Primera parte: El
monte y la granja (Irlanda, 1846)
Expulsión
«Le despertó el olor de un soldado.
Grasa, pólvora. El lustre aplicado al latón.
Acre y complejo, el olor se le infiltró en el
cerebro y le trastornó el estómago, que se empapó del ácido que ascendía,
quemándole la garganta, y le hizo toser. La tos le despertó.
Las legañas le pegaban los párpados y le dolió
abrirlos. Estaba sobre un camastro, en el desván de la cabaña, con sus dos
hermanas al lado. Notaba la piel tirante, pero las llagas en los brazos y
piernas parecían estar cicatrizando. El aire estaba brumoso por el humo del
fuego que había sofocado horas o días antes, justo antes de sucumbir a la
fiebre.
Mirando desde el desván, vio al soldado parado
junto a la puerta.
Fergus se levantó de golpe y el soldado lanzó
un grito de miedo y empezó a retroceder. La punta de su bayoneta se enganchó en
el faldón de piel de vaca de la entrada; la liberó, maldiciendo, y desapareció.
Fergus miró a sus hermanas acostadas a su lado
en el jergón de paja.
Los muertos siempre tenían una inmovilidad
intensa, una rigidez que no se podía imitar.
Un verano, siguiendo al ganado hasta el booley, el pasto del monte, se había
pasado gran parte de la tarde mirando a un zorro muerto, hechizado por algo que
no acertaba a nombrar. Las formas de los muertos poseían pasión.
Alimentándose a base de queso, mostaza
silvestre y maíz molido, un pastor no veía a nadie en semanas, y la soledad en
aquellas alturas había sido tangible y emocionante: el mundo se presentaba como
algo nuevo. Vagando por laderas de helechos y orillas de ciénagas, había visto
las cordilleras ondulantes como las habría visto un pájaro, bultos de vacío
tragados enteros, el sol de julio mezclando diseños de luz en las colinas.
Oyó cascos de caballo fuera, y voces de
hombres.
Surcaba el humo dentro de la cabaña el aroma
leñoso del tifus. Mirando desde el desván, veía a sus padres en la cama junto
al fuego, pero no sabía si estaban vivos o muertos. Cerró los ojos.
Él estaba vivo. Lo estaba, sin duda.
Gateó hasta la escalera, bajó los peldaños y
se acercó a la cama sucia que ocupaban sus padres. Examinó la cara del padre.
Nudos de huesos brillaban bajo la piel amarilla cerosa. Los ojos se abrieron de
repente, violetas y sensibles, como pájaros hambrientos, sobresaltados.
—Hay soldados fuera —susurró Fergus—. ¿Qué
hago?
Los ojos se cerraron de golpe.
—¿Qué hago? —repitió. La madre levantó la cabeza
y paseó una mirada enloquecida alrededor de la cabaña.
—Agua —musitó, y su cabeza cayó sobre la paja.
Fergus miró fijamente a la entrada. ¿De verdad
había visto a un soldado? ¿O era sólo un sueño de la fiebre? Quizá el mundo
estaba muerto.
Tenía que salir a comprobarlo.
Ve fuera. Es lo que se hace en sueños. La ley
de los sueños es: no dejes de moverte.
Soldados
—¡Ése es uno! —gritó el granjero Carmichael—.
¿Y los demás?
El soldado que había entrado en la cabaña,
encorvado sobre la nieve, vomitaba. Al enderezarse se limpió la boca con la
manga.
—Todos muertos —jadeó.
—¿Seguro? —gritó un oficial montado en un
hermoso caballo ágil.
—Muertos como conejos.
—Le advertí a O’Brien que debía irse —dijo
Carmichael en voz alta—. Le advertí que no le daría nada si se quedaba.
—Mejor que lo vea usted mismo —dijo el
oficial.
El granjero se acercó a la cabaña, quebrando
con los tacones los charcos helados. Apartó a Fergus, se deslizó a través de la
cortina de cuero y entró. De la entrada salió humo que cuajó en el aire
brillante.
Deslumbrado por la luz, con los ojos
doloridos, Fergus hundió la cabeza entre las manos.
Unos minutos después, Carmichael salió de la
cabaña tosiendo. Agarró a Fergus por los hombros y lo zarandeó con aspereza.
—¡Le ofrecieron dos libras al tipo! —gritó
Carmichael al oficial—. ¡Un tipo desesperado, arisco, salvaje! ¡Su vida no
valía nada! ¡Siempre en los caminos!
—Bueno, por lo menos era un peón fuerte para
la cosecha —dijo Abner Carmichael, en voz baja.
—¿Crees que me gusta este trabajo? —gritó el
granjero.
La atención de Fergus estaba concentrada en
una galleta que mordisqueaba uno de los soldados. Al ver cómo le miraba, el
soldado la partió y le ofreció la mitad. Fergus se zafó de Carmichael, corrió
hacia el soldado y cogió el pedazo, pero cuando trató de morderlo era demasiado
duro para sus tiernas encías. Empezó a lamer la galleta para ablandarla y
después rompió un trozo y se lo metió en la boca para chuparlo.
Se volvió justo a tiempo de ver cómo los dos
hijos de Carmichael tocaban con sus antorchas la techumbre de la cabaña. Había
una fina capa de nieve, pero la de turba que había debajo tenía un feroz
apetito de llama. El caballo relinchó ante la ráfaga de chispas rojas y Fergus
sintió que el oficial le miraba. Algo en su cara —compasión, repugnancia—
disolvió su letargo. Lanzó un aullido y se precipitó hacia la cabaña, pero Saúl
y Abner lo interceptaron sin esfuerzo.
—Déjala que arda. —La cara amable y soñadora
de Abner se acercó a la de Fergus—. Es lo mejor, Fergus. No hay vida ahí
dentro.
No pudo resistir la tentación de dar otro
mordisco a la galleta. Creyendo que se había rendido, Abner y Saúl le soltaron.
Él se separó al instante de ellos y salió disparado hacia la puerta de la
cabaña. Oyó que el oficial gritaba, pero entró antes de que nadie pudiera
impedírselo. Ristras de fuego cayeron del tejado. Las ascuas le quemaban el
cuello. Intentó coger la escalera para subir al desván, pero no la encontró
entre el humo. Retazos de turba ardiendo caían por todas partes. La cama de sus
padres estaba envuelta en llamas; vio cómo levantaban los brazos, vio las
llamas que prendían entre las piernas del padre. Fergus trató de arrastrarle
fuera del camastro mientras el fuego le daba feroces picotazos en las manos. La
ropa de su padre ardía, tenía los ojos abiertos de par en par, blancos, y su
boca era un orificio abierto. Un pedazo de turba incandescente cayó sobre el
cuello de Fergus. Soltó a su padre y se retorció y dio vueltas intentando
sacudirse el fuego. Hacía tanto calor ahora que notó que respiraba fuego. El
humo le envolvía los ojos y no veía nada. Ciego, resollando y chamuscado, ganó
a trompicones la puerta. En cuanto estuvo en el exterior, alguien le derribó y
le arrojó encima una frazada para apagarle las ropas en llamas.
Tendido y cubierto por la lana áspera, pensó
que aquello era la muerte; fue lo que sintió. Un extraño alejamiento. Una
sensación de distancia y un intenso dolor punzante en las manos.
La muerte olía fortísimo a caballo.
Entonces Abner Carmichael le retiró la manta,
le ayudó a levantarse y se la puso alrededor de los hombros.
—Ya pasó, chico. Ya pasó.
El soldado que le había ofrecido la galleta
estaba delante de la cabaña y extendía las palmas para sentir el calor. El
oficial había desmontado y, de espaldas al fuego, ajustaba las cinchas de su
caballo.
Saúl y su padre sostenían el ariete con punta
de hierro, listos para echar abajo las paredes.
Fergus vio cómo el tejado ardiendo se
desmoronaba. Un momento después, se derrumbó totalmente y la cabaña se
convirtió en una taza blanca que sólo contenía llamas.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Ediciones Anagrama, 2009, en
traducción de Jaime Zulaika Goicoechea, pp. 34-37. ISBN: 978-84-3397-508-9.]
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