domingo, 11 de septiembre de 2022

Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos.- Zygmunt Bauman (1925-2017)


Zygmunt Bauman y la comunicación - El blog de JM Velasco
3.-Sobre la dificultad de amar al prójimo


  «Ciudad y cambio social son casi sinónimos. El cambio es la cualidad de la vida urbana y el modo de existencia urbana. Cambio y ciudad pueden —y en realidad deberían— definirse por mutua referencia. ¿Por qué es así? ¿Por qué debe ser así?
  Es habitual definir las ciudades como lugares donde los desconocidos se encuentran, permanecen en mutua proximidad e interactúan durante largo tiempo sin dejar por eso de ser desconocidos. Centrándose en el papel que las ciudades desempeñan dentro del desarrollo económico, Jane Jacobs señala que la constante densidad de comunicación humana es la causa primordial de la agitación urbana. Los habitantes de la ciudad no son necesariamente más inteligentes que otros seres humanos, pero la densidad de la ocupación del espacio deriva en una concentración de necesidades. Y entonces en la ciudad se plantean preguntas que no se han planteado en otros sitios, surgen problemas que la gente no ha tenido ocasión de enfrentar en condiciones diferentes. Enfrentar problemas y plantear preguntas representa un desafío, que amplía la inventiva de los seres humanos de manera sin precedente. A su vez, esa situación ofrece una alternativa tentadora a la gente que vive en lugares más calmos, pero también menos promisorios: la vida urbana atrae constantemente a nuevos recién llegados, y la característica de estos es que traen “nuevas maneras de ver las cosas, y tal vez nuevas maneras de resolver viejos problemas”. Los recién llegados son extraños en la ciudad, y las cosas que los antiguos residentes han dejado de advertir por exceso de familiaridad parecen estrafalarias y requieren una explicación cuando son vistas por otros ojos. Para los extraños, y particularmente para los recién llegados, nada en la ciudad resulta «natural», nada se da por descontado. Los recién llegados son enemigos natos de la tranquilidad y la autoindulgencia.
  Tal vez no sea esta una situación que agrade a los nativos de la ciudad, pero por cierto es su mayor suerte. La ciudad está en su mejor momento, más exuberante y pródiga en oportunidades cuando sus medios y costumbres son cuestionados y acusados. Michael Storper, economista, geógrafo y planificador, atribuye la animación constante y la creatividad típicas de la densa vida urbana a la incertidumbre suscitada por la relación, mal coordinada y perpetuamente cambiante, “entre las partes de organizaciones complejas, entre los individuos y entre individuos y organizaciones”, que resulta inevitable en las condiciones reinantes en una ciudad: alta densidad y gran cercanía.
  Los extraños no son una invención moderna, pero sí lo son los extraños que siguen siendo extraños durante mucho tiempo, tal vez para siempre. En una ciudad o un pueblo premodernos típicos no se permitía a los extraños que siguieran siendo extraños durante mucho tiempo. Algunos eran expulsados o ni siquiera se les permitía entrar. Aquéllos que eran admitidos y permanecían más tiempo tendían a “familiarizarse” —eran interrogados y rápidamente “domesticados”—, de tal manera que pudieran unirse a la red de relaciones como residentes urbanos establecidos: de manera personal. Ese proceso tenía consecuencias notablemente diferentes de las de los procesos que nos resultan familiares ahora a partir de la experiencia de las ciudades contemporáneas, modernas, atestadas y densamente pobladas.
 
  A pesar de lo que la historia depare a las ciudades, y del drástico cambio que puedan experimentar su estructura espacial, su aspecto y estilo a lo largo de décadas o siglos, una característica permanece constante: las ciudades son espacios donde los extraños permanecen y se mueven en estrecha y mutua proximidad.
  La perpetua y ubicua presencia de desconocidos, por ser un componente constante de la vida urbana, añade un importante elemento de incertidumbre a los objetivos de vida de los residentes. Esa presencia, imposible de eludir, es una fuente de ansiedad que jamás se agota, y de una agresividad usualmente latente que suele entrar en erupción en diversas oportunidades.
  El miedo a lo desconocido —subliminal pero que flota en el ambiente— busca desesperadamente salidas viables. Las ansiedades acumuladas tienden a descargarse sobre una categoría selecta de “extraños” elegida para encarnar la “extrañeza”, la falta de familiaridad, la impenetrabilidad del entorno de vida, la vaguedad del riesgo y la amenaza. Cuando una categoría selecta de “extraños” es expulsada de hogares y comercios, el aterrador espectro de la incertidumbre es exorcizado por un tiempo; el horripilante monstruo de la inseguridad es quemado en efigie. Las barreras fronterizas cuidadosamente erigidas para impedir el acceso a “falsos solicitantes de asilo” e inmigrantes “puramente económicos” encarnan la esperanza de fortificar una existencia poco sólida, errática e impredecible. Pero la moderna vida líquida está condenada a ser errática y caprichosa a pesar de las medidas que se adopten contra los “extraños indeseables”, de modo que el alivio es de corta vida y las esperanzas puestas en las “medidas duras y decisivas” se hacen trizas rápidamente.
   El extraño es, por definición, un agente movido por intenciones que, en el mejor de los casos, podemos adivinar, pero de las que nunca podremos estar seguros. El extraño es la variable desconocida de todas las ecuaciones calculadas cuando se intenta decidir qué hacer y cómo comportarse. De modo que incluso cuando los extraños no se convierten en objeto de agresiones directas ni padecen las consecuencias de un resentimiento activo, su presencia dentro del campo de acción sigue siendo inquietante, ya que dificulta la predicción de los efectos de una acción y sus alternativas de éxito o fracaso.
  Compartir el espacio con extraños, vivir en la no deseada pero obstrusiva proximidad de ellos, es una situación que a los residentes de la ciudad les resulta difícil y hasta imposible de evitar. La proximidad de los extraños es un destino y un modus vivendi que hay que experimentar para que, por medio de pruebas y más pruebas, se logre que la cohabitación sea aceptable y la vida, vivible. Esta necesidad está “determinada”, no es negociable, pero la manera como los residentes de la ciudad la satisfacen puede elegirse. Y esa elección se hace a diario, por comisión u omisión, por acción o por defecto.

   Teresa Caldeira escribe sobre San Pablo (São Paulo), la segunda ciudad más grande de Brasil, un hervidero que se expande con rapidez: “Hoy San Pablo es una ciudad vallada. Se han construido barreras físicas en todas partes, alrededor de las casas, de los edificios de departamentos, de los parques, las plazas, los complejos de oficinas y las escuelas […]. La nueva estética de la seguridad da forma a todo tipo de construcciones e impone una nueva lógica de vigilancia y de distancia”.
   Los que pueden costearlo, se compran una residencia en un “condominio”, semejante a una ermita: se encuentra físicamente dentro pero social y espiritualmente fuera de la ciudad. “Las comunidades cerradas supuestamente separan los mundos. La publicidad propone un estilo de vida total, que representaría una alternativa a la calidad de vida que ofrece la ciudad y su deteriorado espacio público”. El rasgo más prominente del condominio es su “aislamiento y distancia de la ciudad. […] El aislamiento implica la separación de todos aquellos considerados socialmente inferiores”. Y como repiten los constructores y los agentes inmobiliarios, “el factor clave es garantizar la seguridad. Eso involucra vallas y muros en torno al condominio, guardias las veinticuatro horas controlando las entradas y todo un conjunto de servicios y equipamiento” destinados a “mantener a los demás fuera”.
    Como todos sabemos, las vallas tienen dos lados. Las vallas dividen un espacio uniforme en un “afuera” y un “adentro”, pero lo que es “adentro” para los que están de un lado de la valla es “afuera” para los que están del otro lado. Los residentes de los condominios usan la valla para estar “fuera” de la desagradable, inquietante, vagamente amenazante y dura vida de la ciudad, y “dentro” del oasis de calma y seguridad. Pero, al mismo tiempo y con el mismo gesto, impiden el acceso a los demás, dejándolos fuera de los lugares decentes y seguros, cuyos estándares están decididos a mantener y a defender con uñas y dientes, y confinándolos dentro de las mismas calles decadentes y sórdidas de las cuales han tratado de protegerse, sin reparar en gastos. La valla separa al “gueto voluntario” de los encumbrados y poderosos de los numerosos guetos forzosos de los marginados. Para los que están dentro del gueto voluntario, los otros guetos son espacios “en los que no entraremos”. Para los que están dentro de los guetos involuntarios, la zona en la que están confinados (y excluidos de las demás) es el espacio “del que no se nos permite salir”.

   En San Pablo (São Paulo), la tendencia exclusionista y segregacionista se manifiesta en su forma más brutal, inescrupulosa y desvergonzada; pero el mismo impacto puede encontrarse, aunque de manera más atenuada, en casi todas las ciudades metropolitanas.
  Paradójicamente, las ciudades, que en su origen fueron construidas para proporcionar seguridad a todos sus habitantes, en nuestros días se asocian con frecuencia más con el peligro y menos con la seguridad. Como expresa Nan Elin: “el factor del miedo [en la construcción y reconstrucción de las ciudades] ha aumentado, tal como lo indica el incremento de cerrojos en las puertas de los autos y las casas y de sistemas de seguridad, la popularidad de las comunidades seguras y Valladas’ para grupos de todas las edades y franjas de ingresos, por no mencionar los interminables informes sobre inseguridad difundidos por los medios masivos de comunicación”.
  Las amenazas, genuinas o putativas, dirigidas contra el cuerpo o la propiedad del individuo se convierten rápidamente en factores para tener en cuenta cada vez que se evalúan los méritos o desventajas de un lugar donde vivir. También se han convertido en el punto más importante a considerar dentro de las políticas del mercado inmobiliario. La incertidumbre ante el futuro, la fragilidad de la posición social y la inseguridad existencial, ubicuos acompañantes de la vida en el «moderno mundo líquido», arraigados especialmente en lugares remotos y por lo tanto fuera del control individual, tienden a concentrarse en los blancos más próximos y a canalizarse en la preocupación por la seguridad personal, preocupación que a su vez suele condensarse en el impulso segregacionista/exclusionista, que conduce inexorablemente a las guerras por el espacio urbano.
  Tal como podemos ver en el perceptivo estudio del joven crítico de arquitectura y urbanismo Steven Flusty, ponerse al servicio de esa guerra, y en particular de diseñar maneras de impedir el acceso de adversarios reales, potenciales y putativos al espacio reclamado y mantenerlos a buena distancia de él, constituye la preocupación más ampliamente difundida de la innovación arquitectónica y el desarrollo urbano de las ciudades estadounidenses. Las construcciones más nuevas, más publicitadas y más ampliamente imitadas son “espacios interdictónos”, “destinados a interceptar, repeler o filtrar a sus potenciales usuarios”. Explícitamente, el propósito de los “espacios interdictónos” es dividir, segregar y excluir, y no construir puentes, pasajes accesibles y lugares de encuentro, facilitar la comunicación y reunir a los residentes de la ciudad.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Fondo de Cultura Económica, 2006, en traducción de Mirta Rosenberg y Jaime Arrambide, pp. 108-111. ISBN: 84-3750-588-7.]

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