V
«A la manera que el grano depositado en la
tierra germina bajo la acción combinada del calor y la humedad, así las
preciosas ideas depositadas por Moreno en el cerebro del ingenioso Sánchez
germinaron allí toda la noche bajo la tibia temperatura de las sábanas. Hasta
que el sueño vino a apoderarse de sus facultades mentales no dejó de repetirse
con creciente asombro: “¡El excremento!”. Y esta idea, maravillosamente
fecunda, iba penetrando poco a poco en su ser, se apoderaba de él y le abría
repentinamente inmensos horizontes en los cuales su genio dormido jamás había
soñado.
Cuando se levantó por la mañana tenía las mejillas enrojecidas, los ojos
brillantes, todo el cuerpo en tan ágil disposición, que su digna esposa quedó,
al verle entrar en el comedor, no poco sorprendida. La sorpresa fue en aumento
cuando Sánchez, después de tomar el desayuno, en vez de retirarse a su gabinete
para terminar concienzudamente la lectura de La Época, se dirigió a la cocina y
preguntó si había alguna legumbre fresca. Como la criada no hubiese traído
ninguna aquel día, se apoderó al fin de una cebolla y se fue a su cuarto;
destornilló el objetivo de unos gemelos de teatro, y con esta lente improvisada
se pasó la mañana dando cortes trasversales al vegetal y examinando
detenidamente su estructura. Por la tarde salió a dar su acostumbrado paseo por
el Retiro. ¡Ah, este paseo tenía ahora muy diversa significación! Hasta
entonces Sánchez había paseado por puros motivos higiénicos, arrastrado de la
costumbre. Su pensamiento permanecía inactivo lo mismo cuando daba vueltas en
torno del Ángel caído que cuando se sentaba frente al Estanque grande y
descansaba horas enteras haciendo rayas en la arena con el bastón. Mas ahora
aquellos senderos, aquellas calles de árboles estaban iluminadas por la chispa
que ardía en su cerebro. Ya no las cruzaba con la indiferencia vituperable del
ignorante. La Naturaleza comenzaba a hablarle su lenguaje grave y solemne,
prometiendo revelarle los secretos que guarda en su seno.
Don Pantaleón, dándose cuenta vagamente del alto destino a que estaba
llamado y del importante papel que pronto iba a representar en el progreso de
los conocimientos humanos, respondió dignamente a los llamamientos del reino vegetal.
No daba cuatro pasos sin que se detuviese a conversar con algún árbol del
camino. Arrancaba delicadamente una ramita y, aplicando el ojo a la lente,
examinaba con atención sus particularidades morfológicas. No sólo los grandes
árboles añosos, que bordeaban el paseo, eran objeto de su atención
investigadora. Con admirable intuición comprendía ya que las plantas más
diminutas merecían el mismo examen atento que los árboles seculares, porque en
todas partes la Naturaleza revela su inmensa riqueza. Por eso brincaba a menudo
por encima de los setos y se metía por los cuadros de flores para estudiar los
organismos inferiores.
—¡Eh, abuelo! ¿Qué hace usted ahí plantado en medio del cuadro? ¿No sabe
usted que está prohibido entrar?
La voz ruda de un guarda le arrancaba inesperadamente de su profunda
contemplación y le obligaba a volver al camino. La ciencia, el progreso, la
humanidad perdían cada vez que esto sucedía inapreciables tesoros de
observación. Mas los guardas no lo sabían. El mismo Don Pantaleón, en la
inconsciencia de su genio, tampoco lo sospechaba.
Durante varios días realizó, tanto en el Retiro como en el silencio de
su gabinete, estudios profundos y minuciosos sobre la estructura de todos los
vegetales que pudo procurarse. Al cabo llegó con poderosa intuición a
persuadirse de que el mundo vegetal está constituido por un tejido de una
complicación maravillosa; que en las frutas y las legumbres este tejido es
blando, lo cual permite que sean masticadas, mientras en la madera duro y
resistente, por cuya razón no sirve para la alimentación. Una vez comprobadas
estas preciosas observaciones, se apresuró a formularlas por escrito en su
cuaderno de notas.
Mientras Don Pantaleón se alzaba de golpe con raudo vuelo a las esferas
más altas del pensamiento, su amistad con Adolfo Moreno, origen de este
memorable suceso, se estrechaba cada vez más. Moreno comenzó a visitar la casa;
se pasaba las horas encerrado con aquél en su gabinete. Había hallado por fin
el hombre por quien siempre suspirara; un hombre callado, atento, que se
interesase por la morfología y que le creyese un sabio. En efecto, Sánchez
llegó pronto a convencerse de que Moreno era un hombre distinguidísimo. Al
oírle disertar extensamente, unas veces sobre la fuerza repulsiva del sol, otras
sobre el radiómetro, ahora sobre el estómago de las plantas, más tarde acerca
de la organización y las costumbres de los coleópteros, quedó vivamente
asombrado. Adolfo Moreno era un ingenio universal. Economía política, medicina,
zoología, química, astronomía, estadística, arte de construcciones, material de
guerra, etc., todo lo abrazaba su inteligencia realmente excepcional. Y lo más
pasmoso del caso era que cuando tocaba cualquiera de estos ramos del saber lo
hacía siempre en un punto concreto y especialísimo, lo cual probaba la solidez
de sus conocimientos. Alguno de sus muchos envidiosos quería suponer que esta
especialidad no tanto dependía de la profundidad de su ciencia cuanto de la
forma en que ciertas revistas esparcen los conocimientos útiles. Pero esta
venenosa observación no merece siquiera que se la refute. Su fuerte era la
biología y particularmente el desenvolvimiento fisiológico del tipo humano.
—Me sorprende muchísimo, señor de Moreno —le
dijo un día Don Pantaleón, después de oírle exponer asombrosamente durante
media hora lo menos «las enfermedades de la sangre del ratón»—, me extraña
muchísimo que con los grandes conocimientos que usted posee no sea usted médico
o ingeniero, o por lo menos doctor en ciencias.
La boca de Adolfo se contrajo con una sonrisa dolorosa y sarcástica.
Sacudió la cabeza en silencio, resopló tres o cuatro veces por la nariz, y dijo
al cabo sordamente:
—Empecé a prepararme hace algunos años para la carrera de ingeniero de
minas, pero comprendí muy pronto que no era ésa mi vocación verdadera, y la
dejé después de tener aprobadas algunas asignaturas. Quise estudiar medicina,
que, como usted habrá comprendido, es lo que más concuerda con mis
inclinaciones. Pues bien, al segundo año he tenido que abandonarla por dignidad.
¿A que no sabe usted en qué asignatura me han dejado tres veces suspenso?
Sánchez le miró con ojos interrogantes.
—Vamos, imagíneselo usted.
Don Pantaleón hizo una mueca para significar que le era imposible.
—¡En fisiología!
Ambos cayeron a la vez en un espasmo violentísimo de risa.
—¡Pero eso es un absurdo! —profirió al cabo con trabajo Don Pantaleón.
—¡Ahí verá usted! —repuso Moreno quitándose las gafas para limpiar los
cristales, que se habían empañado con el vapor de las lágrimas producidas por
la risa.
—¿Y usted se ha resignado con tal fallo? Ese tribunal merecía un severo
castigo —manifestó el caballero, volviendo a su seriedad habitual.
—Yo les hubiera puesto de buena gana una corrección por mi mano… pero…
amigo don Pantaleón, estoy muy débil. El hambre me tiene muy débil.
—¡El hambre! —exclamó Sánchez estupefacto.
—Sí; el hambre, querido Sánchez, el hambre. Para la lucha por la
existencia se necesitan fuerzas; para tener fuerzas se necesitan glóbulos rojos
en la sangre; para que haya glóbulos rojos en la sangre precisa nutrirse… Yo no
me nutro, porque no como carne.
Don Pantaleón le miraba cada vez con mayor asombro. Algo había
traslucido de la mala situación económica en que Moreno se hallaba; pero
viéndole tomar café muy sosegadamente todas las noches y vestir con relativa
elegancia, aunque siempre sucio y desaliñado, no podía sospechar que su estado
llegase a tal extremo de necesidad. En la tertulia del Siglo muy poco o nada se
sabía de sus medios de vivir. Por las frases amargas que a menudo dejaba
escapar se suponía que no eran muchos, y por el cuidado con que ocultaba su
domicilio y evitaba el hablar de su familia calculaban que debían de ser bien
humildes.
—Señor Moreno, yo no pensaba…
—¡Piénselo usted todo, amigo Sánchez, piénselo usted todo! —exclamó el
joven con un gesto de resolución desesperada.
Y después de permanecer largo rato silencioso, con la mirada fija en el
balcón, profirió al fin sordamente:
—La Naturaleza no ha sido para mí suave como para otros. Yo soy un
hombre del arroyo. Entre torbellinos de polvo, arrastrado por el viento, un
germen viene a caer cierto día en las inmundicias de la calle. Los transeúntes
lo pisotean, los barrenderos arrojan sobre él montones de basura; todo parece
conspirar para que el grano no germine. Pero como guarda dentro de sí una
fuerza de expansión superior a la mayor parte de sus hermanos, como tiene
además una capa dura que le preserva contra las influencias nocivas, el germen
no sucumbe. Los agentes externos consiguen tener en suspenso por algún tiempo
sus funciones biológicas, pero al cabo el grano logra germinar, hunde sus
raíces en la tierra y alza al aire su tallo. ¿Por qué? Porque viene provisto de
armas para la lucha por la existencia… Tal es la historia de mi vida. Fui
arrojado un día en medio de la sociedad, que me rechazó, que me persiguió, que
hizo todo lo posible por que sucumbiese. Lo mismo que pasa exactamente en un
bosque en la época de la germinación y durante el desenvolvimiento de los
árboles nuevos. Los árboles grandes me interceptaban el sol y la lluvia
benéfica, me robaban el alimento de la tierra. Gracias a la energía indomable
de mi carácter pude luchar, sin embargo, y logré triunfar. Es la ley de la
selección que ya conoce usted. En esta gran batalla de la existencia perecen
los débiles; sólo viven los más aptos… He padecido en este mundo muchas
privaciones, amigo Sánchez, mucha hambre y mucho frío (guarde usted el
secreto); aun hoy los padezco a menudo. Realmente necesité verme admirablemente
dotado por la Naturaleza para no haber perecido hasta ahora.
Don Pantaleón se mostró profundamente interesado por estas confidencias,
y su admiración hacia Moreno, aquel germen tan apto, creció desmesuradamente.
No se atrevió a pedirle pormenores sobre las peripecias de la lucha ni sobre
qué terreno se estaba realizando ahora. Lo único que se aventuró a decir fue:
—Espero, señor Moreno, que no tardará usted en triunfar por completo de
los agentes externos. Un hombre de tanto mérito como usted no puede menos de
abrirse camino en el mundo.
—¡El mérito! ¡el mérito! —murmuró Adolfo con sonrisa sarcástica—. Ahí
está precisamente el pecado. A causa de su mérito se persigue a los hombres,
como al almizclero por la bolsa donde guarda el almizcle.
Este símil zoológico causó tan profunda sensación en Sánchez que, con la
viva imaginación que le caracterizaba, desde aquel día, cuando tropezaba con un
hombre de mérito, no podía representárselo sin una bolsita llena de sustancia
aromática debajo del ombligo.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Editorial Dédalo, 1957.]
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