Quince
«Llegó por fin la noche del concierto de Doc. En cuanto crucé la puerta
de entrada me di cuenta de que en la prisión había un ambiente distinto. El
aire carecía del sentimiento de desesperación que siempre flotaba en él. La
charla triste que oía en mi mente cuando entraba en el recinto había cesado.
Los pensamientos de la gente eran tranquilos. Sentí un estremecimiento de
emoción. Aquella noche iba a ser especial.
Había salido una luna llena sobre la oscura sombra de las colinas que
había detrás de los muros de la prisión y la plaza de armas estaba inundada de
luz lunar. El Steinway de Doc se alzaba muy claramente, perfilado en el estrado
con la tapa ya levantada. La escena poseía un silencio propio, era como contemplar
un cuadro de Dalí. Me quedé parado un momento, pues aquel concierto parecía
algo excepcional, incluso para alguien de mi edad, cuya comprensión de la
logística y de las leyes de la probabilidad humana eran bastante limitadas.
Cuando estaba contemplando el Steinway perfilado a la luz de la luna, se
encendieron los focos, súbitos y brillantes, y fue como la explosión de una
pistola de soldar. Cuando acostumbré los ojos a aquella luz áspera y fuerte vi
ya que alrededor del estrado, en un semicírculo sobre el suelo duro, había
líneas pintadas que indicaban la zona correspondiente a cada tribu. Del
edificio principal salieron una docena de guardias provistos de sjamboks que se
dirigieron hacia el piano; las botas hacían un ruido rechinante en el sendero
de grava.
Crucé la plaza de armas, entré por una puerta lateral y me dirigí al
salón donde estaba esperándome Doc. Estaba sentado ante el Minion vertical,
acariciando las teclas con aire ausente. Alzó la vista cuando entré.
—Geel Piet se retrasa, ya debería estar aquí, —dijo, con voz tensa. Doc
había llegado a depender mucho de Geel Piet, y le consideraba un elemento
básico de toda la operación. Sin él trabajando con los presos un concierto
preñado ya de un potencial de desastre imprevisible no tendría ninguna
posibilidad de éxito.
—Vendrá enseguida, ya verás, —dije para animarlo—. Iré a por los guantes
para ahorrar tiempo.
Salí rápidamente del salón y bajé por el pasillo camino del gimnasio. Me
crucé con un viejo presidiario que llevaba una cacerola de café de nueve
litros, y al que seguía otro con una bandeja en la que había tazas y una lata
de azúcar moreno. Les llevaban café a los guardias que estaban de servicio en
la plaza de armas.
—¿Has visto a Geel Piet?, —le pregunté a uno. Le hablé en shangaan
porque vi por las cicatrices que tenía en las mejillas que era de la tribu
tsonga.
—No baas, no le hemos visto, —dijo humildemente.
Al alejarme oí que le decía al otro presidiario que iba detrás de él:
—Ves como el Ángel Renacuajo habla las lenguas de todas las tribus. Él
es el caudillo elegido del pueblo.
Cuando por fin llegué, encendí las luces del gimnasio y de la ducha. Las
luces que había encima del ring
estaban en la pared opuesta y el ring estaba a oscuras, pero había luz
suficiente para que pudiese ver la caja donde estaban los guantes y elegí
rápidamente unos que me gustaban. Fui a las duchas, me desvestí y me puse la
camiseta, los pantalones, los calcetines y las botas, luego até los cordones de
los guantes y me los eché al cuello para que me los pusiese Doc.
Cuando volví Doc aún seguía solo en el salón. Su inquietud se reflejaba
claramente en su expresión ensimismada mientras me ponía los guantes.
La puerta que yo había utilizado para entrar en el edificio no podía
abrirse desde dentro, así que dejamos el salón y bajamos por el largo pasillo
que daba al edificio principal de oficinas, por el que podíamos llegar a la
plaza de armas. Cruzamos el pequeño vestíbulo en el que yo había estado
esperando, cuatro años antes, la primera vez que había ido a la prisión. Las
luces estaban apagadas en aquel despacho que había sido entonces el del
teniente Smit y que ocupaba ahora el teniente Borman. Dejé ir delante a Doc y
me acerqué a la ventanilla y atisbé un momento en la oficina en penumbra. Pude
ver a la media luz dónde se sentaba Klipkop y al lado el otro escritorio más
grande, que era del teniente Borman. Mi mirada vagó por la oficina y se detuvo
en una fina raya de luz que salía por debajo de la puerta del cuarto de
interrogatorios. La puerta debía estar entornada porque oí el ruido
inconfundible de un golpe y un gemido agudo y súbito como de un hombre que acaba
de recibir un puñetazo en el plexo solar. No era insólito pero parecía impropio
en aquella noche de plenilunio en que iba a interpretarse el Concierto de la
Gran Patria del Sur.
Cuando llegamos los presos estaban ya sentados en las secciones que
tenían asignadas, y los guardias paseaban por los pasillos fustigándose con sus
sjamboks en las piernas, muy serios. Los presos evitaban mirarles, era casi
como si no estuviesen allí. Tenían prohibido hablar, pero vimos al pasar que la
gente sonreía y se extendió un murmullo sordo entre los presos que estaban
sentados cuando Doc y yo subimos al estrado.
El Kommandant llegó poco después que nosotros y subió al estrado para
hablar a los presos. Estaba previsto que el teniente Borman hiciese la
traducción al fanagal, pero al parecer no había llegado. El Kommandant estaba
claramente irritado por esto, y al cabo de unos minutos, durante los cuales no
hizo más que mirar el reloj una y otra vez, empezó a hablar en afrikaans.
—Escuchadme, atención, —dijo, y yo traduje rápidamente al zulú. Me miró
sorprendido.
—¿Tú puedes traducir, Peekay?, —asentí—. Está bien, entonces hablaré y
pararé después de cada frase para que tú puedas traducir.
Al Kommandant le fastidiaba tener que hablarles a los presos y lo hacía
demasiado fuerte y en un tono muy áspero.
—Este concierto es un regalo que os hace el profesor, que no es un
asqueroso delincuente como todos vosotros ¿me oís? No sé por qué una persona
importante como él quiere hacer un concierto para cafres, y no sólo cafres, sino
criminales además. Pero eso es lo que quiere y lo tendréis porque yo soy un
hombre de palabra. Sólo quiero que sepáis que esto no volverá a pasar y que no
quiero ningún problema, entendido, escucháis el piano y cantáis y luego os
volveremos a llevar a vuestras celdas.
Se volvió a mí, resoplando nervioso.
—Ya está. Diles lo que he dicho.
Yo dije que el Kommandant les daba la bienvenida y que el profesor les
daba la bienvenida por acudir a su gran indaba de canciones. Añadí que el
profesor tenía la esperanza de que las tribus cantasen a cuál mejor para que se
sintieran todos orgullosos. Les dije también que tenían que estar atentos a mis
manos y me quité los guantes de boxeo para indicar los movimientos que haría
con ellas. Cuando acabé de hablar vi, en el mar de rostros que tenía delante,
una sonrisa general de entusiasmo a punto de estallar; luego empezaron a
aplaudir espontáneamente.
—Lo has hecho muy bien, Peekay, —dijo el Kommandant, complacido ante
aquella reacción espontánea a su discurso.
Luego me levanté y les mostré cómo indicaría a cada tribu que podía
iniciar su actuación y cómo les haría parar difuminando las voces o terminando
simplemente una canción o un pasaje con un golpe hacia abajo de las manos, un
gesto de cortar. Les pedí que levantasen la mano si entendían y se alzó un mar
de manos.
Doc interpretó el preludio, que era una mezcla musical de todas las
melodías, y luego yo introduje a los cantores sothas. Sus voces se fundieron en
la noche como si antes de romper a cantar hiciesen vibrar el aire de principios
del verano con una armonía honda. Era la canción masculina más bella que yo
había oído en mi vida. Parecían comprender instintivamente lo que se quería de
ellos, y seguían cada gesto como si lo previeran. Les siguieron los ndebeles,
que interpretaron una melodía más estridente y cuyas voces se alzaron graves y
sinceras, repitiendo el hilo de la canción que iba llevando una sola voz
masculina aguda, persiguiendo a aquella voz única, cazándola a veces incluso
para cobijarla y nutrirla con hermosa armonía y luego dejarla volver a escapar
para que llevase de nuevo adelante el canto. Siguieron los swazis, con una
canción tan bella como todas los otras. Luego los shangaans. Cada tribu sonaba
distinto, aunque parecía apoyarse en el canto de la tribu anterior, separado
del suyo por un estribillo común que era profundamente africano, y que parecía
en cierto modo una mezcla de todos los cantos. Los zulúes se encargaron de la
última parte, que se elevó en poder y majestad cuando entonaron el canto de
triunfo del gran Shaka, utilizando las palmas de las manos para golpear en el
suelo, como había hecho con sus pies el poderoso indi zulú, hasta que la plaza
de armas pareció temblar. Las otras tribus enseguida cogieron el ritmo y
empezaron a golpear también en el suelo para aumentar el efecto. El concierto
duró media hora, la última parte de la cual fue el estribillo, familiar ya por
entonces a todos y que todas las tribus tararearon en un final glorioso. La
obra de un compositor nunca había tenido un debut más extraño ni espléndido. El
concierto sería interpretado años después por orquestas filarmónicas y
sinfónicas de todo el mundo, con acompañamiento de algunos de los coros de
mayor prestigio. Pero nunca sonaría mejor que bajo la luna africana en el patio
de la cárcel, cuando trescientos cincuenta reclusos negros se fundieron en el
orgullo que sentían por sus tierras tribales y en su amor a ellas. Doc se
levantó del Steinway y se volvió hacia la masa de rostros negros. Lloraba sin
la menor vergüenza y hurgaba en el bolsillo buscando un pañuelo, y muchos
africanos lloraban con él. Luego, sin previo aviso, brotó un clamor de
aprobación de la gente que habría sido imposible parar. Doc me contaría después
que había sido el momento más grande de su vida, pero lo que ellos decían era:
“¡Onoshobishobi Ingelosi! ¡Onoshobishobi Ingelosi!”. ¡Ángel Renacuajo! ¡Ángel
Renacuajo!, cantaban una y otra vez.
El Kommandant pareció inquietarse y algunos de los guardias empezaron a
pegar con los sjamboks en el suelo. ¡Onoshobishobi Ingelosi! ¡Onoshobishobi
Ingelosi! Doc se había levantado de su asiento para hacer una reverencia, y yo
entonces empecé a mover las manos para indicar que debía cesar el canto. Casi
al instante se hizo el silencio. Doc alzó la vista sorprendido sin saber muy
bien lo que había pasado.
—El gran hechicero músico y yo, —dije—, damos las gracias a la gente por
cantar. Todos vosotros habéis honrado esta noche a vuestras tribus y nos habéis
hecho un gran honor también al gran hechicero musical y a mí.
Para hacer un discurso así en inglés me habría faltado madurez, pero la
lengua africana posee una gracia natural y se adapta muy fácilmente a las
palabras de este tipo.
De pronto se esparció por el cielo una lluvia de estrellas sobre el
pueblo y luego otra y otra, estrellas aisladas rojas y verdes que estallaban en
lo alto, torrentes que bailaban en los cielos. Los presos miraban sobrecogidos,
algunos tapándose incluso la cabeza para protegerse de aquella magia. Un
guardia se acercó corriendo al Kommandant, le cuchicheó algo al oído y el
Kommandant se volvió hacia Doc y luego extendió la mano.
—Es libre de irse, Profesor. Se ha acabado la guerra en Europa, los
alemanes se han rendido, —señaló hacia el pueblo—. Mire los fuegos
artificiales. Esos malditos rooineks ya están celebrándolo.»
[El texto pertenece a la edición en
español de Muchnik Editores, 1990, en
traducción de José Manuel Álvarez-Florez,
pp. 302-306. ISBN: 978-8422638247.]
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