3.-Sobre la dificultad de amar al prójimo
«Ciudad y cambio social son casi
sinónimos. El cambio es la cualidad de la vida urbana y el modo de existencia
urbana. Cambio y ciudad pueden —y en realidad deberían— definirse por mutua
referencia. ¿Por qué es así? ¿Por qué debe ser así?
Es habitual definir las ciudades como lugares donde los desconocidos se
encuentran, permanecen en mutua proximidad e interactúan durante largo tiempo
sin dejar por eso de ser desconocidos. Centrándose en el papel que las ciudades
desempeñan dentro del desarrollo económico, Jane Jacobs señala que la constante
densidad de comunicación humana es la causa primordial de la agitación urbana.
Los habitantes de la ciudad no son necesariamente más inteligentes que otros
seres humanos, pero la densidad de la ocupación del espacio deriva en una
concentración de necesidades. Y entonces en la ciudad se plantean preguntas que
no se han planteado en otros sitios, surgen problemas que la gente no ha tenido
ocasión de enfrentar en condiciones diferentes. Enfrentar problemas y plantear
preguntas representa un desafío, que amplía la inventiva de los seres humanos
de manera sin precedente. A su vez, esa situación ofrece una alternativa
tentadora a la gente que vive en lugares más calmos, pero también menos
promisorios: la vida urbana atrae constantemente a nuevos recién llegados, y la
característica de estos es que traen “nuevas maneras de ver las cosas, y tal vez
nuevas maneras de resolver viejos problemas”. Los recién llegados son extraños
en la ciudad, y las cosas que los antiguos residentes han dejado de advertir
por exceso de familiaridad parecen estrafalarias y requieren una explicación
cuando son vistas por otros ojos. Para los extraños, y particularmente para los
recién llegados, nada en la ciudad resulta «natural», nada se da por
descontado. Los recién llegados son enemigos natos de la tranquilidad y la
autoindulgencia.
Tal vez no sea esta una situación que agrade a los nativos de la ciudad,
pero por cierto es su mayor suerte. La ciudad está en su mejor momento, más
exuberante y pródiga en oportunidades cuando sus medios y costumbres son
cuestionados y acusados. Michael Storper, economista, geógrafo y planificador,
atribuye la animación constante y la creatividad típicas de la densa vida
urbana a la incertidumbre suscitada por la relación, mal coordinada y
perpetuamente cambiante, “entre las partes de organizaciones complejas, entre
los individuos y entre individuos y organizaciones”, que resulta inevitable en
las condiciones reinantes en una ciudad: alta densidad y gran cercanía.
Los extraños no son una invención moderna, pero sí lo son los extraños
que siguen siendo extraños durante mucho tiempo, tal vez para siempre. En una
ciudad o un pueblo premodernos típicos no se permitía a los extraños que
siguieran siendo extraños durante mucho tiempo. Algunos eran expulsados o ni
siquiera se les permitía entrar. Aquéllos que eran admitidos y permanecían más
tiempo tendían a “familiarizarse” —eran interrogados y rápidamente
“domesticados”—, de tal manera que pudieran unirse a la red de relaciones como
residentes urbanos establecidos: de manera personal. Ese proceso tenía
consecuencias notablemente diferentes de las de los procesos que nos resultan
familiares ahora a partir de la experiencia de las ciudades contemporáneas,
modernas, atestadas y densamente pobladas.
A pesar de lo que la historia
depare a las ciudades, y del drástico cambio que puedan experimentar su
estructura espacial, su aspecto y estilo a lo largo de décadas o siglos, una
característica permanece constante: las ciudades son espacios donde los
extraños permanecen y se mueven en estrecha y mutua proximidad.
La perpetua y ubicua presencia de desconocidos, por ser un componente
constante de la vida urbana, añade un importante elemento de incertidumbre a
los objetivos de vida de los residentes. Esa presencia, imposible de eludir, es
una fuente de ansiedad que jamás se agota, y de una agresividad usualmente
latente que suele entrar en erupción en diversas oportunidades.
El miedo a lo desconocido —subliminal pero que flota en el ambiente—
busca desesperadamente salidas viables. Las ansiedades acumuladas tienden a
descargarse sobre una categoría selecta de “extraños” elegida para encarnar la
“extrañeza”, la falta de familiaridad, la impenetrabilidad del entorno de vida,
la vaguedad del riesgo y la amenaza. Cuando una categoría selecta de “extraños”
es expulsada de hogares y comercios, el aterrador espectro de la incertidumbre
es exorcizado por un tiempo; el horripilante monstruo de la inseguridad es
quemado en efigie. Las barreras fronterizas cuidadosamente erigidas para
impedir el acceso a “falsos solicitantes de asilo” e inmigrantes “puramente
económicos” encarnan la esperanza de fortificar una existencia poco sólida,
errática e impredecible. Pero la moderna vida líquida está condenada a ser
errática y caprichosa a pesar de las medidas que se adopten contra los
“extraños indeseables”, de modo que el alivio es de corta vida y las esperanzas
puestas en las “medidas duras y decisivas” se hacen trizas rápidamente.
El extraño es, por definición, un agente movido por intenciones que, en
el mejor de los casos, podemos adivinar, pero de las que nunca podremos estar
seguros. El extraño es la variable desconocida de todas las ecuaciones
calculadas cuando se intenta decidir qué hacer y cómo comportarse. De modo que
incluso cuando los extraños no se convierten en objeto de agresiones directas
ni padecen las consecuencias de un resentimiento activo, su presencia dentro
del campo de acción sigue siendo inquietante, ya que dificulta la predicción de
los efectos de una acción y sus alternativas de éxito o fracaso.
Compartir el espacio con extraños, vivir en la no deseada pero
obstrusiva proximidad de ellos, es una situación que a los residentes de la
ciudad les resulta difícil y hasta imposible de evitar. La proximidad de los
extraños es un destino y un modus vivendi que hay que experimentar para que,
por medio de pruebas y más pruebas, se logre que la cohabitación sea aceptable
y la vida, vivible. Esta necesidad está “determinada”, no es negociable, pero
la manera como los residentes de la ciudad la satisfacen puede elegirse. Y esa
elección se hace a diario, por comisión u omisión, por acción o por defecto.
Teresa Caldeira escribe sobre San
Pablo (São Paulo), la segunda ciudad más grande de Brasil, un hervidero que se expande con
rapidez: “Hoy San Pablo es una ciudad vallada. Se han construido barreras
físicas en todas partes, alrededor de las casas, de los edificios de
departamentos, de los parques, las plazas, los complejos de oficinas y las
escuelas […]. La nueva estética de la seguridad da forma a todo tipo de
construcciones e impone una nueva lógica de vigilancia y de distancia”.
Los que pueden costearlo, se compran una residencia en un “condominio”,
semejante a una ermita: se encuentra físicamente dentro pero social y
espiritualmente fuera de la ciudad. “Las comunidades cerradas supuestamente
separan los mundos. La publicidad propone un estilo de vida total, que
representaría una alternativa a la calidad de vida que ofrece la ciudad y su
deteriorado espacio público”. El rasgo más prominente del condominio es su “aislamiento
y distancia de la ciudad. […] El aislamiento implica la separación de todos
aquellos considerados socialmente inferiores”. Y como repiten los constructores
y los agentes inmobiliarios, “el factor clave es garantizar la seguridad. Eso
involucra vallas y muros en torno al condominio, guardias las veinticuatro
horas controlando las entradas y todo un conjunto de servicios y equipamiento”
destinados a “mantener a los demás fuera”.
En San Pablo (São Paulo), la tendencia
exclusionista y segregacionista se manifiesta en su forma más brutal,
inescrupulosa y desvergonzada; pero el mismo impacto puede encontrarse, aunque
de manera más atenuada, en casi todas las ciudades metropolitanas.
Paradójicamente, las ciudades, que en su origen fueron construidas para
proporcionar seguridad a todos sus habitantes, en nuestros días se asocian con
frecuencia más con el peligro y menos con la seguridad. Como expresa Nan Elin:
“el factor del miedo [en la construcción y reconstrucción de las ciudades] ha
aumentado, tal como lo indica el incremento de cerrojos en las puertas de los
autos y las casas y de sistemas de seguridad, la popularidad de las comunidades
seguras y Valladas’ para grupos de todas las edades y franjas de ingresos, por
no mencionar los interminables informes sobre inseguridad difundidos por los
medios masivos de comunicación”.
Las amenazas, genuinas o putativas, dirigidas contra el cuerpo o la
propiedad del individuo se convierten rápidamente en factores para tener en
cuenta cada vez que se evalúan los méritos o desventajas de un lugar donde
vivir. También se han convertido en el punto más importante a considerar dentro
de las políticas del mercado inmobiliario. La incertidumbre ante el futuro, la
fragilidad de la posición social y la inseguridad existencial, ubicuos
acompañantes de la vida en el «moderno mundo líquido», arraigados especialmente
en lugares remotos y por lo tanto fuera del control individual, tienden a
concentrarse en los blancos más próximos y a canalizarse en la preocupación por
la seguridad personal, preocupación que a su vez suele condensarse en el
impulso segregacionista/exclusionista, que conduce inexorablemente a las
guerras por el espacio urbano.
Tal como podemos ver en el perceptivo estudio del joven crítico de
arquitectura y urbanismo Steven Flusty, ponerse al servicio de esa guerra, y en
particular de diseñar maneras de impedir el acceso de adversarios reales,
potenciales y putativos al espacio reclamado y mantenerlos a buena distancia de
él, constituye la preocupación más ampliamente difundida de la innovación
arquitectónica y el desarrollo urbano de las ciudades estadounidenses. Las
construcciones más nuevas, más publicitadas y más ampliamente imitadas son “espacios
interdictónos”, “destinados a interceptar, repeler o filtrar a sus potenciales
usuarios”. Explícitamente, el propósito de los “espacios interdictónos” es
dividir, segregar y excluir, y no construir puentes, pasajes accesibles y
lugares de encuentro, facilitar la comunicación y reunir a los residentes de la
ciudad.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Fondo de Cultura Económica, 2006, en traducción de Mirta
Rosenberg y Jaime Arrambide, pp. 108-111. ISBN: 84-3750-588-7.]
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