domingo, 26 de octubre de 2025

Ideas. Historia intelectual de la humanidad.- Peter Watson (1943)

21.- La mente "india": las ideas en el Nuevo Mundo

   «Desde el punto de vista de la historia de las ideas, el descubrimiento de América fue un acontecimiento trascendental porque los nuevos territorios supusieron un desafío para las ideas que los europeos albergaban sobre la geografía, la historia, la teología y la naturaleza humanas. Además, en la medida en que América se convirtió en una fuente de artículos para los que existía una demanda en Europa, el descubrimiento del Nuevo Mundo tuvo un importante significado económico y, por tanto, político. A principios de la década de 1560, el abogado parisino Étienne Pasquier escribía: "Es asombroso que nuestros autores clásicos desconocieran por completo esta América a la que llamamos Nuevo Mundo". "Esta América" no sólo estaba fuera de la experiencia de los europeos, sino que estaba mucho más allá de sus expectativas. Aunque resultaran lejanas y desconocidas para muchos, África y Asia no dejaban de ser continentes sobre los que Europa siempre había sabido. América, en cambio, era algo absolutamente inesperado y ello nos ayuda a entender por qué los europeos tardaron tanto en adaptarse a las nuevas noticias.
 Adaptación es la palabra clave. En un principio, como nos recuerda John Elliott, la noticia de que Colón había avistado tierra provocó enorme excitación en el viejo continente. "¡Levantad el espíritu..., escuchad el nuevo descubrimiento!", escribió el humanista italiano Pedro Mártir de Anglería en una carta al arzobispo de Granada, el 13 de septiembre de 1943. Cristóbal Colón, informaba, "ha regresado sano y salvo. Dice que ha encontrado cosas admirables: ostenta el oro como prueba de las minas de aquellas regiones". De Anglería continúa explicando que Colón ha encontrado "salvajes pacíficos", hombres "que iban desnudos y vivían de lo que les proporcionaba la naturaleza. Tenían reyes; peleaban entre sí con palos y con arcos y flechas y, aunque estaban desnudos, rivalizaban por el poder y se casaban. Adoraban a los cuerpos celestes, pero la exacta naturaleza de sus creencias religiosas era todavía desconocida".
 Una indicación del impacto inicial producido por los descubrimientos de Colón nos la proporciona el hecho de que su primera carta se imprimió nueve veces en 1493 (para finales de siglo el texto alcanzaba ya las veinte ediciones). El francés Louis Le Roy escribió: "No creáis que existe algo más honorable... que la invención de la imprenta y el descubrimiento del nuevo mundo; dos acontecimientos que siempre he pensado es posible comparar no sólo con la antigüedad sino con la inmortalidad". En 1552, en su Historia General de las Indias, Francisco López de Gómara (no siempre un cronista fiable) nos ofrece el veredicto más famosos sobre 1942: "La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que le creó, es el descubrimiento de Indias".
 Sin embargo, John Elliott nos advierte de que la historia tiene también otro lado y de que muchos de los escritores del siglo XVI fueron incapaces de apreciar la importancia histórica de lo que Colón había conseguido. Por ejemplo, Colón murió en Valladolid pero el hecho ni siquiera se menciona en la crónica de la ciudad. Colón sólo consiguió el estatus de héroe de forma muy lenta. Un centenar de años después de su muerte se escribieron en Italia algunos poemas sobre él, pero sólo hasta 1614 aparece como héroe en un drama español, El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón, de Lope de Vega.
 En un primer momento, el interés por el Nuevo Mundo se centraba en el oro que podía encontrarse en él y la enorme cantidad de almas que aguardaban a ser convertidas a la fe cristiana. En términos generales, los lectores de libros estaban más interesados en los turcos y en Asia que en América. Incluso en una fecha tan tardía como las últimas dos o tres décadas del siglo XVI, todavía se seguía pensando que el mundo tenía la misma configuración con que se lo describía en las cosmografías clásicas de Estrabón y Ptolomeo. (Colón parece haber empleado una versión publicada por Piccolomini en la década de 1480). En cierto sentido, el Renacimiento tiene en parte la culpa: gracias a los humanistas, lo antiguo se consideraba más valioso que lo nuevo.
 Los primeros hombres que viajaron al Nuevo Mundo eran soldados, clérigos, mercaderes y funcionarios con conocimientos jurídico y sobre ellos recayó inicialmente la tarea de comentar lo que veían. Un efecto de esto fue que se atendió más a la apariencia física de los nativos que al paisaje del nuevo continente. El mismo Colón se sintió algo decepcionado cuando contempló por primera vez a los habitantes de las Indias y comprobó que no eran en ningún sentido "monstruosos o físicamente anormales". Colón también señaló lo "pobres" que eran. Por otro lado, los nativos no eran ni moros ni negros, las dos razas con las que más familiarizada estaba la cristiandad medieval. ¿Cómo encajaban estos hombres en el relato bíblico? ¿Era posible acaso que el Nuevo Mundo fuera el Edén o el Paraíso? Todos los testimonios subrayan la inocencia, simplicidad, fertilidad y abundancia de los nativos, que iban desnudos sin sentir vergüenza alguna. Esta idea sedujo especialmente a ciertas figuras religiosas y a los humanistas. Aquellos miembros de las órdenes religiosas que se sentían desesperados o insatisfechos por el estado de la Iglesia europea vieron en el Nuevo Mundo una oportunidad de fundar de nuevo la primitiva iglesia de los apóstoles en un continente aún no corrompido por los vicios de la civilización europea.
 En 1607, el dominico español Gregorio García publicó una exposición muy completa de las distintas teorías que se habían propuesto para explicar el origen de los "indios" de América. Los europeos del siglo XVI creían en "un mundo planeado" al que había que incorporar América. Sin embargo, esto todavía dejaba muchas cosas por explicar. García defendía la idea de que el conocimiento que el hombre tenía "sobre un hecho dado" provenía de una de cuatro fuentes. Dos de éstas -la fe divina, tal y como se revelaba a través de las Escrituras, y la ciencia, que explicaba los fenómenos de acuerdo con sus causas- eran infalibles. El origen de los indios americanos planteaba un problema porque se trataba de algo que no aparecía en las Escrituras, "y el problema era demasiado reciente como para que existiese un caudal convincente de opiniones autorizadas".
 Si decidir cómo encajaba el Nuevo Mundo en el esquema de la historia esbozado en las Escrituras era una cuestión difícil de abordar, tanto exploradores como misioneros descubrieron que para evangelizar a los nativos era necesario tener algún conocimiento de sus costumbres y tradiciones y, por tanto, empezaron a indagar, con frecuencia con gran detalle, la historia de estos indígenas así como sus leyes hereditarias y de tenencia de la tierra, con lo que en cierto sentido dieron comienzo a la antropología aplicada.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Crítica, 2011, en traducción de Luis Noriega, pp. 699-702. ISBN: 978-84-7423-917-1.]

domingo, 19 de octubre de 2025

Los nueve libros de la Historia.- Heródoto (c. 484 a.C. - c. 425 a.C.)

 

 Libro primero: Clío

  «131.- Sé que los persas observan los siguientes usos: no acostumbran erigir estatuas, ni templos, ni altares y tienen por insensatos a los que lo hacen; porque, a mi juicio, no piensan, como los griegos, que los dioses tengan figura humana. Acostumbran hacer sacrificios a Zeus, llamando así a todo el ámbito del cielo; subidos a los montes más altos sacrifican también al sol, a la luna, a la tierra, al agua y a los vientos; éstos son los únicos dioses a los que sacrifican desde un comienzo; pero después han aprendido de los asirios y de los árabes a sacrificar a Afrodita Urania; a Afrodita los asirios la llaman Milita, los árabes Alilat y los persas Mitra.
 132.- Sacrifican los persas a los dioses indicados del modo siguiente: no levantan altares ni encienden fuego cuando se disponen a sacrificar, ni emplean libaciones, ni flautas, ni coronas, ni granos de cebada. Cuando alguien quiere sacrificar a cualquiera de esos dioses, conduce la res a un lugar puro y llevando la tiara ceñida las más veces con mirto, invoca al dios; no le está permitido al que sacrifica implorar bienes en particular para sí mismo; se ruega por la dicha de todos los persas y del rey, porque en el número de los persas está comprendido él mismo. Después de cortar la carne, hace un lecho de hierba más suave, y especialmente de trébol, y pone sobre él todas las carnes. Una vez que las ha colocado, un mago entona allí una teogonía -tal, según dicen, es el canto- pues su usanza es no hacer sacrificios si no hay un mago. Después de unos instantes, se lleva el sacrificante la carne y hace de ella lo que le agrada.
 133.- Acostumbran a celebrar de preferencia a todos el día del nacimiento. En ese día creen justo servir una comida más abundante que en los otros; los ricos sirven un buey, un caballo, un camello y un asno enteros asados en el horno y los pobres sirven reses menores. Usan pocos platos fuertes, pero sí muchos postres, y no juntos. Por eso dicen los persas que los griegos cuando están comiendo se levantan con hambre, puesto que, después de la comida, nada se sirve que merezca la pena, pero si se sirviera no dejarían de comer. Son muy aficionados al vino. No está permitido vomitar ni orinar delante de otro. Ésas, pues, son las normas que observan. Acostumbran deliberar sobre los negocios más grandes cuando están borrachos. Lo que entonces les parece bien lo proponen al día siguiente, cuando están sobrios, al amo de la casa en que están deliberando, y si lo acordado también les parece bien cuando sobrios, lo ponen en ejecución; y si no, lo desechan. Y lo que hubieran resuelto estando sobrios, lo resuelven de nuevo hallándose borrachos.
 134.- Cuando se encuentran dos por los caminos, puede conocerse si son de una misma clase los que se encuentran por esto: en lugar de saludarse de palabra, se besan en la boca; si el uno de ellos fuese de condición algo inferior, se besan en la mejilla; pero si el uno fuese mucho menos noble, se postra y reverencia al otro. Estiman entre todos, después de ellos mismos, a los que viven más cerca; en segundo lugar, a los que siguen a éstos y, después, proporcionalmente a medida que se alejan, y tienen en el más bajo concepto a los que viven más lejos de ellos; creen ser ellos mismos, con mucho, los hombres más excelentes del mundo en todo sentido, y que los demás participan de virtud en la proporción dicha, siendo los peores los que viven más lejos de ellos. Cuando dominaban los medos, unos pueblos mandaban a los otros; y los medos mandaban sobre todos y sobre los que vivían más cerca; éstos a su vez sobre los limítrofes; éstos sobre sus vecinos inmediatos, en la misma proporción que observan los persas; pues así cada pueblo a medida que se alejaba, dependía del uno y mandaba al otro.
 135.- De todos los hombres los persas son los que más adoptaron las costumbres extranjeras. En efecto, llevan el traje medo, teniéndolo por más hermoso que el suyo, y para la guerra el peto egipcio; se entregan a toda clase de deleites que llegan a su noticia y así, de los griegos, aprendieron a tener amores con muchachos. Cada cual toma muchas esposas legítimas y mantiene muchas más concubinas.
 136.- El mérito de un persa, después del valor militar, consiste en tener muchos hijos; y todos los años el rey envía regalos al que presenta más, porque consideran que la cantidad hace fuerza. Enseñan a sus hijos, desde los cinco hasta los veinte años, sólo tres cosas: montar a caballo, tirar al arco y decir la verdad. El niño no se presenta a la vista de su padre antes de tener cinco años, vive entre las mujeres de la casa; y esto se hace con la mira de que, si el niño muriese durante su crianza, ningún disgusto cause a su padre.
 137.- Alabo, en verdad, esa costumbre y alabo también, en verdad, esta otra: por una sola falta, ni el mismo rey impone la pena de muerte, ni otro alguno de los persas castiga a sus familiares con pena irreparable por una sola falta, sino que, si después de calcular halla que los delitos son más y mayores que los servicios, cede a su cólera. Dicen que nadie hasta ahora ha dado muerte a su padre ni a su madre y que cuantas veces sucedió tal cosa si se la hubiese investigado resultaría de toda necesidad que los hijos eran supuestos o adulterinos; porque, afirman, no es verosímil que los verdaderos padres mueran a manos de su propio hijo.
 138.- Lo que entre ellos no es lícito hacer, tampoco es lícito decirlo. Tienen por la mayor infamia el mentir y, en segundo término, contraer deudas, por muchas razones, y principalmente porque dicen que necesariamente ha de ser mentiroso el que esté adeudado. El ciudadano que tuviese lepra o albarazos no se acerca a la ciudad ni tiene comunicación con los otros persas, y dicen que tiene ese mal por haber pecado contra el sol. A todo extranjero que lo padece le echan del país, y también a las palomas blancas, alegando el mismo motivo. En los ríos ni orinan ni escupen ni se lavan las manos en ellos, ni permiten que nadie lo haga; antes, los veneran en extremo.
 139.- Otra cosa les acontece que se les ha escapado a los persas, pero no a mí: los nombres corresponden a las personas y sus nobles prendas y terminan todos con una misma letra, que es la que los dorios llaman san y los jonios sigma. Si lo averiguas, hallarás que todos los nombres de los persas, y no unos sí y los otros no, acaban de la misma manera.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Orbis, 1982, en selección antológica de Natalia Palomar Pérez y traducción de María Rosa Lida, pp. 68-72. ISBN: 84-7530-129-0.]

domingo, 12 de octubre de 2025

El proyecto Lázaro.- Aleksandar Hemon (1964)

 

  «Recordé aquella anécdota de Rora en la sórdida sala del Centro de Negocios, incapaz de volver a conciliar el sueño por culpa de los litros de café vienés que había ingerido, y lo convertí todo en un sueño para poder olvidarlo. Rora, huelga decirlo, dormía a pierna suelta, inmune a los efectos del café y a las transiciones de los recuerdos a sueños. Estuve haciendo zapping durante un rato; me detuve brevemente en una peli porno en la que todo el mundo se lamía con frenesí, luego en la enésima noticia de la CNN sobre el enésimo ataque suicida en Bagdad y, por último, en el Campeonato Mundial de Póquer. Debo confesar que me excitó el desangelado cunnilingus de la pantalla, así como la utópica injusticia que se desprendía del relato de Rora: la simple y llana posibilidad de que el mundo acabara gobernado por el perverso triunvirato del poder, el instinto de supervivencia y la codicia. Rora había visitado, y quizás incluso habitado, semejante mundo, lo que significaba que yo había estado a un paso de conocerlo. De existir, ésa sí sería la auténtica tierra de los libres. En semejante país podría hacer lo que se me antojara; no habría matrimonio que valiera, no le debería nada a nadie, podría despilfarrar la beca de Susie, todas las becas del mundo, en lo que me diera la gana. En semejante mundo, podría dejar de preocuparme por lo que he prometido, por lo que me he comprometido a hacer, porque sencillamente me daría igual quién soy y me convertiría en otras personas a mi antojo. Y podría hacerlo siempre que me apeteciera. Podría dedicarme a ser el único significado de mi vida.
 Un heraldo de aquella tierra utópica llamó a mi puerta. Oí que alguien golpeaba tímidamente y cuando me levanté a abrir, ocultando mi erección tras la puerta, me encontré con la prostituta de rostro agraciado. Tenía unos ojos bastante llamativos y largas pestañas a todas luces falsas; se elevaba sobre unos vertiginosos tacones de plataforma que la obligaban a proyectar su generoso escote en mi dirección. Se estiró el top hacia abajo, dejando a la vista dos pechos periformes con los pezones erectos, y dijo en inglés:
 -Amor.
 Por un momento, pensé "aquí está", y luego "¿por qué no?". Pero acabé meneando la cabeza en señal de negación y cerrando la puerta.
 Seguía siendo demasiado débil para obtener placer a costa de otros, y más aún a costa de Mary o de aquella desdichada puta que seguramente se ganaría una buena hostia de su chulo por no haberse tirado a un americano caído del cielo. Tampoco era lo bastante altruista para no sentirme tentado de lanzarme con desenfreno a la búsqueda del placer. Atrapado para siempre en la mediocridad moral, no podía permitirme a mí mismo ni la superioridad ética ni una existencia orgásmica. Ése era uno de los motivos (que no me atrevía a confesarle a Mary, ni a nadie) por los que necesitaba desesperadamente escribir el libro sobre Lázaro. El libro me convertiría en otra persona, para bien o para mal: podía ganarme el derecho al egoísmo orgásmico (y el dinero necesario para ejercerlo) o bien adquirir un seguro moral sometiéndome a los honrados procesos de la duda y la realización personales.
 Mary había sido testigo de mis devaneos morales. Desde el pedestal de su decencia quirúrgicamente americana me veía debatiéndome en eterna confusión. Quería que saliera del hoyo, que subiera en la escala moral, pero yo seguía resbalando en cada nuevo y resbaladizo peldaño. Mary se tomaba con paciencia el que me negara a enseñarle nada de lo que escribía o a levantarme pronto para buscar un trabajo munífico. Había encontrado cookies de páginas porno en mi disco duro y había reaccionado con la debida indignación, pero no creía de veras que fuera a tener una aventura o contratar a una acompañante experimental. Toleraba mi repugnancia hacia todo lo espiritual, del mismo modo que aguantaba mi nulo interés por los niños y la decoración del hogar. Pero lo que de veras le molestaba era que me mostrara incapaz de comprender que el proyecto de nuestro matrimonio consistía en la búsqueda de un estado perfecto, la transición del matrimonio de los cuerpos al matrimonio de las almas. Yo no ponía toda la carne en el asador (y eso que, según la báscula, mis carnes iban en aumento), pero ella seguía mostrándose estoicamente tolerante. No es que no aspirara a ser un esposo perfecto, ni que no quisiera a Mary, que se manchaba las manos de sangre cada día por amor, pero nunca dejé de ser consciente de las posibilidades que existían más allá de los límites de nuestro matrimonio, de la libertad para buscar el placer en lugar de la perfección.
 Lázaro e Isador habían acudido a un burdel juntos. La madre de Lázaro le había mandado algo de dinero e Isador lo había convencido para invertirlo en desvirgarse. Se fueron a ver a Madame Madonskaya, que les pellizcó las mejillas. Las chicas los recibieron con risitas mal disimuladas y ambos se ruborizaron. Isador escogió a la que tenía los pechos más grandes y se fue arriba, dejando a Lázaro rodeado por un grupo de putas, hasta que una de ellas lo cogió de la mano y lo condujo hasta su habitación. Estaba tan asustado que no podía articular palabra. La chica dijo llamarse Lola; tenía un perro en la habitación, un diminuto chucho medio ciego que le ladró con furia. Mientras se desvestía, el perro le olisqueó las espinillas y Lázaro rompió a llorar.
 Apagué la tele y oí la respiración de Rora, que me recordaba al romper de las olas. Fuera, un hombre y una mujer hablaban entre risas, tropezaban con algo. Un perro ladró y luego se puso a gañir; después oí un estruendo de cristales rotos. Rora no se inmutó. La voz de la mujer vibraba de regocijo. El perro empezó a chillar y aullar entre el ruido de cristales rotos, y sus desesperados gañidos se dejaron oír durante un buen rato, hasta que se fueron convirtiendo en un débil gimoteo. La pareja había arrojado al animal al contenedor lleno de botellas rotas y luego -imagino- se habría quedado a ver cómo se retorcía y se mutilaba a sí mismo intentando escapar.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 2011, en traducción de Rita da Costa, pp. 167-171. ISBN: 978-84-08-10687-6.]

domingo, 5 de octubre de 2025

14 de julio.- Éric Vuillard (1968)

 

La multitud

  «Hay que escribir lo que se ignora. En puridad, se desconoce lo que ocurrió el 14 de Julio. Los relatos que poseemos son encorsetados o descabalados. Hay que plantearse las cosas a partir de la multitud sin nombre. Y debe relatarse lo que no está escrito. Debemos deducirlo del número, de lo que sabemos de la tasca y de la calle, del fondo de los bolsillos y de la jerga de las cosas, mondas deformadas, mendrugos de pan. El parqué se agrieta. Se divisa al grandísimo gentío mudo, masa afásica. Están allí, en la Bastilla, cada vez hay más personas en las calles de alrededor. Los que no disponen de fusiles van armados con palos, con dañinas puntas herradas, mazas, sacacorchos, ¡tanto da! Desde el Arsenal hasta Saint-Antoine, los muelles y las calles están atestados de gente. Los pordioseros, los limpiabotas, los cocheros, todos los campesinos llegados a París para buscar pitanza están allí. Los estudiantes arrancan las empalizadas, las patas de los taburetes, los brazos de las carretas. Saltan, gritan. Pesadas nube se desplazan por el cielo. Mean delante de las puertas.

 ¿Qué es una multitud? Nadie quiere decirlo. Una mala lista, redactada más adelante, permite ya afirmar lo siguiente: ese día, en la Bastilla, está Adam, nacido en Côte-d'Or; está Aumassip, vendedor de ganado, nacido en Saint-Front-de-Périgueux; está Béchamp, zapatero; Bersin, trabajador del tabaco; Bertheliez, jornalero, originario del Jura; Bezou, de quien no se sabe nada; Bizot, carpintero de obra; Mammès Blanchot, de quien tampoco se sabe nada aparte del bonito nombre que tiene y que parece una mezcla de Egipto y de estiércol. Está también Boehler, carretero; Bouin, zurrador; Branchon, de quien no se sabe nada en absoluto; Bravo, carpintero; Buisson, tonelero; Cassard, tapicero; Delâtre, recaudador; Defruit, herrero; Devauchelle, aguador; Drolin, cerrajero; Duffau, zapatero; Dumoulin, labrador; Duret, panadero; Estienne, desconocido; Évrard, pasamanero; Feillu, trabajador de la lana; Génard, empleado; Girard, profesor de música; Grandchamp, dorador de metales; Grenot, techador y Grofillet y Guérin y Guigon. ¡Vaya!, ya tenemos un buen puñado de mamíferos, hombrecillos de Brueghel.
 Están también Guindor, baulero; Hamet, frutero; Havard, portero; Héric, desconocido; Heulin, jornalero; Jacob, del Marne; Jary, peón caminero; Jacquier, desconocido; Javau, bombero ¡y Joseph, carpintero! Son extraños los nombres, nos da la sensación de tocar a alguien. Y así, incluso cuando ya no queda nada, cuando sólo sabemos un nombre, una fecha, un oficio, un simple lugar de nacimiento, creemos adivinar, rozar. Parece que podamos entrever un rostro, un aire, una silueta. Y, entre las mandíbulas del tiempo, creemos a veces oír voces, la de Jouteau, calderero; la de Julien, camarero; la de Klug, candelero; de Kabers, el prusiano; de Kopp, el belga; de Lamouroux, el mecánico; de Lamy, trabajador portuario; de Lamboley, el bracero; de Lang, el zapatero; de Lavenne, el albañil; del hojalatero Lecomte e incluso la de Lecoq, que nos dejó más rastros que una mosca. Hay miles de tipos con delantal, con sus picas, sus hachas o sus navajas. Están Peignet, cuya madre se llama Anne Secret, cosa sublime; Richard, que acabará ciego, en los Inválidos. Sagault, que morirá dentro de una hora. Julien Bilion, que conversa, más allá, con unos compañeros. Están Poulain, bracero; Vachette, jornalero; Jonnas d'Annonay, Jacob del Bajo Rin, Secrettain de Boissy-la-Rivière y Raison y Cimetière y Conscience y Soudain y Rivière y Rivage.
 Por supuesto, un nombre no es gran cosa. Una profesión, una fecha, un lugar, modesto estado civil, una etiqueta. Son las sílabas de la verdad. Legrand, que era portero; Legros, capitán; Legriou, montador de péndolas; Lesselin, peón; Masson, el vendedor de clavos; Mercier, el tintorero; Minier, el sastre; Saunier, el trabajador de la seda; Térière, el aserrador; Mique, el cerrajero; Miclet, el Juan Lanas, los hermanos Moreau, Juan Lanas también, Motiron, el fabricante de cordones; Navizet, el dorador, Nuss y Oblisque, los ná de ná, todos han nacido y han currado y zampado y bebido y caminado de acá para allá por París, y por supuesto ese día estaban en carne y hueso en la Bastilla. Sí, estaban Pinon, el botero; Paul, el médico y Pinson, y Potron y Pitelle, sí, estaban todos allí, tras su barba de tres días y la verja oxidada del alma, farfullando, al pie de las murallas de piedra.
 Sí, abajo del todo, entre los árboles del jardín del Arsenal y las callejas del barrio de Saint-Antoine, sabemos que estaban un Plessier y un Ramelet, vendedor de tintorro, que seguramente se despepitó todo lo que pudo, ¡y un Pyot del Jura, un Raulot de ningún sitio, un Ravé de no sé dónde, un Quantin, sin señas, un Quenot! Estaban incluso un Poulet, al parecer, y un Quignon, un Rebard, un Robert, un Rogé, un Richard. Los había para todos los gustos, los había para el listín entero. Estaban un Roland con una sola ele y un Rolland con dos, estaban un Roseleur y un Rotival. ¡Ah!, qué entrañables son los nombres propios; el listín de la Bastilla es mejor que el de los dioses de Hesíodo, se nos parece más, nos refresca el cerebro. Así que, adelante, no nos detengamos, nombremos, nombremos, nombremos, recordemos a los famélicos, a los melenudos, a los napias, a los bizcos, a los tipos legales, a todo el mundo. Recordemos un instante a ese Saint-Éloy que, por una feliz casualidad de los nombres, vive en Saint-Éloi, y que se dedica al hermoso trabajo de encargado de una casa de baños; recordemos a Saveuse, el gendarme; a Sassard, el gilipollas; a Scribot, el destripaterrones; a Servant, el subalterno; a Serusier, el verdulero y a los dos Simonin, uno de Ludres, el otro de Bayona, y a Thurot, de Tournus, y al gran Athanase Tessier, a quien no conoce nadie, procedente de Gisors, solo sin duda, y que a los veintitrés años está allí, en medio de la multitud, feliz. Porque son rematadamente jóvenes los que están delante de los fosos de la Bastilla. Taboureux tiene veinte años, Thierry tiene veintiséis y el otro Thierry diecinueve, y el tercer Thierry, cuya edad desconocemos, no será mucho mayor; Tissard tiene veintitrés años, Touverey veintiuno, Tramont veinte, Tronchon veintiuno, Valin veintidós. No hay nada tan maravilloso como la juventud. Pero están también los nombres sin fecha, sin oficio, sin nada, más entrañables acaso, los Verneau, los Vichot, los Viverge, ¿quién da más? Está Perdue, alias Parfait; Paul, alias Saint-Paul; Vattier, alias Picard; Bouy, alias Valois. Bulit, alias Milor. Cadet, alias Labrié. Cholet, alias Bien-aimé. Están los padres y los hijos, los hermanos. Guillepain I y Guillepain II. Tignard I y Tignard II. Están Voisin I y Voisin II. Los dos Caqué. Los dos Camaille. Cuatro Baron. Están Berger y Bergère. Están Goutte y los dos Goutard. Están Petit, está Lenain. Está Villard, alias Commissaire. Está Becasson. Está Boulo, está Bourbier [...]
 La mayoría son extranjeros. Han venido a buscar trabajo y se arraciman en los suburbios. La región de donde proceden habla el bearnés, el vasco, el berrichón, el champañés, el borgoñón, el picardo, o el poitevino, y aun el sous-patois, el maraîchin, el mâconnais, el trégorrois y así hasta el infinito.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2019, en traducción de Javier Albiñana Serain, pp. 84-88. ISBN: 978-84-9066-642-5.]