un día uno de sus estudiantes fue a verlo y al ver la herradura se quedó atónito. «Profesor, ¿realmente cree usted que una herradura colgada en la puerta da buena suerte?» «No», respondió Bohr, «claro que no lo creo. Pero parece que funciona igualmente.»
 Parecía contento de poderme contar anécdotas y explicarme cosas. Sobre todo parecía contento del hecho de que yo se lo permitiera. Algo que no sucedía desde que era niño.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2020, en traducción de Carmen García-Beamud, pp. 91-94. ISBN: 978-84-339-8064-9.]

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