domingo, 14 de enero de 2024

La ley de los sueños.- Peter Behrens (1954)


Editorial Océano - Peter Behrens
Primera parte: El monte y la granja (Irlanda, 1846)

Expulsión

 «Le despertó el olor de un soldado.
 Grasa, pólvora. El lustre aplicado al latón.
 Acre y complejo, el olor se le infiltró en el cerebro y le trastornó el estómago, que se empapó del ácido que ascendía, quemándole la garganta, y le hizo toser. La tos le despertó.
 Las legañas le pegaban los párpados y le dolió abrirlos. Estaba sobre un camastro, en el desván de la cabaña, con sus dos hermanas al lado. Notaba la piel tirante, pero las llagas en los brazos y piernas parecían estar cicatrizando. El aire estaba brumoso por el humo del fuego que había sofocado horas o días antes, justo antes de sucumbir a la fiebre.
 Mirando desde el desván, vio al soldado parado junto a la puerta.
 Fergus se levantó de golpe y el soldado lanzó un grito de miedo y empezó a retroceder. La punta de su bayoneta se enganchó en el faldón de piel de vaca de la entrada; la liberó, maldiciendo, y desapareció.
 Fergus miró a sus hermanas acostadas a su lado en el jergón de paja.
 Los muertos siempre tenían una inmovilidad intensa, una rigidez que no se podía imitar.
 Un verano, siguiendo al ganado hasta el booley, el pasto del monte, se había pasado gran parte de la tarde mirando a un zorro muerto, hechizado por algo que no acertaba a nombrar. Las formas de los muertos poseían pasión.
 Alimentándose a base de queso, mostaza silvestre y maíz molido, un pastor no veía a nadie en semanas, y la soledad en aquellas alturas había sido tangible y emocionante: el mundo se presentaba como algo nuevo. Vagando por laderas de helechos y orillas de ciénagas, había visto las cordilleras ondulantes como las habría visto un pájaro, bultos de vacío tragados enteros, el sol de julio mezclando diseños de luz en las colinas.
 Oyó cascos de caballo fuera, y voces de hombres.
 Surcaba el humo dentro de la cabaña el aroma leñoso del tifus. Mirando desde el desván, veía a sus padres en la cama junto al fuego, pero no sabía si estaban vivos o muertos. Cerró los ojos.
 Él estaba vivo. Lo estaba, sin duda.
 Gateó hasta la escalera, bajó los peldaños y se acercó a la cama sucia que ocupaban sus padres. Examinó la cara del padre. Nudos de huesos brillaban bajo la piel amarilla cerosa. Los ojos se abrieron de repente, violetas y sensibles, como pájaros hambrientos, sobresaltados.
 —Hay soldados fuera —susurró Fergus—. ¿Qué hago?
 Los ojos se cerraron de golpe.
 —¿Qué hago? —repitió. La madre levantó la cabeza y paseó una mirada enloquecida alrededor de la cabaña.
 —Agua —musitó, y su cabeza cayó sobre la paja.
 Fergus miró fijamente a la entrada. ¿De verdad había visto a un soldado? ¿O era sólo un sueño de la fiebre? Quizá el mundo estaba muerto.
 Tenía que salir a comprobarlo.
 Ve fuera. Es lo que se hace en sueños. La ley de los sueños es: no dejes de moverte.

Soldados

  —¡Ése es uno! —gritó el granjero Carmichael—. ¿Y los demás?
 El soldado que había entrado en la cabaña, encorvado sobre la nieve, vomitaba. Al enderezarse se limpió la boca con la manga.
 —Todos muertos —jadeó.
 —¿Seguro? —gritó un oficial montado en un hermoso caballo ágil.
 —Muertos como conejos.
 —Le advertí a O’Brien que debía irse —dijo Carmichael en voz alta—. Le advertí que no le daría nada si se quedaba.
 —Mejor que lo vea usted mismo —dijo el oficial.
Ley de los sueños, La - Editorial Océano El granjero se acercó a la cabaña, quebrando con los tacones los charcos helados. Apartó a Fergus, se deslizó a través de la cortina de cuero y entró. De la entrada salió humo que cuajó en el aire brillante.
 Deslumbrado por la luz, con los ojos doloridos, Fergus hundió la cabeza entre las manos.
 Unos minutos después, Carmichael salió de la cabaña tosiendo. Agarró a Fergus por los hombros y lo zarandeó con aspereza.
 —¡Le ofrecieron dos libras al tipo! —gritó Carmichael al oficial—. ¡Un tipo desesperado, arisco, salvaje! ¡Su vida no valía nada! ¡Siempre en los caminos!
 —Bueno, por lo menos era un peón fuerte para la cosecha —dijo Abner Carmichael, en voz baja.
 —¿Crees que me gusta este trabajo? —gritó el granjero.
 La atención de Fergus estaba concentrada en una galleta que mordisqueaba uno de los soldados. Al ver cómo le miraba, el soldado la partió y le ofreció la mitad. Fergus se zafó de Carmichael, corrió hacia el soldado y cogió el pedazo, pero cuando trató de morderlo era demasiado duro para sus tiernas encías. Empezó a lamer la galleta para ablandarla y después rompió un trozo y se lo metió en la boca para chuparlo.
 Se volvió justo a tiempo de ver cómo los dos hijos de Carmichael tocaban con sus antorchas la techumbre de la cabaña. Había una fina capa de nieve, pero la de turba que había debajo tenía un feroz apetito de llama. El caballo relinchó ante la ráfaga de chispas rojas y Fergus sintió que el oficial le miraba. Algo en su cara —compasión, repugnancia— disolvió su letargo. Lanzó un aullido y se precipitó hacia la cabaña, pero Saúl y Abner lo interceptaron sin esfuerzo.
 —Déjala que arda. —La cara amable y soñadora de Abner se acercó a la de Fergus—. Es lo mejor, Fergus. No hay vida ahí dentro.
 No pudo resistir la tentación de dar otro mordisco a la galleta. Creyendo que se había rendido, Abner y Saúl le soltaron. Él se separó al instante de ellos y salió disparado hacia la puerta de la cabaña. Oyó que el oficial gritaba, pero entró antes de que nadie pudiera impedírselo. Ristras de fuego cayeron del tejado. Las ascuas le quemaban el cuello. Intentó coger la escalera para subir al desván, pero no la encontró entre el humo. Retazos de turba ardiendo caían por todas partes. La cama de sus padres estaba envuelta en llamas; vio cómo levantaban los brazos, vio las llamas que prendían entre las piernas del padre. Fergus trató de arrastrarle fuera del camastro mientras el fuego le daba feroces picotazos en las manos. La ropa de su padre ardía, tenía los ojos abiertos de par en par, blancos, y su boca era un orificio abierto. Un pedazo de turba incandescente cayó sobre el cuello de Fergus. Soltó a su padre y se retorció y dio vueltas intentando sacudirse el fuego. Hacía tanto calor ahora que notó que respiraba fuego. El humo le envolvía los ojos y no veía nada. Ciego, resollando y chamuscado, ganó a trompicones la puerta. En cuanto estuvo en el exterior, alguien le derribó y le arrojó encima una frazada para apagarle las ropas en llamas.
 Tendido y cubierto por la lana áspera, pensó que aquello era la muerte; fue lo que sintió. Un extraño alejamiento. Una sensación de distancia y un intenso dolor punzante en las manos.
 La muerte olía fortísimo a caballo.
 Entonces Abner Carmichael le retiró la manta, le ayudó a levantarse y se la puso alrededor de los hombros.
 —Ya pasó, chico. Ya pasó.
 El soldado que le había ofrecido la galleta estaba delante de la cabaña y extendía las palmas para sentir el calor. El oficial había desmontado y, de espaldas al fuego, ajustaba las cinchas de su caballo.
 Saúl y su padre sostenían el ariete con punta de hierro, listos para echar abajo las paredes.
 Fergus vio cómo el tejado ardiendo se desmoronaba. Un momento después, se derrumbó totalmente y la cabaña se convirtió en una taza blanca que sólo contenía llamas.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Anagrama, 2009, en traducción de Jaime Zulaika Goicoechea, pp. 34-37. ISBN: 978-84-3397-508-9.]

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