IV
«—¡Pasen y vean, damas y caballeros, pasen y vean! ¡Un espectáculo
aterrador por tan sólo dos céntimos! Tenemos todo lo que jamás pudieron soñar
o, más bien, todo lo que jamás se atrevieron a soñar, pues supera con creces la
imaginación humana. ¿Qué es la séptima maravilla del mundo comparada con la
octava o la novena? Nadie quedará decepcionado con la compañía de variedades
ambulante de Barnaby Wilson. Disculpe, respetable dama, ¿cuál ha sido su pregunta,
qué tenemos que ofrecer? ¡Pregunte más bien qué no tenemos que ofrecer! Tenemos
el puñal ensangrentado de Bruto, el traje de primera comunión de Napoleón, el
auténtico paño de la Verónica, la bandeja de oro en la que, sobre una base de
hielo picado, se sirvió la cabeza del Bautista; tenemos un buen número de
bestias y de animales extinguidos, tenemos tres de los dientes de leche de
Jesús, un frasco lleno de las lágrimas destiladas de la Madre de Dios al precio
de diez liras la gota; una hidra, un dodo y un oso hormiguero de las selvas de
Brasil que nadie ha penetrado jamás o, por lo menos, de las que nadie ha vuelto
con vida. Damas y caballeros, si nada de esto es de su gusto, déjense al menos
retratar por un procedimiento que es la última moda en el East End de Londres:
la heliografía. En el estudio de Herman Bioly dibujarán sus retratos con luces,
sus espíritus quedarán impresos en una placa de cristal de colodio y serán
ustedes inmortales... ¿Aún tienen dudas? Bien, pues aquí hay algo para todo el
mundo. ¿Sufren acaso alguna enfermedad? A la compañía circense de Barnaby
Wilson se ha unido recientemente el físico moro Ibrahim, rey de los linimentos
y emperador no coronado de las tinturas, cuyas mixturas son célebres en todo el
mundo cristiano. El gran duque de Baden se hace curar con sus famosos
ungüentos, el rey de Sajonia, que sufre en el pie un eczema que a punto estuvo
de desencadenar una guerra contra los austriacos, quedó sanado como por arte de
magia con su pomada sin parangón. El moro Ibrahim puede ofrecer en su botica
píldoras de amor, píldoras para la invisibilidad, píldoras para la virtud,
píldoras para la inmortalidad, píldoras para remediar penas sin nombre y
píldoras contra males imaginarios; tenemos, asimismo, la cura de rejuvenecimiento
del profesor Steinert y el celebérrimo tratamiento de los opuestos, de Brown,
capaz de curar cualquier cosa, desde las callosidades hasta las inflamaciones
del corazón... Bienvenidos a nuestro espectáculo, damas y caballeros, no lo
duden, la próxima representación comienza dentro de un cuarto de hora...
En este punto, Barnaby Wilson fingió perder la
voz y empezó a toser exageradamente mientras que un vaso de agua colmado se
materializaba en su mano. Lo apuró hasta el fondo a través de una muesca
trazada en su máscara, y al tiempo que el líquido elemento desaparecía a
pequeños sorbos, desaparecía también, sorprendentemente, el recipiente mismo,
centímetro a centímetro, hasta que, tras un sonoro regüeldo del director de
circo, se esfumó en una nube de humo.
—¿Han oído en alguna ocasión hablar de la
jirafa? —prosiguió impasible ante la reacción provocada en su público—. Seis
metros de altura, llena de lunares como una amanita roja y un cuello de
dragón... ¿Qué son el barco de vapor y la locomotora comparados con las
sensaciones que los aguardan en el circo ambulante de Barnaby Wilson?
El monólogo del director se vio abruptamente
interrumpido por una fuerte explosión procedente de uno de los vagones
cubiertos que estaban dispuestos junto al mercado en un círculo de cien varas
de diámetro, que mantenía la zona del espectáculo invisible para la multitud
curiosa. Con fingido terror, se llevó la mano al corazón.
—Lo que acabamos de oír, damas y caballeros
—susurró en tono de cómplice conspirador—, es un ejemplo de los sobrecogedores
experimentos del flogistonista sajón Bruno von Salza realizados con azúcar de
plomo, crema de arsénico y flor de zinc. Con la ayuda del aire flogistonizado,
es capaz de hacer saltar por los aires una catedral, de convertir en oro cualquier
metal vulgar y de poner la materia en movimiento hasta el punto de que los
muertos se levantan de sus tumbas y, de puro miedo, huyen a todo correr...
Permítanme, además, que les presente al salvaje Leopold, capturado con lazo en
el interminable desierto de Namibia, a Gandalalfo Bonaparte, hijo ilegítimo del
gran Napoleón, a Miranda Bellaflor, la muchacha de las cuatro lenguas o al
omnívoro ligur Jean-Paul, capaz de tragarse monedas de distinto valor antes de
escupirlas en el orden que ustedes manden... ¡Ofrécenos una demostración de lo
que sabes hacer, Jean!
Con una discreta reverencia, un caballero de
elevada estatura y extremada delgadez, cuya deformidad consistía en una
excrecencia velluda que le cubría la mitad del rostro, se colocó junto a Barnaby
Wilson sobre la pequeña tarima desde la que el director del circo se dirigía al
público. El hombre sostenía en la mano un frasco lleno de abejas vivas. Con no
poca ceremonia, desenroscó el tapón y colocó la abertura contra su boca, unas
fauces enormes con las que, según decían, podía tragarse balas de cañón, de
modo que el público pudo ver claramente cómo los insectos entraban volando en
su boca.
El omnívoro ligur cerró los labios, puso la
tapadera y, hecho esto, con la mayor calma imaginable, como si se tratase de
una de las píldoras del físico Ibrahim contra males sin nombre, se tragó las
abejas una a una, emitiendo un claro sonido.
Acto seguido y a una señal de
Barnaby Wilson, abrió una vez más su tremenda boca de par en par de modo que el
público pudiese ver con sus propios ojos que los insectos habían desaparecido,
y con una nueva reverencia para franco regocijo de los asistentes, se aclaró la
garganta y escupió las abejas una a una y, entre ensordecedores aplausos, los
pequeños seres alados partieron volando, llevados por la tramontana, hacia la
bahía en que el ocaso teñía de rojo la ciudad de Niza.
A través de su máscara, Barnaby Wilson
envolvió satisfecho a la multitud con la mirada de su único ojo. Varios cientos
de curiosos se habían congregado ya formando una media luna a su alrededor;
mujeres, hombres, niños y ancianos.
A unos metros de su lado derecho descubrió con
no poco agrado a un caballero de edad, enfundado en una levita y con una
ridícula melena gris que le caía rizada sobre un par de hombros bastante
femeninos.
—¿Querrá el caballero dar un paso adelante y,
a cambio de una entrada gratuita, permitirme que haga una demostración de otra
de las sensaciones del circo? —dijo meloso—; a saber, el último juguete del
emperador de la China, ¡el magnetismo fluido con efecto de repelencia!
El hombre pareció halagado al haber sido
elegido para un experimento con el último juguete del emperador de la China y,
mientras se acercaba al estrado con pie ufano aunque algo inseguro, Barnaby
Wilson sacó del bolsillo de su amplio sobretodo marinero una botella de Leiden,
lo hizo detenerse en uno de los peldaños y lo electrificó con la rapidez del
rayo.
—¡Fluidos magnéticos, el summum de los
secretos! —exclamó con un histriónico temblor en su voz infantil mientras que a
hurtadillas, por detrás de su espalda, frotaba una vara de vidrio contra una
gamuza. Y antes de que el tímido caballero ataviado con su levita tuviese
tiempo de reaccionar, ya estaba el director del circo ante él nuevamente, y con
los estudiados movimientos llenos de misterio de un mago medieval murmuró unas
fórmulas en una lengua que nadie comprendía, pero que no era otra que el galés
de las islas del golfo de Cardigan, pasó las manos sobre la cabeza del hombre
para enseguida oír encantado los suspiros de entusiasmo del público. Sobre la
levita del caballero, en efecto, quedaron adheridos todo tipo de objetos
ligeros que flotaban en el aire: hojas, pelusas, trozos de papel y hasta un par
de las abejas vivas que el omnívoro ligur acababa de expulsar de su boca. La
levita empezó a despedir pequeños rayos, y a diez centímetros de la coronilla
del caballero su peluca gris flotaba en el aire, como un halo ceniciento,
chisporroteante y electrificada—. ¡Vean, damas y caballeros, la undécima
maravilla del mundo! —gritó triunfante Barnaby Wilson—. El fluido magnético
llamado electricidad, lo último en la corte del emperador de China. Con esta
rara energía, las ciudades no tardarán en iluminarse de modo que la noche se
convierta en día, los caballos serán sustituidos por carros eléctricos, se
enviarán mensajes y, en un segundo, llegarán a su destino a cientos de
kilómetros de distancia, y el rostro de Dios se iluminará en el firmamento,
desde donde, atónito, observará la inventiva del ser que, en su día, creó con
una costilla y un poco de barro.
Con el rostro encendido hasta el cuero
cabelludo, el hombre echó mano de su peluca flotante y se marchó del mercado a
todo correr. El público vitoreaba sin cesar y, al abrigo del alboroto,
Lucretius III encendió las lámparas de su compleja fantasmagoría en la tienda
más próxima.
En la penumbra de la tienda contigua a la
ventanilla de venta de entradas, ante el pasmo sincero del público y fingido de
Barnaby Wilson, se materializó entonces la llamada jirafa que el director
acababa de describir de forma tan fantasiosa, un monstruo moteado de treinta
pies de altura que expulsaba fuego al son de la relativamente bien entonada
orquesta de viento de la compañía.
El público retrocedió aterrado, mas en el
preciso momento en que estaba a punto de desatarse el pánico, la escena cambió
de carácter para convertirse en una fantasmagoría que representaba el tétrico
baño de Marat, con el célebre revolucionario muerto flotando en una bañera
esmaltada llena de agua.
—¡Damas y caballeros! —gritó Barnaby Wilson—.
Por tan sólo dos céntimos, resucitarán los muertos y los arcángeles se harán
corpóreos...
A otra fantasmagoría de Lucretius, un nuevo
susurro recorrió el público. Se trataba en esta ocasión de una representación
de Robespierre, que con el rostro lívido y sosteniendo en la mano una pistola
dio un par de pasos hacia el director del circo con la intención, a juzgar por
las apariencias, de dispararle por la espalda. Sin embargo, Robespierre se
transformó, a un simple gesto de Barnaby Wilson, en un centauro que se
precipitó hacia el interior de la tienda en una carrera acompañada de dos
estruendosas explosiones procedentes de la tienda salpicada de pólvora del
flogistonista Bruno von Salza.
—Tranquilos, señores —prosiguió Barnaby Wilson
con una sonrisa—. Por esos dos céntimos, prometemos ofrecer algo más, a saber:
la máxima seguridad contra todo tipo de apariciones.»
[El texto pertenece a la edición en español de
la Editorial Anagrama, 2007, en traducción de Carmen Montes Cano, pp. 113-116.
ISBN: 978-84-339-7443-3.]
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