2.-Salud mental
Factores estresantes en la sociedad romana
«En el fondo de la pirámide social romana se encontraban los esclavos.
La sociedad romana tenía un número sustancial de esclavos, y es posible que
alrededor de un cuarto de la población italiana tuviera un estatus servil.
Bradley ha señalado que la vida de un esclavo no era demasiado diferente de la
de un asno: una vida de palizas, trabajo duro y comida escasa, así como de
abusos sexuales, sin apenas derechos o estatus. Si se presentaban ante los
tribunales, así fuera como testigos, se los torturaba para garantizar que su
testimonio era fiable. Sometidos a un régimen embrutecedor, su humillación
psicológica era total. Los esclavos no eran más que “herramientas articuladas”.
Se esperaba que incluso los recios se
mostraran naturalmente sumisos, y sus amos sentían la necesidad de recordárselo
con frecuencia y de modo enérgico. La forma en que se los trataba podía ser
asombrosamente brutal. Diodoro Sículo describe a los esclavos que trabajaban en
las minas como sujetos “físicamente destruidos [...] obligados por los
latigazos de sus supervisores a soportar las penalidades más espantosas”; a
menudo, “rezan pidiendo la muerte debido a la magnitud de su sufrimiento”. La
violencia se convertía en una cuestión rutinaria: una inscripción de Puteoli
recoge el precio estándar de una flagelación: cuatro sestercios
(aproximadamente el precio de diez kilos de trigo), lo que incluía una horca
para atar al esclavo. Soñar con carne de ternera era malo para los esclavos,
“pues tanto las correas como los látigos están hechos de cuero de buey”. “¿Qué
razón hay”, se pregunta el filósofo Séneca, “para que yo castigue con azotes y
cadenas una respuesta un poco altiva de mi esclavo, un gesto un poco rebelde y
una murmuración que no llega hasta mí?” “¿Por qué nos apresuramos a azotarlo
inmediatamente, a quebrarle enseguida las piernas?”
El abuso físico podía llegar a tener una
crueldad casi cómica: en una ocasión el emperador Adriano le sacó un ojo a un
esclavo con su pluma. Galeno afirmaba que “nunca he puesto mis manos sobre un
sirviente, una disciplina que también practicaba mi padre, quien con frecuencia
reprendía a sus amigos por las magulladuras que se hacían en las manos al golpear
a los sirvientes en los dientes”. Solo con que hubieran esperado a que su ira
amainara, continúa, podrían “infligir la cantidad de golpes que desearan,
llevando a cabo la tarea de acuerdo con su juicio. Se sabe incluso de algunos
que usan no sólo los puños sino también los pies contra los sirvientes, o los
apuñalan con el lápiz que por casualidad tienen en la mano”. Un amigo de
Galeno, un “hombre valioso”, tenía tan mal carácter que “regularmente usaba sus
manos con sus sirvientes, y en ocasiones también sus piernas; más frecuente,
sin embargo, era que los atacara con una correa de cuero, o con cualquier
objeto de madera que tuviera a mano”. Para la mayoría de los romanos, el hecho
de que algunos “agotaran a sus propios esclavos mediante el hambre, la tortura,
la enfermedad o el esfuerzo constante”, no implicaba en absoluto que estuvieran
incidiendo en el ser íntimo de los esclavos: “lo que arruina al esclavo es su
propia naturaleza maligna, no la crueldad del amo”. Los amos superaban con
facilidad cualquier remordimiento de conciencia que pudieran sentir: “Si uno
lamenta haber dado un golpe, bien sea que lo haya infligido con la mano o
mediante un proyectil, y en el acto se escupe en la palma de la mano que causó
la herida, el resentimiento de la víctima se alivia de inmediato”. No había
ninguna necesidad de pedir disculpas.
Los abusos sexuales abundaban. De hecho, soñar
que se tenían relaciones sexuales con los propios esclavos era favorable porque
significaba que el soñador “derivará placer de sus posesiones”. Los embarazos
indeseados entre las esclavas eran, lo bastante comunes como para hacer chistes
al respecto: “Cuando un cerebrito tuvo un hijo con una esclava, su padre le
aconsejó matar al bebé. Pero él le respondió: ‘Mata primero a tus propios hijos
antes de decirme que mate a los míos’.”. Los esclavos también tenían sueños: “Sé
de un esclavo que soñó que la mano de su amo le acariciaba y excitaba el pene”,
pero en este caso eso significaba que le atarían a una columna y “recibiría
muchos golpes”. El resentimiento que esta clase de abusos podía engendrar se
insinúa en el Satiricón, donde un liberto señala que “rescaté a mi compañera,
para que nadie tenga más el derecho de secarse las manos en su seno”. Muchos
niños y niñas esclavos eran utilizados por sus amos para tener relaciones
sexuales. El liberto Trimalción dice que desde que era “tan alto como este
candelabro” se convirtió en “la delicia de mi patrono”, pero se defiende
señalando que “no hay ninguna vergüenza en hacer lo que el amo manda”. Esa era
probablemente la forma en la que la mayoría de los amos justificaba sus actos,
o, al menos, como los habrían justificado de haber sentido que era necesario
hacerlo. Desde su punto de vista, sus esclavos eran una propiedad que podían
usar según les pareciera conveniente.
Otros problemas que enfrentaban los esclavos
iban desde el tedio absurdo que se derivaba de ser uno de los esclavos que los
ricos empleaban en tareas ostentosas pero sin sentido, como anunciar las horas:
una vida entera dedicada a mirar el reloj, hasta lidiar con amos con problemas
mentales, como el propietario de una tienda de paños en Roma, que arrojó a su
esclavo por una ventana para divertir a la gente que pasaba por delante de su
casa. El predominio de la figura del amo en la vida del esclavo medio implicaba
que un cambio inminente o sospechado podía ser motivo de gran preocupación. Un
abderitano (la gente de Abdera, a la que se la ridiculizaba por su estupidez)
estaba intentando vender una vasija sin asas. “¿Por qué le has cortado las
orejas?”, preguntó alguien. “Para que no fuera a oír que la iba a vender y se
diera a la fuga”, respondió. Fugarse conllevaba graves riesgos para un esclavo:
a los fugitivos asiduos se los marcaba o tatuaba en la frente para que pudieran
ser reconocidos con facilidad, o se les ponía collares grabados con las
iniciales TMQF (tene, me quia fugio:
retenme porque soy un fugitivo). El astrólogo Doroteo incluyó en su obra una
sección sobre esclavos fugados, y sus destinos constituyen una lectura
deprimente: el fugitivo “se ahorcará”; “se suicidará”; será devuelto a su amo,
donde “le alcanzarán la miseria y las cadenas en su fuga”; sufrirá “palizas y
encarcelamiento”; y “el miedo de la muerte será desmedido en él”. Algo justificado
en vista de que sufrirá “una muerte desagradable» y «se le cortarán las manos y
los pies” o se le estrangulará, crucificará o quemará vivo.
E incluso dentro del mundo de los esclavos
había una jerarquía. Todos los esclavos no gozaban del mismo estatus: estaban
los esclavos que trabajaban en el campo, los esclavos domésticos, los esclavos
que nacían en casa, los bárbaros importados, los esclavos con alguna educación
y los esclavos que tenían contacto personal con el amo o a los que se había
confiado alguna posición de autoridad. En ocasiones, los esclavos no eran más
sensibles que sus patrones en sus relaciones con otros esclavos: Salviano
cuenta que a algunos esclavos les “aterrorizaban sus compañeros de esclavitud”.
De hecho, la caricatura del liberto es la de alguien que trata con particular
brutalidad a sus propios esclavos, como Trimalción en el Satiricón, que exige
decapitaciones y flagelaciones como una forma de compensar con exceso su
anterior estatus servil.
Incluso en este entorno, muchos esclavos
conseguían tener una familia, aunque en la mayoría de los casos era el amo el
que asignaba las parejas. Tener hijos no dejaba de tener recompensas: a una
esclava que tenía tres hijos, Columela le otorgó “exención del trabajo”, y “a
una mujer que tenía más, la libertad”. Pero luego vivían temiendo
constantemente la venta de algún miembro de su familia. La moraleja de la
fábula de la paloma y la corneja declara: “los más desafortunados de los
servidores son los que más hijos engendran en la esclavitud”. Asimismo, los
hijos podían ser testigos de la venta de sus padres viejos o enfermos: “vende a
tus esclavos viejos, a tus esclavos enfermos y a cualquier otro que sea
superfluo”, aconseja Catón. Catón era un auténtico hijo de puta, pero la
práctica era lo bastante común como para que el emperador Claudio tuviera que
actuar para intentar impedir que la gente en general abandonara a sus esclavos
enfermos o inservibles en la isla Tiberina en Roma.
El trato espantoso y las humillaciones
cotidianas que los esclavos tenían que soportar debían de tener un impacto
psicológico significativo en ellos. Séneca pensaba que quienes nacían como
esclavos estaban mejor porque no habían conocido otra vida. En cambio, al
bárbaro recién capturado era necesario doblegarlo. En su opinión había que
compadecerse de ese esclavo cuando “mantiene un resto de libertad y no acude
diligente a los trabajos sórdidos y fatigosos”. Pero Séneca escribe como un
filósofo que intenta convencer a su audiencia de sus argumentos. Y no cabe duda
de que ante ese esclavo la mayoría de los amos romanos habría reaccionado de
cualquier forma salvo con compasión. En la mayoría de los casos, el efecto de
la intimidación y el trato brutal constantes llevaban a la desmoralización de
los esclavos, que se volvían obsequiosos y retraídos. En la interpretación de
los sueños, un ratón significa un esclavo doméstico pues vive en la casa y es “tímido”.
El esclavo al que Adriano sacó un ojo sólo entonces se armó de valor y rechazó
el regalo que se le ofreció como compensación: “pues ¿qué regalo puede compensar
la pérdida de un ojo?”. Varrón también aconseja a los amos no comprar
demasiados esclavos de la misma nacionalidad, “pues con mucha frecuencia esto
es causa de disputas domésticas”. En consecuencia muchos esclavos extranjeros
se hallaban en condiciones de aislamiento y soledad, carentes de cualquier red
de apoyo que pudiera ayudarles a enfrentarse a su penosa situación. Uno de los
dolores de cabeza de los propietarios de esclavos era que tenían que confiar en
personas que siempre estaban deshaciéndose en lágrimas y maldiciendo. Los
intentos de suicidio eran suficientemente comunes para merecer una opinión
jurídica, a saber, que el vendedor estaba obligado a revelar a los compradores
potenciales si el esclavo o la esclava habían intentado matarse. En las
comedias, los esclavos en situaciones difíciles piensan en el suicidio casi de
forma rutinaria. Algunos fugitivos capturados preferían “un hierro clavado en
las entrañas” que ser llevados de vuelta o “regresar sumisos junto a su amo”.
El suicidio y el intento de suicidio no son en sí mismos un síntoma de
enfermedad mental. Muchos de los suicidios de la élite eran actos políticos
organizados cuidadosamente. Sin embargo, el suicidio siempre es una señal de
las tensiones y el estrés de la vida de un individuo, y en el mundo del esclavo
romano estos podían con facilidad hacerse apabullantes.
Es posible argumentar que la mayoría de los
esclavos romanos no tenían en realidad identidad y, por tanto, el tipo de trato
que hemos visto les afectaba mucho menos? Si para empezar no tenían noción de
su propia valía, entonces el impacto psicológico del maltrato podría haber sido
menor. Solo es posible humillar y degradar a alguien que posee una idea de su
propio valor. Las pruebas indican que muchos esclavos tenían opiniones firmes
acerca de la justicia y su propio valor. Androcles, famoso por la historia del
león, dice que se había visto obligado a huir de su amo debido a las palizas
injustificadas que recibía todos los días. De modo que huyó al desierto para
buscar comida o, si todo lo demás fallaba, matarse. El dolor que le causaban
esos ataques era más que físico. De forma similar, había muchos esclavos que “anhelan
la libertad” y hacían grandes sacrificios para alcanzarla. Séneca menciona que
“el dinero que los esclavos han ahorrado robando a sus estómagos lo entregan
como precio de su libertad”. Algunos esclavos domésticos recibían un pequeño
salario y muchos optaban por ahorrarlo con gran esfuerzo para alcanzar la
libertad a largo plazo, incluso si ello implicaba comer poco. Las inscripciones
de las manumisiones délficas demuestran que muchos esclavos pagaron grandes
sumas de dinero para garantizar su libertad, a menudo en una fecha incierta en
el futuro, habitualmente con la muerte de su amo. Algunos de esos contratos
estipulaban que los esclavos tendrían que dejar a uno de sus hijos como
reemplazo. Que accedieran a hacerlo evidencia cuánto deseaban ser libres. Si
alcanzaban su meta, el ex esclavo paranoico era un personaje lo bastante
reconocible como para ser caricaturizado como alguien que temblaba con solo
pensar en los grilletes y que reverencia el molino como si fuera un santuario
(a los esclavos se los castigaba obligándolos a girar la rueda del molino en
lugar de las bestias). Los libertos también se esforzaban para intentar ocultar
las marcas físicas de la servidumbre: algunos médicos se especializaban en
ocultar las señales de “impuesto pagado” que se tatuaba en las frentes de los
esclavos exportados mediante el método de quemar la piel para que cicatrizara
de nuevo.
Las pruebas que tenemos nos dicen que la no
élite romana debía hacer frente a factores sociales estresantes muy poderosos.
Además, cuanto más abajo en la jerarquía social se encontraba un individuo, más
intensos resultaban estos factores estresantes. Las investigaciones modernas
sobre salud mental, y acaso también el sentido común, nos dicen que es de
esperar que tales condiciones tengan un impacto perjudicial en su bienestar
psicológico, y que la consecuencia sea un nivel bajo de salud mental. Asimismo,
nos dicen que es de esperar una incidencia elevada de trastornos mentales en
los grupos de menos estatus, en especial los esclavos. Lo que no pueden
decirnos son las formas que tales trastornos mentales adoptaban. Las
influencias sociales afectan de forma suficiente a las enfermedades mentales
como para que estas se manifiesten de manera diferente de una cultura a otra.
Cada contexto particular produce cierto estilo de expresión psiquiátrica. Y
tampoco pueden decirnos cómo esta forma única de expresión ayudaba a los
romanos a entender y moldear su mundo.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Editorial Crítica, 2012, en traducción de Luis Noriega,
pp. 87-93. ISBN: 978-8498923216.]
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