El libro de la esposa
1
«Dicen que cuando ahorcaron al alguacil, su esposa enmudeció. Raramente
le habían faltado las palabras en vida del marido, pero a veces la muerte causa
un efecto sorprendente en los parlanchines. Dejó de hablar poco después de que
su esposo recibiera la convocatoria a palacio, y cuando él ya se balanceaba a
las puertas de la ciudad, sin turbante, con la barba rasurada y un gesto de
sorpresa petrificado en el rostro, ella enmudeció por completo.
No era la primera vez que lo convocaban a
palacio, pero resultó ser la última. Antes nunca le había fallado la protección
del sha. No sólo se había presentado en la corte innumerables veces a lo largo
de aquellos doce años, desde la subida del rey al trono, sino que, dada la
transformación de su residencia en cárcel, se le llamaba con frecuencia para
comprobar la salud de su lealtad a su señor. En todas las ocasiones anteriores,
que se tradujeron en honores, títulos y poder, la esposa no dejó de dar su
opinión al respecto. Esta vez, cuando lo ahorcaron, no dijo nada.
A ella la subieron por la escalera de mano
hasta la segunda planta de la casa, donde la poetisa de Qazvin estuvo confinada
diez años antes, pero en los días que pasó allí no abrió la boca. Tal vez la
había abierto ya demasiado, tal vez no había nadie que quisiera oírla o tal vez
no quería decir nada porque al final su incontinencia verbal la había conducido
a la ruina. Las lavadoras de cadáveres quisieron evitarse el trabajo, pero les
tocó adecentarla. No dejó de gotear ni con un lienzo enrollado al cuello.
2
Todo el mundo conocía el carácter voluble de la esposa del alguacil. En
la mezquita, su voz era tan evidente como el ajo; y en el bazar, hacía
innecesario el velo. Sus palabras escalaban los muros y descendían por las
calles como el chisporroteo del kebab o el olor a cebolla frita. Algunas veces,
atravesaban las paredes de palacio y se afincaban en el anderoun* real con la persistencia de la alholva. La madre del sha
aconsejaba a las mujeres de la corte que, si querían enterarse de algo,
cerraran la boca y se dejaran guiar por el olfato hasta la ciudad.
Aunque se relacionaba poco con el clero y con
los cortesanos, la esposa del alguacil era la reina del cotilleo y de la cocina.
Pocas lograban la perfección de sus adobos, y ninguna, la ortodoxia de sus
arroces. Sus mermeladas, según los entendidos, poseían la consistencia de la
verdad y desesperaban a todos menos a los filósofos. En cuanto a sus conservas,
eran tratados de auténtica fe y no necesitaban interpretación. Pero cuando sus
cocineras cortaban demasiado fino o demasiado grueso el membrillo, trituraban
mucho o poco el cardamomo y calentaban el azúcar por encima de su punto
canónico, no dudaba en maldecirlas y tacharlas de apóstatas. En materia de
comida, era una fanática.
Pese a sus orígenes provincianos y a no ser la
primera esposa del alguacil, ejercía de señora del harén. Naturalmente, su
esposo tenía otras mujeres, como cabe esperar de un ciudadano prominente, pero
a ella la adornaba de ajorcas y zarcillos de oro para demostrar que era el
aderezo más fino de su harén. De joven, había sido hermosa, con sus hoyuelos de
nata, sus brazos blancos y torneados y su buena dote. Era además aguda, de una
inteligencia, más que curiosa, inquisitiva. No obstante, por encima de todo era
celosa, manejaba la lengua con la misma maestría que sus cuchillos de cocina y
dominaba al alguacil como no eran capaces de hacerlo una madre sorda, una
hermana paupérrima, varias hijas incasables y las restantes esposas, picadas de
viruela.
Cuando el sha llegó al trono, sin embargo,
llevaba casada tiempo suficiente para haberse cansado de la quincalla. Su
interés había pasado del marido al hijo, que teníala misma edad que Su Majestad
y, si hemos de hacer caso a la madre, se merecía una princesa. Era su niño, su
buñuelito, su adoración; para ella, tan apuesto como el rey. Durante las
semanas que precedieron a la coronación atormentó sin cesar al marido con
aquella perla de las mujeres, aquel tesoro de novia que debían buscarle al
hijo. Mientras él se preparaba para presentar sus respetos al sha en palacio,
ella no paraba de hablar de contratos matrimoniales.
-Todo depende del favor de la reina —le
recordaba—, de modo que harás lo que esté en tu mano para halagarla durante la
ceremonia, ¿verdad que sí?
Él masculló algo a propósito de ganarse los
favores antes de pedirlos.
-Su Alteza tiene un montón de conocidas
adecuadas —continuó, imperturbable.
El alguacil dijo algo de las prioridades del
momento.
-Hasta una prima lejana valdría —insistió
ella.
El marido hablaba de la necesidad de seguir
las órdenes del gran visir.
-Perfecto, el gran visir también ha puesto sus
ojos en una princesa —replicó—. ¿No se va a casar con la hermana del sha? Si él
puede, tú también.
El tono de su voz estremeció al alguacil. No
deseaba que el vecindario los oyera hablar de un compromiso que la reina
desaprobaba con toda su alma. Mejor sería, dijo en un murmullo, no mencionar el
asunto hasta que Su Alteza consintiera.
Pero nada callaba a su esposa.
-Precisamente —se agarró a sus palabras—. Por
eso digo que las buenas bodas dependen de la madre del sha.
Con un suspiro, el alguacil continuó
arreglándose para la visita a palacio. No había encontrado ocasión de
comunicarle a su esposa la decisión de regalar la casa al nuevo soberano.
Llevaba semanas intentando abordar la cuestión, pero ella le interrumpía con el
problema de los contratos matrimoniales. Siempre acababan hablando de novias, y
con cada interrupción, se le olvidaba por completo lo que pensaba decir.
«Las palabras y el ajo inducen a los hombres a
la violencia», pensaba, furioso, cruzando el patio a grandes zancadas en
dirección a los establos. Al pasar, apartó de un manotazo al portero.
Se había visto obligado a proteger su mansión
del interés de los envidiosos empleando a una especie de zoquete que no dejaba
entrar ni salir a nadie. Desde la subida al trono del nuevo sha, la seguridad
se había convertido en un problema, y no sólo por la chusma callejera, sino también
porque los libertinos y los bribones hacían de la corte un sitio cada día más
peligroso. Le parecía más seguro comprar el agradecimiento del sha que depender
de su arbitraria generosidad y, puesto que corría el peligro de perder la casa
si no actuaba a tiempo, pensó en negociar con su propiedad antes de entregarla
a la fuerza. La decisión de regalarla, aprovechando la coronación, estaba tan
calculada como el brutal manotazo que dio en el cráneo afeitado del portero al
abandonar sus dominios.
Le constaba que su esposa se pondría hecha una
furia en cuanto lo supiera, que no le daría un momento de respiro al enterarse
de tamaña perfidia por su parte. Había construido la casa para ella, con motivo
del nacimiento de su único hijo varón. Había levantado la segunda planta sobre
las cocinas para satisfacerla en su deseo de poseer un palacio, y la esposa
contaba con aquel patrimonio para negociar una nuera como era debido. Nunca le
perdonaría que la regalara antes de emplearla para comprar una novia.
3
El invierno que ahorcaron al alguacil fue el de las revueltas del pan, a
los nueve años del atentado contra la vida del sha. La segunda planta de la
casa estuvo cerrada con llave todo el tiempo, hasta el punto de que él no había
cruzado su umbral desde las matanzas del verano. Su esposa no le permitía subir
desde la última vez que la planta estuvo ocupada; sólo ella, que tenía la llave
escondida, entraba en la alcoba alta. Cuando la agredieron durante las
revueltas del pan, su hijo se la encontró colgada de una cinta sucia que la
madre llevaba incrustada entre los rollos de grasa de la cintura. Tuvieron que
cortársela con un cuchillo para abrir la puerta.
Fue el portero retrasado quien encontró a su
señora estupefacta y tirada en el fango entre las cancelas de la legación
británica y el jardín del fondo del callejón. Cuando regresó corriendo,
señalando en aquella dirección con grandes aspavientos, el hijo del alguacil
dio órdenes inmediatas de que la arrastraran hasta la casa en una alfombra y la
apartaran de la vista ajena. Morir gorda en época de hambruna era una
provocación tan grave como morir muda después de toda una vida de
charlatanería. Mandó que la encerraran arriba.
-Tendrás que pasar sobre su cadáver —replicó
su tía al enterarse, sospechando que el cobarde de su sobrino tenía que
esconder algo más que a su madre.
Él adujo que era el único lugar a salvo de la
furia de la plebe.
-Si la encierras arriba —le advirtió la
viuda—, no la bajarás viva.
Pero el hijo del alguacil no hizo caso a su
tía, que era de esas que babeaba con los tiempos pasados como un camello con
una lengüetada de sal.
-La vieja se cree que tiene ojos en la nuca
—bromeaba con sus hermanas y sus esposas—, pero no ve el peligro que está
delante de sus narices.
El cuerpo de su padre continuaba
descomponiéndose colgado a las puertas de la ciudad, hasta donde lo habían
conducido arrastrándolo por los pies, recordó, y la muchedumbre seguía en las
calles, muriendo de hambre con la misma rabia de antes. La próxima vivienda
saqueada sería la suya si no lograban negociar su salvación; por so urgió a las
mujeres a que ocultaran a su madre hasta que pasara lo peor. Aprovechando la
inaccesibilidad de la segunda planta, la llevaron arriba y destruyeron la
escalera de mano por si alguien tenía la ocurrencia de llamar a la puerta.
A sus hermanas la idea les pareció excelente.
Hacía años que se morían por echar un vistazo a la alcoba alta. Cuando se fue
la cautiva, la esposa del alguacil adoptó la costumbre de subir todas las
tardes, según ella, para rezar, pero nadie la creía. La tía viuda decía que era
el único sitio de la casa en el que una mujer podía pensar, pero las hijas del
alguacil estaban convencidas de que su madrastra escondía en la segunda planta
un dinero que robaba de sus respectivas dotes, y sospechaban también que
guardaba para el obeso de su hijo ciertas golosinas que no quería compartir con
ellas. Mucho antes de que las revueltas del pan trastocaran la ciudad,
comentaron a los vecinos que la alcoba alta era el granero particular de la
esposa del alguacil.
Verdad era que las mercancías escasearon
durante el segundo decenio del reinado del sha. Desde que éste subió al trono,
el alguacil se había encargado de fijar un precio inflacionario para el arroz.
Llevaba diez años haciendo acopio de trigo y sabía cuándo reducir su
distribución a los panaderos. Después de asegurarse de que la reina y sus
parientes recibían su parte y de cerrar la boca al clero con sobornos, guardaba
las llaves del granero con la aquiescencia del rey. Todos los inviernos ganaba
su buen dinero.
Se dedicaba también a distraer el hambre del
pueblo. El jefe de policía gobernaba imponiendo la ley del terror y sus matones
constituían una formidable alternativa a los mal pagados soldados reales, pero
también ellos necesitaban estímulos, y como el alguacil no tenía la menor
intención de pagar de su bolsillo, todos los años extorsionaba a los mercaderes
ricos para pagar a sus hombres. Más tarde, después del intento de asesinato,
con el favor de la reina, represalió a los hijos de los ministros para robarles
con idéntico propósito. Durante el segundo decenio del reinado, tuvo que
aumentar sus chivos expiatorios para gestionar su próspera empresa.»
*Anderoun:
Harén o parte de la morada reservada a las mujeres.
[El texto pertenece a la
edición en español de Alianza Editorial, 2010, en traducción de Pepa Linares,
pp. 88-93. ISBN: 978-84-206-5148-4.]
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