domingo, 23 de marzo de 2025

La Regenta.- Leopoldo Alas , "Clarín" (1852-1901)

 

Capítulo VIII

 «La excelentísima señora doña Rufina de Robledo, marquesa de Vegallana, se levantaba a las doce, almorzaba, y hasta la hora de comer leía novelas o hacía crochet, sentada o echada en algún mueble del gabinete. La gran chimenea tenía lumbre desde octubre a mayo. De noche iba al teatro doña Rufina siempre que había función, aunque nevase o cayeran rayos; para eso tenía carruajes. Si no había teatro, y era esto muy frecuente en Vetusta, se quedaba en su gabinete, donde recibía a los amigos y amigas que quisieran hablar de sus cosas, mientras ella leía los periódicos satíricos con caricaturas, revistas y novelas. Sólo intervenía en la conversación para hacer alguna advertencia del género de los epigramas del Arcipreste, su buen amigo. En estas breves interrupciones, doña Rufina demostraba un gran conocimiento del mundo y un pesimismo de buen tono respecto de la virtud. Para ella no había más pecado mortal que la hipocresía; y llamaba hipócritas a todos los que no dejaban traslucir aficiones eróticas que podían no tener. Pero esto no lo admitía ella. Cuando alguno salía garante de una virtud, la marquesa, sin separar los ojos de sus caricaturas, movía la cabeza de un lado a otro y murmuraba entre dientes postizos, como si rumiase negaciones. A veces pronunciaba claramente:
 -A mí con ésas... que soy tambor de marina.
 No era tambor, pero quería dar a entender que había sido más fiel a las costumbres de la Regencia que a sus muebles. Sus citas históricas solían referirse a las queridas de Enrique VIII y a las de Luis XIV. 
 En tanto, el salón amarillo estaba en una discreta oscuridad, si había pocos tertulios. Cuando pasaban de media docena, se encendía una lámpara de cristal tallado, colgada en medio del salón. Estaba a bastante altura; sólo podía llegar a la llave del gas Mesía, el mejor mozo. Los demás se quejaban. Era una injusticia.
 -¿Para qué poner tan alta la lámpara? -decían algunos un tanto ofendidos.
 Doña Rufina se encogía de hombros.
 -Cosas de ése -respondía, aludiendo a su marido.
 No era muy escrupuloso el marqués en materia de moral privada; pero una noche había entrado palpando las paredes para atravesar el salón, y al llegar al gabinete, una puerta estaba entornada; su mano tropezó con una nariz en las tinieblas, oyó un grito de mujer -estaba seguro-,  y sintió ruido de sillas y pasos apagados en la alfombra. Calló por discreción, pero ordenó a los criados que colocaran más alta la lámpara. Así nadie podría quitarle luz ni apagarla. Pero resultó una desigualdad irritante, porque Mesía, poniéndose de puntillas, llegaba a la llave del gas.
 De las tres hijas de los marqueses, dos, Pilar y Lola se habían casado, y vivían en Madrid; Emma, la segunda, había muerto tísica. Aquella escasa vigilancia a que la marquesa se creía obligada cuando sus hijas vivían con ella había desaparecido. Era el único consuelo de tanta soledad. En tiempo de ferias, doña Rufina hacía venir a alguna sobrina de las muchas que tenía por los pueblos de la provincia. Aquellas lugareñas linajudas esperaban con ansia la época de las ferias, cuando les tocaba el turno de ir a Vetusta. Desde niñas se acostumbraban a mirar como temporada de excepcional placer la que se pasaba con la tía, en medio de lo mejorcito de la capital. Algunos padres timoratos oponían argumentos de aquella moralidad privada que no preocupaba al marqués, pero al fin la vanidad triunfaba, y siempre tenía su sobrina en ferias la señora marquesa de Vegallana. Las sobrinitas ocupaban los aposentos de las hijas ausentes; el de Emma no volvió a ser habitado, pero se entraba en él cuando hacía falta.
 Las muchachas animaban por algunas semanas con el ruido de mejores días aquellas salas y pasillos, alcobas y gabinetes, demasiado grandes y tristes cuando estaban desiertos. De noche, sin embargo, no faltaba algazara en el piso principal, hubiera sobrinas o no. En el segundo, de día y de noche, había aventuras, pero silenciosas. Un personaje de ellas siempre era Paquito. Cuando estaba sereno, juraba que no había cosa peor que perseguir a la servidumbre femenina en la propia casa; pero no podía dominarse. Videor meliore, le decía don Saturno, sin que Paco lo entendiese. En la tertulia de la marquesa, con sobrinas o sin ellas, predominaba la juventud. Las muchachas de las familias más distinguidas iban muy a menudo a hacer compañía a la pobre señora que se había quedado sin sus tres hijas. Previamente se daba cita al novio respectivo, y cuando no, esperaban los acontecimientos. Allí se improvisaban los noviazgos, y del salón amarillo habían salido muchos matrimonios in extremis, como decía Paquito, creyendo que in extremis significaba una cosa muy divertida. Pero lo que salía más veces era asunto para la crónica escandalosa. Se respetaba la casa del marqués, pero se despellejaba a los tertulios. Se contaba cualquier aventurilla y se añadía casi siempre:
 -Lo más odioso es que esas... tales hayan escogido para sus... cuales una casa tan respetable, tan digna.
 Los liberales avanzados, los que no se andaban con paños calientes, sostenían que la casa era lo peor.
 Sin embargo, los maldicientes procuraban ser presentados en aquella casa donde había tantas aventuras.
 Aunque algo se habían relajado las costumbres y ya no era un círculo tan estrecho como en el tiempo de doña Anuncia y doña Águeda (q.e.p.d.) el de la clase, aún no era para todos el entrar en la tertulia de confianza de Vegallana. Los mismos tertulios procuraban cerrar las puertas, porque se daban tono así y además no les convenían testigos. "Estamos mejor en petit comité". El espíritu de tolerancia de la marquesa había contagiado a sus amigos. Nadie espiaba a nadie. Cada cual a su asunto. Como el ama de la casa autorizaba sobradamente la tertulia, las madres, que nada esperaban ya de las vanidades del mundo, dejaban ir a las niñas solas. Además, nunca faltaban casadas todavía ganosas de cuidar la honra de sus retoños o de divertirse por cuenta propia. ¿Y quién duda que éstas se harían respetar? Allí estaba Visitación, por ejemplo. Algunas madres había que no pasaban por esto; pero eran las ridículas, así como los maridos seguían una conducta análoga. Algún canónigo solía dar mayores garantías de moralidad con su presencia, aunque es cierto que no era esto frecuente, ni el canónigo paraba allí mucho tiempo. [...]
 La marquesa sabía que en su casa se enamoraban los jóvenes un poco a lo vivo.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Sarpe, 1984, pp. 151-153. ISBN: 84-7291-675-8.] 

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