domingo, 4 de septiembre de 2022

Historia de un amor maravilloso.- Carl-Johan Vallgren (1964)


Carl-Johan Vallgren
IV


 «—¡Pasen y vean, damas y caballeros, pasen y vean! ¡Un espectáculo aterrador por tan sólo dos céntimos! Tenemos todo lo que jamás pudieron soñar o, más bien, todo lo que jamás se atrevieron a soñar, pues supera con creces la imaginación humana. ¿Qué es la séptima maravilla del mundo comparada con la octava o la novena? Nadie quedará decepcionado con la compañía de variedades ambulante de Barnaby Wilson. Disculpe, respetable dama, ¿cuál ha sido su pregunta, qué tenemos que ofrecer? ¡Pregunte más bien qué no tenemos que ofrecer! Tenemos el puñal ensangrentado de Bruto, el traje de primera comunión de Napoleón, el auténtico paño de la Verónica, la bandeja de oro en la que, sobre una base de hielo picado, se sirvió la cabeza del Bautista; tenemos un buen número de bestias y de animales extinguidos, tenemos tres de los dientes de leche de Jesús, un frasco lleno de las lágrimas destiladas de la Madre de Dios al precio de diez liras la gota; una hidra, un dodo y un oso hormiguero de las selvas de Brasil que nadie ha penetrado jamás o, por lo menos, de las que nadie ha vuelto con vida. Damas y caballeros, si nada de esto es de su gusto, déjense al menos retratar por un procedimiento que es la última moda en el East End de Londres: la heliografía. En el estudio de Herman Bioly dibujarán sus retratos con luces, sus espíritus quedarán impresos en una placa de cristal de colodio y serán ustedes inmortales... ¿Aún tienen dudas? Bien, pues aquí hay algo para todo el mundo. ¿Sufren acaso alguna enfermedad? A la compañía circense de Barnaby Wilson se ha unido recientemente el físico moro Ibrahim, rey de los linimentos y emperador no coronado de las tinturas, cuyas mixturas son célebres en todo el mundo cristiano. El gran duque de Baden se hace curar con sus famosos ungüentos, el rey de Sajonia, que sufre en el pie un eczema que a punto estuvo de desencadenar una guerra contra los austriacos, quedó sanado como por arte de magia con su pomada sin parangón. El moro Ibrahim puede ofrecer en su botica píldoras de amor, píldoras para la invisibilidad, píldoras para la virtud, píldoras para la inmortalidad, píldoras para remediar penas sin nombre y píldoras contra males imaginarios; tenemos, asimismo, la cura de rejuvenecimiento del profesor Steinert y el celebérrimo tratamiento de los opuestos, de Brown, capaz de curar cualquier cosa, desde las callosidades hasta las inflamaciones del corazón... Bienvenidos a nuestro espectáculo, damas y caballeros, no lo duden, la próxima representación comienza dentro de un cuarto de hora...
 En este punto, Barnaby Wilson fingió perder la voz y empezó a toser exageradamente mientras que un vaso de agua colmado se materializaba en su mano. Lo apuró hasta el fondo a través de una muesca trazada en su máscara, y al tiempo que el líquido elemento desaparecía a pequeños sorbos, desaparecía también, sorprendentemente, el recipiente mismo, centímetro a centímetro, hasta que, tras un sonoro regüeldo del director de circo, se esfumó en una nube de humo.
 —¿Han oído en alguna ocasión hablar de la jirafa? —prosiguió impasible ante la reacción provocada en su público—. Seis metros de altura, llena de lunares como una amanita roja y un cuello de dragón... ¿Qué son el barco de vapor y la locomotora comparados con las sensaciones que los aguardan en el circo ambulante de Barnaby Wilson?
 El monólogo del director se vio abruptamente interrumpido por una fuerte explosión procedente de uno de los vagones cubiertos que estaban dispuestos junto al mercado en un círculo de cien varas de diámetro, que mantenía la zona del espectáculo invisible para la multitud curiosa. Con fingido terror, se llevó la mano al corazón.
 —Lo que acabamos de oír, damas y caballeros —susurró en tono de cómplice conspirador—, es un ejemplo de los sobrecogedores experimentos del flogistonista sajón Bruno von Salza realizados con azúcar de plomo, crema de arsénico y flor de zinc. Con la ayuda del aire flogistonizado, es capaz de hacer saltar por los aires una catedral, de convertir en oro cualquier metal vulgar y de poner la materia en movimiento hasta el punto de que los muertos se levantan de sus tumbas y, de puro miedo, huyen a todo correr... Permítanme, además, que les presente al salvaje Leopold, capturado con lazo en el interminable desierto de Namibia, a Gandalalfo Bonaparte, hijo ilegítimo del gran Napoleón, a Miranda Bellaflor, la muchacha de las cuatro lenguas o al omnívoro ligur Jean-Paul, capaz de tragarse monedas de distinto valor antes de escupirlas en el orden que ustedes manden... ¡Ofrécenos una demostración de lo que sabes hacer, Jean!
 Con una discreta reverencia, un caballero de elevada estatura y extremada delgadez, cuya deformidad consistía en una excrecencia velluda que le cubría la mitad del rostro, se colocó junto a Barnaby Wilson sobre la pequeña tarima desde la que el director del circo se dirigía al público. El hombre sostenía en la mano un frasco lleno de abejas vivas. Con no poca ceremonia, desenroscó el tapón y colocó la abertura contra su boca, unas fauces enormes con las que, según decían, podía tragarse balas de cañón, de modo que el público pudo ver claramente cómo los insectos entraban volando en su boca.
 El omnívoro ligur cerró los labios, puso la tapadera y, hecho esto, con la mayor calma imaginable, como si se tratase de una de las píldoras del físico Ibrahim contra males sin nombre, se tragó las abejas una a una, emitiendo un claro sonido.
 Acto seguido y a una señal de Barnaby Wilson, abrió una vez más su tremenda boca de par en par de modo que el público pudiese ver con sus propios ojos que los insectos habían desaparecido, y con una nueva reverencia para franco regocijo de los asistentes, se aclaró la garganta y escupió las abejas una a una y, entre ensordecedores aplausos, los pequeños seres alados partieron volando, llevados por la tramontana, hacia la bahía en que el ocaso teñía de rojo la ciudad de Niza.
 A través de su máscara, Barnaby Wilson envolvió satisfecho a la multitud con la mirada de su único ojo. Varios cientos de curiosos se habían congregado ya formando una media luna a su alrededor; mujeres, hombres, niños y ancianos.
 A unos metros de su lado derecho descubrió con no poco agrado a un caballero de edad, enfundado en una levita y con una ridícula melena gris que le caía rizada sobre un par de hombros bastante femeninos.
 —¿Querrá el caballero dar un paso adelante y, a cambio de una entrada gratuita, permitirme que haga una demostración de otra de las sensaciones del circo? —dijo meloso—; a saber, el último juguete del emperador de la China, ¡el magnetismo fluido con efecto de repelencia!
Historia de un amor maravilloso - Vallgren, Carl-Johan - 978-84 ... El hombre pareció halagado al haber sido elegido para un experimento con el último juguete del emperador de la China y, mientras se acercaba al estrado con pie ufano aunque algo inseguro, Barnaby Wilson sacó del bolsillo de su amplio sobretodo marinero una botella de Leiden, lo hizo detenerse en uno de los peldaños y lo electrificó con la rapidez del rayo.
 —¡Fluidos magnéticos, el summum de los secretos! —exclamó con un histriónico temblor en su voz infantil mientras que a hurtadillas, por detrás de su espalda, frotaba una vara de vidrio contra una gamuza. Y antes de que el tímido caballero ataviado con su levita tuviese tiempo de reaccionar, ya estaba el director del circo ante él nuevamente, y con los estudiados movimientos llenos de misterio de un mago medieval murmuró unas fórmulas en una lengua que nadie comprendía, pero que no era otra que el galés de las islas del golfo de Cardigan, pasó las manos sobre la cabeza del hombre para enseguida oír encantado los suspiros de entusiasmo del público. Sobre la levita del caballero, en efecto, quedaron adheridos todo tipo de objetos ligeros que flotaban en el aire: hojas, pelusas, trozos de papel y hasta un par de las abejas vivas que el omnívoro ligur acababa de expulsar de su boca. La levita empezó a despedir pequeños rayos, y a diez centímetros de la coronilla del caballero su peluca gris flotaba en el aire, como un halo ceniciento, chisporroteante y electrificada—. ¡Vean, damas y caballeros, la undécima maravilla del mundo! —gritó triunfante Barnaby Wilson—. El fluido magnético llamado electricidad, lo último en la corte del emperador de China. Con esta rara energía, las ciudades no tardarán en iluminarse de modo que la noche se convierta en día, los caballos serán sustituidos por carros eléctricos, se enviarán mensajes y, en un segundo, llegarán a su destino a cientos de kilómetros de distancia, y el rostro de Dios se iluminará en el firmamento, desde donde, atónito, observará la inventiva del ser que, en su día, creó con una costilla y un poco de barro.
 Con el rostro encendido hasta el cuero cabelludo, el hombre echó mano de su peluca flotante y se marchó del mercado a todo correr. El público vitoreaba sin cesar y, al abrigo del alboroto, Lucretius III encendió las lámparas de su compleja fantasmagoría en la tienda más próxima.
 En la penumbra de la tienda contigua a la ventanilla de venta de entradas, ante el pasmo sincero del público y fingido de Barnaby Wilson, se materializó entonces la llamada jirafa que el director acababa de describir de forma tan fantasiosa, un monstruo moteado de treinta pies de altura que expulsaba fuego al son de la relativamente bien entonada orquesta de viento de la compañía.
 El público retrocedió aterrado, mas en el preciso momento en que estaba a punto de desatarse el pánico, la escena cambió de carácter para convertirse en una fantasmagoría que representaba el tétrico baño de Marat, con el célebre revolucionario muerto flotando en una bañera esmaltada llena de agua.
 —¡Damas y caballeros! —gritó Barnaby Wilson—. Por tan sólo dos céntimos, resucitarán los muertos y los arcángeles se harán corpóreos...
 A otra fantasmagoría de Lucretius, un nuevo susurro recorrió el público. Se trataba en esta ocasión de una representación de Robespierre, que con el rostro lívido y sosteniendo en la mano una pistola dio un par de pasos hacia el director del circo con la intención, a juzgar por las apariencias, de dispararle por la espalda. Sin embargo, Robespierre se transformó, a un simple gesto de Barnaby Wilson, en un centauro que se precipitó hacia el interior de la tienda en una carrera acompañada de dos estruendosas explosiones procedentes de la tienda salpicada de pólvora del flogistonista Bruno von Salza.
 —Tranquilos, señores —prosiguió Barnaby Wilson con una sonrisa—. Por esos dos céntimos, prometemos ofrecer algo más, a saber: la máxima seguridad contra todo tipo de apariciones.»

    [El texto pertenece a la edición en español de la Editorial Anagrama, 2007, en traducción de Carmen Montes Cano, pp. 113-116. ISBN: 978-84-339-7443-3.]

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