1.-Versos
escolares
A.-Poemas en
latín
1.-El sueño del escolar
«Era la primavera, y Orbilio languidecía en
Roma, enfermo, inmóvil:
entonces,
las armas de un profesor sin compasión iniciaron una tregua:
los
golpes ya no sonaban en mis oídos
y
la tralla ya no cruzaba mis miembros con permanente dolor.
Aproveché
la ocasión: olvidando, me fui a las campiñas alegres.
Lejos
de los estudios y de las preocupaciones, una apacible alegría hizo renacer mi fatigada
mente.
Con
el pecho hinchado por un desconocido y delicioso contento,
olvidé
las lecciones tediosas y los discursos tristes del maestro;
disfrutaba
al mirar los campos a lo lejos y los alegres milagros de la tierra primaveral.
Cuando
era niño, sólo buscaba los paseos ociosos por el campo:
sentimientos
más amplios cabían ahora en mi pequeño pecho;
no
sé qué espíritu divino le daba alas a mis sentidos exaltados;
mudos
de admiración, mis ojos contemplaban el espectáculo;
en
mi pecho nacía el amor por los cálidos campos:
como
antaño el anillo de hierro que al amante de Magnesia atrae, con una fuerza
secreta, atándolo sin ruido gracias a invisibles ganchos.
Mientras,
con los miembros rotos por mis largos vagabundeos,
me
recostaba en las verdes orillas de un río,
adormecido
por su suave susurro, llevado por mi pereza y acunado por el concierto de los
pájaros y el hálito del aura,
por
el valle aéreo llegaron unas palomas,
blanca
bandada que traía en sus picos guirnaldas de flores cogidas por Venus,
bien
perfumadas, en los huertos de Chipre.
Su
enjambre, al volar despacioso, llegó al césped donde yo descansaba, tendido,
y
batiendo sus alas a mi alrededor, me rodearon la cabeza, liándome las manos,
con una corona de follaje
y,
tras coronar mis sienes con ramos de mirto aromado, me alzaron, por los aires,
cual levísimo fardo…
Su
bandada me llevó por las altas nubes, adormecido bajo una fronda de rosas;
el
viento acariciaba con su aliento mi lecho acunado suavemente.
Y
en cuanto las palomas llegaron a su morada natal, al pie de una alta montaña,
y
se alzaron con un vuelo rápido hasta sus nichos suspendidos,
me
dejaron allí, despierto ya, abandonándome.
¡Oh
dulce nido de pájaros!…
Una
luz restallante de blancura, en tomo a mis hombros, me viste todo el cuerpo con
sus rayos purísimos:
luz
en nada parecida a la penumbrosa luz que, mezclada con sombras, oscurece
nuestras miradas.
Su
origen celeste nada tiene en común con la luz de la tierra.
Y
una divinidad me sopla en el pecho un algo celeste y desconocido, que corre por
mí como un río.
Y
las palomas volvieron trayendo en su pico una corona de laurel trenzada
semejante
a la de Apolo cuando pulsa con los dedos las cuerdas;
y
cuando con ella me ciñeron la frente,
el
cielo se abrió y, ante mis ojos atónitos, volando sobre una nube áurea,
el
mismo Febo apareció, ofreciéndome con su mano el plectro armonioso,
y
escribió sobre mi cabeza con llama celeste estas palabras:
“SERAS
POETA”…
Al
oírlo, por mis miembros resbala un calor extraordinario, del mismo modo que, en
su puro y luciente cristal, el sol enardece con sus rayos la límpida fuente.
Entonces,
también las palomas abandonan su forma anterior:
el
coro de las Musas aparece, y suenan suaves melodías;
me
levantan con sus blandos brazos,
proclamando
por tres veces el presagio y ciñéndome tres veces de laureles.
(6 de noviembre
de 1868)
RIMBAUD ARTHUR
Nacido en
Charleville, el 20 de octubre de 1854
Libre externo
del colegio de Charleville […]
II.-Poesías de
1869-1871
23.-Mi bohemia
Me
iba, con los puños en mis bolsillos rotos…
Mi
chaleco también se volvía ideal,
andando,
al cielo raso, ¡Musa, te era tan fiel!
¡Cuántos
grandes amores, ay ay ay, me he soñado!
Mi
único pantalón era un enorme siete.
—Pulgarcito
que sueña, desgranaba a mi paso
rimas.
Y mi posada era la Osa Mayor.
—Mis
estrellas temblaban con un dulce frufrú.
Y
yo las escuchaba, al borde del camino
cuando
caen las tardes de septiembre, sintiendo
el
rocío en mi frente, como un vino de vida.
Y
rimando, perdido, por las sombras fantásticas,
tensaba
los cordones, como si fueran liras,
de
mis zapatos rotos, junto a mi corazón.
[…]
27.-Oración del
atardecer
vivo,
alzando la jarra de profundos gallones,
combados
hipogastrio y cuello, con mi pipa,
bajo
un henchido viento de leves veladuras.
Como
excrementos cálidos de viejos palomares
mil
Sueños me producen suaves quemazones
y
mi corazón, triste, se parece a la albura
que
ensangrientan los oros ocres que el árbol llora.
Después,
tras engullirme mis Sueños con cuidado,
me
vuelvo y, tras beberme treinta o cuarenta jarras,
me
concentro, soltando mis premuras acérrimas:
manso
como el Señor del cedro y del hisopo
meo
hacia el pardo cielo, alto, alto, tan lejos…
con
el consentimiento de los heliotropos.
[…]
32.-Los pobres
en la Iglesia
Aparcados
en bancos de roble, en los rincones / de la iglesia que entibia su aliento, con
los ojos
clavados
en el coro dorado, mientras brama / la escolanía cánticos piadosos por sus
fauces,
aspirando
la cera como un olor de hogaza, / dichosos, humillados, cual perros que
apalean,
los
pobres del Buen Dios, el patrón y el señor, / ofrecen sus Oremus, irrisorios y
obtusos.
¡Está
bien ofrecerle bancos lisos a la hembra / después de los seis días en que Dios
la maltrata!
Pues
acuna, revuelto en extrañas pellizas, / algo parejo a un niño que llora sin
cesar.
Con
las tetas mugrientas al aire, estas sopistas, / con la oración prendida en ojos
que no rezan,
miran
a las golfillas de triste pavoneo, / busconas bajo el ala del sombrero deforme.
Fuera,
el frío y el hambre y el hombre con su juerga: / ¡pues, vale! una hora más;
después males a miles.
—Mientras,
en torno a ellas, gime, ganguea, charla / un grupito de viejas con enormes
papadas.
Y
están los epilépticos y esos despavoridos / que todo el mundo huye en las
encrucijadas;
y
husmeando gozosos en los viejos misales / esos ciegos que un perro introduce en
los patios.
Babeando
una fe pordiosera y estúpida, / todos dicen su queja infinita a Jesús
que
sueña en lo alto, lívido, por la luz amarilla, / lejos de flacos malos y de
malos panzudos,
del
olor de la carne y las telas mohosas: / farsa humilde y sombría de gestos
asquerosos.
—Y
la oración florece con frases escogidas, / y el misticismo adopta matices
apremiantes,
cuando
en la nave el sol muere, y pliegues de seda / sosos y verdes risas, las damas
de los barrios
distinguidos,
—¡Jesús!— las enfermas de hígado, / dan a besar sus dedos, en el agua bendita.
[…]
42.- Vocales
A
negro, E blanco, I rojo, U verde, O azul: vocales
algún
día diré vuestro nacer latente:
negro
corsé velludo de moscas deslumbrantes,
A,
al zumbar en torno a atroces pestilencias,
calas
de umbría; E, candor de pabellones
y
naves, hielo altivo, reyes blancos, umbelas
que
tiemblan. I, escupida sangre, risa de ira
en
labio bello, en labio ebrio de penitencia;
U,
ciclos, vibraciones divinas, verdes mares,
paz
de pastos sembrados de animales, de surcos
que
la alquimia ha grabado en las frentes que estudian.
O,
Clarín sobrehumano preñado de estridencias
extrañas
y silencios que cruzan Mundos y Ángeles:
O,
Omega, fulgor violeta de Sus Ojos.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2005, en
traducción de Javier del Prado, pp. 9, 68, 73, 84 y 110. ISBN:
978-84-3761-465-5.]
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