Fenómenos
Señales de lluvia
«Si vellones de nubes se arremolinan por el cielo, si la iridiscente
Iris desciende a tierra formando un arco doble, si un anillo oscuro parece
contornear una estrella blanca, si por la superficie de las aguas alborotan las
aves, si una y otra vez sumergen el pecho en las profundidades del abismo
marino, si la golondrina se precipita con frecuencia trinando sobre las aguas a
los primeros destellos del alba, si las ranas reiteran su viejo lamento por los
estanques, si los autillos emiten arpegios melodiosos por la mañana, si la
dañina corneja hunde la cabeza en aguas profundas, bañando el lomo en el río,
si se ensaña en roncos graznidos, un abundantísimo aguacero se derramará desde
las nubes, una vez que hayan reventado. Habrá también precipitaciones cuando la
ternera aspira el aire por las narices y la totalidad del suelo en un amplio
sector se empapará de lluvias cuando la industriosa hormiga, abandonando su madriguera
habitual, saca los huevos de los escondrijos de sus guaridas (sin duda un
tiempo desapacible, un día gélido y un ambiente frío relegan el calor a las
profundas entrañas de la tierra), cuando la pollita se expurga el pecho con su
pico ganchudo, cuando en formación cerrada se ve revolotear al grajo formando
círculos y cuando los cuervos graznan como con sordina, cuando la estilizada
garza real va una y otra vez al agua gañendo repetidamente, cuando las moscas
pequeñas clavan sus aguijones y si en las lucernas de barro, que arden por la
noche, se aglomeran los hongos, si de las llamas brinca una lenguarada de fuego
o si la energía de la luz se va debilitando por sí misma: es conveniente
advertir con antelación las precipitaciones inminentes. Para acabar, cuando
Vulcano calienta una ancha caldera de bronce, deja escapar chispas mientras las
llamas chisporrotean lamiéndolo todo alrededor, si el noto arrastra desde los
cielos de Libia nubes empapadas de agua.
Señales de buen tiempo
Pero, si hasta las estribaciones de una
montaña se extiende un velo espeso de nieblas, en tanto que las roquedas de los
altos picos quedan despejadas, e, igualmente, si por la zona en que las
extensas aguas del mar se hallan en reposo, se difunden unos nublados que se
van depositando bajos en largos jirones, habrá paz para el cielo, Tetis y la
faz de las tierras, y por ningún sector del firmamento se precipitará la lluvia
en abundancia.
Ahora bien, cuando bajo la tranquilidad del
cielo se despliega una amplia calma, es entonces cuando conviene captar con
antelación los indicios de borrasca inminente y, a la inversa, cuando se
desatan las impresionantes iras del éter, observa qué señales retomarán la
bonanza a la tierra y al mar. Entre las más importantes toma nota del Pesebre,
aunque pequeño, al cual el elevado Cáncer hace girar en lo alto del cielo; él,
cuando el aire condensado comienza a aligerarse, se sacude la ancha masa del
velo que tiene puesto encima, ya que se extiende próximo a las rachas del
aquilón, que difunde serenidad y queda limpio al primer soplo de viento.
Entonces, a su hora, la lechuza entona el canto modulado; entonces la longeva
corneja provoca el eco de la tarde; entonces los cuervos graznan y animándose a
graznidos de su ronca garganta, reclaman a los numerosos escuadrones de sus
congéneres, entonces contentos se retiran a una hacia sus bien conocidas
guaridas, entonces aplauden golpeando sus cuerpos con las alas; entonces
también podrás contemplar a las grullas estrimonias revolotear de repente en
círculo a cielo abierto, cuando la época más apacible del año haya disipado por
el cielo los aires de tormenta.
Señales de tormenta
Asimismo, en el momento en que la luz de todas
estrellas se debilita por sí misma y los nubarrones no han desplegado en torno
densos jirones que llegaran a sofocar su resplandor, simándose frente a sus
ardientes llamas, ni la calígine anula los fuegos de su centelleante luminar,
ni la luna llena embota esos astros sagrados con su disco completo, sino que,
antes bien, la luminosidad de las estrellas se debilita por sí misma, es
conveniente advertir de antemano la dureza de las tormentas invernales. Si ves
que los nubarrones se detienen en el cielo, que estos nubarrones pasan y se
rebasan unos a otros; si la oca se ceba con mucha avidez en el césped medio
comido; si te canta la corneja de noche, si, al reaparecer Héspero en el
espacio, el grajo insiste en su canto sin parar; si el pinzón hace resonar su
canto desde la mañana; si las aves rehúyen apresuradamente las aguas
turbulentas de Nereo; si el reyezuelo, hostil a los himeneos coronados de
flores, se dirige a las partes bajas de la tierra; si, por último, el pequeño
petirrojo penetra tembloroso en las oquedades de una roqueda pedregosa; si las
abejas cecropias se limitan al pasto cercano, frente a su propio cuartel y
liban entristecidas las primicias de las flores próximas; si las grullas
tracias se muestran turbadas espontáneamente al aire libre y no se entregan al
espacio con sus alas audaces, sino que describen con frecuencia largos vuelos
sobre nosotros; si la araña suelta sus telas; si el austro dispersa por todo el
aire la urdimbre de tales telas, enseguida tempestades y nubarrones sombríos se
ponen en marcha.
¿Y para qué voy a cantar meteoros de más
envergadura? Fíjate en la ceniza, la simple ceniza: cuando se apelmaza de
pronto, es que la nieve viste las tierras cubriéndolas con su blanco manto. La
nieve cubre la tierra cuando la capa superior de los carbones incandescentes se
enrojece luminosa y en su núcleo interno unas gasas reducidas de humo denso se
desplazan errantes y, en pleno núcleo del fuego, el pábulo se va apagando por
completo. Cuando el acebo se reviste de flores en exceso, revela la pronta
llegada de los austros lluviosos: pues la naturaleza de su dura madera tiene
deficiencia de savia y cuando sus ramas se cargan de una nueva floración y de
bellotas, indica por sí mismo que los elementos que la nutren, procedentes de
la humedad celeste, actúan ocultamente. Incluso el lentisco amargo es también
una señal de lluvia. Por tres veces da fruto este árbol y otras tantas nutre
maternalmente la nueva frutación y al resplandecer con el adorno de estas tres
floraciones, descubre tres períodos para la labranza. La flor cilíndrica de la
escila, que se abre por tres veces, se alza señalando por otras tres veces que
ha llegado la hora de labrar el suelo.
Y así también si ves revolotear los roncos
escuadrones de zánganos al aire libre hacia finales del otoño, tan pronto como
su salida vespertina pone en movimiento desde el mar a las Pléyades, podrás
afirmar que amenaza tormenta. Si unas cerdas perezosas, si la diligente
productora de lana, si la cabra que vaga por la maleza de los bosques se afana
en volver al amor (sin duda la humedad del aire les provoca este deseo íntimo,
removiendo sus entrañas), podrás prever no sólo la llegada al punto de
tempestades, sino también sombríos nubarrones. Además, se alegrará el labrador
que removiera el suelo en los meses adecuados del año, coincidiendo con la
primera bandada de grullas; se alegrará también el labrador rezagado ante el
contingente de las retrasadas, si en virtud de alguna ley de los dioses la
lluvia es su compañera. Por último, si el ganado productor de lana escarba la
tierra, mientras tiende la cabeza hacia la Osa, tan pronto como su húmedo ocaso
oculta a las Pléyades en la superficie marmórea del turbulento mar, cuando el
otoño fructífero se retira hacia los fríos del solsticio de invierno, se
precipitará desde el cielo un aguacero repentino. ¡Pero ojalá que el ganado no
escarbe la corteza de las tierras haciendo hoyos desordenados! Si abrieran
extensas fisuras en las entrañas de la tierra, se presentará en todo el cielo
la violencia impresionante de las tormentas, la nieve cubrirá todos los campos,
la nieve dañará las hierbas tiernas, la nieve quemará las espigas.
Señales de sequía
Pero si sucede que centellean abundantes
cometas, un aire muy reseco abrasará las mieses debilitadas. Pues las
emanaciones que brotan espontáneamente del suelo según leyes de la naturaleza,
si les falta la humedad adecuada, son secas, e irguiéndose por el espacio, se
inflaman al contacto con las llamas de la capa superior de la atmósfera;
impelidas por el calor del cosmos hacen saltar estrellas y se enrojecen con una
crin densa.
Observa asimismo lo siguiente: si desde el
vasto mar numerosos escuadrones de aves apresuran el vuelo para acercarse en
grupo a tierra firme, se desatará un estío estéril y los campos arderán
sedientos. Pues en las zonas en que el mar baña la tierra en derredor, un aire
muy seco abrasa las venas profundas de la árida corteza terrestre y la tierra
así ceñida por el mar salado percibe más rápido el calor: por ello se produce
la inmediata escapada de las aves hacia tierra firme; en viéndolas, el labriego
teme al estío y llora ya amargamente por sus gavillas de paja seca. Pero, si
aparecen en grupos comedidos procedentes del mar y no trastornan la totalidad
de la bóveda celeste con su vuelo trepidante, los sufridos pastores se llevan
una alegría: presienten que habrá lluvias moderadas. De esta manera, los
hombres nos vemos abocados siempre a deseos contradictorios y por afán de
ganancia personal imprecamos el perjuicio para el prójimo.
Señales de destemplanza
Pero para cada cual la misma sabiduría de la
naturaleza y la fecundidad ordenada del universo han grabado en las ocupaciones
de cada uno señales seguras sobre el porvenir. Pues, en efecto, si la oveja
pace la hierba con avidez, sin saciarse de pasto y arrasando zonas muy amplias
de los campos, dará a su pastor indicios de frío lluvioso; y si el carnero,
brincando sin parar, busca ansioso hierbas o los cabritos dan saltos o bien si
desean pegarse al rebaño constantemente, sin apartarse nunca de sus madres, y
si degustan los pastos sin límite ni medida, cuando el atardecer los obliga a
recogerse en sus seguros apriscos, indicarán que se aproximan precipitaciones.
De sus bueyes el labrador obtiene igualmente señales de negra borrasca, si por
casualidad los ve lamerse las patas delanteras o bien recostarse sobre el
hombro derecho o si inundan las auras de prolongados mugidos, cuando al
atardecer dejan los pastos a regañadientes. La cabra proporciona, a su vez,
señales de perturbaciones en el cielo, cuando apetece con ansia las espinas del
acebo negro. Esto mismo lo muestra la cerda embadurnada de cieno, si se
revuelca excesivamente en la porquería de la charca.
Cuando el propio lobo de Marte vaga por los
aledaños de las granjas y ronda los parajes habitados por el hombre, buscando
por instinto lecho y hogar, previene sobre la aparición de nubarrones en un
cielo enrarecido. Para acabar, cuando los ratones pequeños lanzan chillidos
agudos, cuando se los ve por casualidad brincar en el suelo o juguetear, te
brindan esas mismas previsiones; el perro también presiente lo mismo, según los
entendidos, al escarbar la tierra. No obstante, estas previsiones, todas estas
realidades sin embargo, te enseñarán que las precipitaciones van a llegar
pronto o bien recién salido el sol, o bien cuando brille la luz de su última
carrera, o cuando se haya producido su tercera salida tras la rotación del
firmamento.
Últimas observaciones. Conclusión
No tienes que despreciar tales señales, pero
cuando recuerdes bien una, relaciónala siempre con otra; por último, si aparece
una tercera señal, podrás predecir el futuro con aplomo. Y procurarás también
cotejar hábilmente las indicaciones dadas en los meses pasados: si las
previsiones anteriores se han desarrollado de la misma manera, ningún reparo te
lleve a titubear en absoluto. Estudia la caída de los astros, la salida de los
astros, si una estrella ha manifestado a través del espacio circunstancias
semejantes. Así, partícipe de esta venerable sabiduría, puedes explicar el
último crepúsculo del mes ya pasado e igualmente los comienzos del que empieza:
los límites extremos de dos meses permanecen ocultos en la oscuridad, pues
abarcan un período de ocho días sin saber nada de la antorcha lunar.
Escudríñalos con aplicación tenaz, y, si por casualidad descubres algo,
recuerda reforzarlo inteligentemente con el mayor número posible de
previsiones.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Editorial Gredos, 2001, en traducción de José Calderón
Felices e Isabel Moreno Ferrero, pp. 110-115. ISBN 84-249-2314-6.]
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