domingo, 11 de diciembre de 2022

La potencia de uno.- Bryce Courtenay (1933-2012)


Fallece Bryce Courtenay, exitoso novelista en Australia ...
Quince


  «Llegó por fin la noche del concierto de Doc. En cuanto crucé la puerta de entrada me di cuenta de que en la prisión había un ambiente distinto. El aire carecía del sentimiento de desesperación que siempre flotaba en él. La charla triste que oía en mi mente cuando entraba en el recinto había cesado. Los pensamientos de la gente eran tranquilos. Sentí un estremecimiento de emoción. Aquella noche iba a ser especial.
  Había salido una luna llena sobre la oscura sombra de las colinas que había detrás de los muros de la prisión y la plaza de armas estaba inundada de luz lunar. El Steinway de Doc se alzaba muy claramente, perfilado en el estrado con la tapa ya levantada. La escena poseía un silencio propio, era como contemplar un cuadro de Dalí. Me quedé parado un momento, pues aquel concierto parecía algo excepcional, incluso para alguien de mi edad, cuya comprensión de la logística y de las leyes de la probabilidad humana eran bastante limitadas.
  Cuando estaba contemplando el Steinway perfilado a la luz de la luna, se encendieron los focos, súbitos y brillantes, y fue como la explosión de una pistola de soldar. Cuando acostumbré los ojos a aquella luz áspera y fuerte vi ya que alrededor del estrado, en un semicírculo sobre el suelo duro, había líneas pintadas que indicaban la zona correspondiente a cada tribu. Del edificio principal salieron una docena de guardias provistos de sjamboks que se dirigieron hacia el piano; las botas hacían un ruido rechinante en el sendero de grava.
  Crucé la plaza de armas, entré por una puerta lateral y me dirigí al salón donde estaba esperándome Doc. Estaba sentado ante el Minion vertical, acariciando las teclas con aire ausente. Alzó la vista cuando entré.
  —Geel Piet se retrasa, ya debería estar aquí, —dijo, con voz tensa. Doc había llegado a depender mucho de Geel Piet, y le consideraba un elemento básico de toda la operación. Sin él trabajando con los presos un concierto preñado ya de un potencial de desastre imprevisible no tendría ninguna posibilidad de éxito.
  —Vendrá enseguida, ya verás, —dije para animarlo—. Iré a por los guantes para ahorrar tiempo.
  Salí rápidamente del salón y bajé por el pasillo camino del gimnasio. Me crucé con un viejo presidiario que llevaba una cacerola de café de nueve litros, y al que seguía otro con una bandeja en la que había tazas y una lata de azúcar moreno. Les llevaban café a los guardias que estaban de servicio en la plaza de armas.
  —¿Has visto a Geel Piet?, —le pregunté a uno. Le hablé en shangaan porque vi por las cicatrices que tenía en las mejillas que era de la tribu tsonga.
  —No baas, no le hemos visto, —dijo humildemente.
  Al alejarme oí que le decía al otro presidiario que iba detrás de él:
  —Ves como el Ángel Renacuajo habla las lenguas de todas las tribus. Él es el caudillo elegido del pueblo.
  Cuando por fin llegué, encendí las luces del gimnasio y de la ducha. Las luces que había encima del ring estaban en la pared opuesta y el ring estaba a oscuras, pero había luz suficiente para que pudiese ver la caja donde estaban los guantes y elegí rápidamente unos que me gustaban. Fui a las duchas, me desvestí y me puse la camiseta, los pantalones, los calcetines y las botas, luego até los cordones de los guantes y me los eché al cuello para que me los pusiese Doc.
  Cuando volví Doc aún seguía solo en el salón. Su inquietud se reflejaba claramente en su expresión ensimismada mientras me ponía los guantes.
  —Es demasiado tarde, no podemos seguir esperando. Tenemos que empezar. Le diré a Geel Piet que estoy muy enfadado por esto.
  La puerta que yo había utilizado para entrar en el edificio no podía abrirse desde dentro, así que dejamos el salón y bajamos por el largo pasillo que daba al edificio principal de oficinas, por el que podíamos llegar a la plaza de armas. Cruzamos el pequeño vestíbulo en el que yo había estado esperando, cuatro años antes, la primera vez que había ido a la prisión. Las luces estaban apagadas en aquel despacho que había sido entonces el del teniente Smit y que ocupaba ahora el teniente Borman. Dejé ir delante a Doc y me acerqué a la ventanilla y atisbé un momento en la oficina en penumbra. Pude ver a la media luz dónde se sentaba Klipkop y al lado el otro escritorio más grande, que era del teniente Borman. Mi mirada vagó por la oficina y se detuvo en una fina raya de luz que salía por debajo de la puerta del cuarto de interrogatorios. La puerta debía estar entornada porque oí el ruido inconfundible de un golpe y un gemido agudo y súbito como de un hombre que acaba de recibir un puñetazo en el plexo solar. No era insólito pero parecía impropio en aquella noche de plenilunio en que iba a interpretarse el Concierto de la Gran Patria del Sur.
  Cuando llegamos los presos estaban ya sentados en las secciones que tenían asignadas, y los guardias paseaban por los pasillos fustigándose con sus sjamboks en las piernas, muy serios. Los presos evitaban mirarles, era casi como si no estuviesen allí. Tenían prohibido hablar, pero vimos al pasar que la gente sonreía y se extendió un murmullo sordo entre los presos que estaban sentados cuando Doc y yo subimos al estrado.
  El Kommandant llegó poco después que nosotros y subió al estrado para hablar a los presos. Estaba previsto que el teniente Borman hiciese la traducción al fanagal, pero al parecer no había llegado. El Kommandant estaba claramente irritado por esto, y al cabo de unos minutos, durante los cuales no hizo más que mirar el reloj una y otra vez, empezó a hablar en afrikaans.
  —Escuchadme, atención, —dijo, y yo traduje rápidamente al zulú. Me miró sorprendido.
  —¿Tú puedes traducir, Peekay?, —asentí—. Está bien, entonces hablaré y pararé después de cada frase para que tú puedas traducir.
  Al Kommandant le fastidiaba tener que hablarles a los presos y lo hacía demasiado fuerte y en un tono muy áspero.
  —Este concierto es un regalo que os hace el profesor, que no es un asqueroso delincuente como todos vosotros ¿me oís? No sé por qué una persona importante como él quiere hacer un concierto para cafres, y no sólo cafres, sino criminales además. Pero eso es lo que quiere y lo tendréis porque yo soy un hombre de palabra. Sólo quiero que sepáis que esto no volverá a pasar y que no quiero ningún problema, entendido, escucháis el piano y cantáis y luego os volveremos a llevar a vuestras celdas.
  Se volvió a mí, resoplando nervioso.
  —Ya está. Diles lo que he dicho.
  Yo dije que el Kommandant les daba la bienvenida y que el profesor les daba la bienvenida por acudir a su gran indaba de canciones. Añadí que el profesor tenía la esperanza de que las tribus cantasen a cuál mejor para que se sintieran todos orgullosos. Les dije también que tenían que estar atentos a mis manos y me quité los guantes de boxeo para indicar los movimientos que haría con ellas. Cuando acabé de hablar vi, en el mar de rostros que tenía delante, una sonrisa general de entusiasmo a punto de estallar; luego empezaron a aplaudir espontáneamente.
 —Lo has hecho muy bien, Peekay, —dijo el Kommandant, complacido ante aquella reacción espontánea a su discurso.
Leer La potencia de uno de Bryce Courtenay libro completo online ...  Doc interpretó completo el Concierto de la Gran Patria del Sur y los presos escucharon en silencio con cabeceos de aprobación al oír las melodías de sus propios cantos tribales. Al final aplaudieron todos furiosamente.
  Luego me levanté y les mostré cómo indicaría a cada tribu que podía iniciar su actuación y cómo les haría parar difuminando las voces o terminando simplemente una canción o un pasaje con un golpe hacia abajo de las manos, un gesto de cortar. Les pedí que levantasen la mano si entendían y se alzó un mar de manos.
 Doc interpretó el preludio, que era una mezcla musical de todas las melodías, y luego yo introduje a los cantores sothas. Sus voces se fundieron en la noche como si antes de romper a cantar hiciesen vibrar el aire de principios del verano con una armonía honda. Era la canción masculina más bella que yo había oído en mi vida. Parecían comprender instintivamente lo que se quería de ellos, y seguían cada gesto como si lo previeran. Les siguieron los ndebeles, que interpretaron una melodía más estridente y cuyas voces se alzaron graves y sinceras, repitiendo el hilo de la canción que iba llevando una sola voz masculina aguda, persiguiendo a aquella voz única, cazándola a veces incluso para cobijarla y nutrirla con hermosa armonía y luego dejarla volver a escapar para que llevase de nuevo adelante el canto. Siguieron los swazis, con una canción tan bella como todas los otras. Luego los shangaans. Cada tribu sonaba distinto, aunque parecía apoyarse en el canto de la tribu anterior, separado del suyo por un estribillo común que era profundamente africano, y que parecía en cierto modo una mezcla de todos los cantos. Los zulúes se encargaron de la última parte, que se elevó en poder y majestad cuando entonaron el canto de triunfo del gran Shaka, utilizando las palmas de las manos para golpear en el suelo, como había hecho con sus pies el poderoso indi zulú, hasta que la plaza de armas pareció temblar. Las otras tribus enseguida cogieron el ritmo y empezaron a golpear también en el suelo para aumentar el efecto. El concierto duró media hora, la última parte de la cual fue el estribillo, familiar ya por entonces a todos y que todas las tribus tararearon en un final glorioso. La obra de un compositor nunca había tenido un debut más extraño ni espléndido. El concierto sería interpretado años después por orquestas filarmónicas y sinfónicas de todo el mundo, con acompañamiento de algunos de los coros de mayor prestigio. Pero nunca sonaría mejor que bajo la luna africana en el patio de la cárcel, cuando trescientos cincuenta reclusos negros se fundieron en el orgullo que sentían por sus tierras tribales y en su amor a ellas. Doc se levantó del Steinway y se volvió hacia la masa de rostros negros. Lloraba sin la menor vergüenza y hurgaba en el bolsillo buscando un pañuelo, y muchos africanos lloraban con él. Luego, sin previo aviso, brotó un clamor de aprobación de la gente que habría sido imposible parar. Doc me contaría después que había sido el momento más grande de su vida, pero lo que ellos decían era: “¡Onoshobishobi Ingelosi! ¡Onoshobishobi Ingelosi!”. ¡Ángel Renacuajo! ¡Ángel Renacuajo!, cantaban una y otra vez.
  El Kommandant pareció inquietarse y algunos de los guardias empezaron a pegar con los sjamboks en el suelo. ¡Onoshobishobi Ingelosi! ¡Onoshobishobi Ingelosi! Doc se había levantado de su asiento para hacer una reverencia, y yo entonces empecé a mover las manos para indicar que debía cesar el canto. Casi al instante se hizo el silencio. Doc alzó la vista sorprendido sin saber muy bien lo que había pasado.
  —El gran hechicero músico y yo, —dije—, damos las gracias a la gente por cantar. Todos vosotros habéis honrado esta noche a vuestras tribus y nos habéis hecho un gran honor también al gran hechicero musical y a mí.
  Para hacer un discurso así en inglés me habría faltado madurez, pero la lengua africana posee una gracia natural y se adapta muy fácilmente a las palabras de este tipo.
 —Ahora debéis callaros en nombre de vuestras mujeres y vuestros hijos, pues los bóers están nerviosos, —mi voz era un rumor débil y aflautado en la noche.
  De pronto se esparció por el cielo una lluvia de estrellas sobre el pueblo y luego otra y otra, estrellas aisladas rojas y verdes que estallaban en lo alto, torrentes que bailaban en los cielos. Los presos miraban sobrecogidos, algunos tapándose incluso la cabeza para protegerse de aquella magia. Un guardia se acercó corriendo al Kommandant, le cuchicheó algo al oído y el Kommandant se volvió hacia Doc y luego extendió la mano.
  —Es libre de irse, Profesor. Se ha acabado la guerra en Europa, los alemanes se han rendido, —señaló hacia el pueblo—. Mire los fuegos artificiales. Esos malditos rooineks ya están celebrándolo.»
 
          [El texto pertenece a la edición en español de Muchnik Editores, 1990, en traducción de José Manuel Álvarez-Florez,  pp. 302-306. ISBN:  978-8422638247.]

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