domingo, 13 de julio de 2025

Poesías. El estudiante de Salamanca.- José de Espronceda (1808-1842)

 A la patria
Elegía

  «¡Cuán solitaria la nación que un día / poblara inmensa gente.
¡La nación, cuyo imperio se extendía / del ocaso al oriente!

¡Lágrimas viertes, infeliz ahora, / soberana del mundo
y nadie de tu faz encantadora / borra el dolor profundo!

Oscuridad y luto tenebroso / en ti vertió la muerte,
y en su furor el déspota sañoso / se complació en tu suerte.

No perdonó lo hermoso, patria mía; / cayó el joven guerrero,
cayó el anciano y la segur impía / manejó placentero.

So la rabia cayó la virgen pura / del déspota sombrío.
Como eclipsa la rosa su hermosura / en el sol del estío.

¡Oh, vosotros del mundo habitadores! / Contemplad mi tormento.
¿igualarse podrán ¡ah! qué dolores / al dolor que yo siento?

Yo desterrado de la patria mía, / de una patria que adoro,
perdida miro su primer valía / y sus desgracias lloro.

Hijos espúreos y el fatal tirano / sus hijos han perdido
y en campo de dolor su fértil llano / tienen ¡ay! convertido.

Tendió sus brazos la agitada España, / sus hijos implorando;
sus hijos fueron, mas traidora saña / desbarató su bando.

¿Qué se hicieron tus muros torreados? / ¡Oh, mi patria querida!
¿Dónde fueron tus héroes esforzados, / tu espada no vencida?

¡Ay! De tus hijos en la humilde frente / está el rubor grabado;
a sus ojos caído tristemente / el llanto está agolpado.

Un tiempo España fue: cien héroes fueron / en tiempos de ventura
y las naciones tímidas la vieron / vistosa en hermosura.

Cual cedro que en el Líbano se ostenta, / su frente se elevaba;
como el trueno a la virgen amedrenta, / su voz las aterraba.

Mas ora, como piedra en el desierto, / yaces desamparada
y el justo desgraciado vaga incierto / allá en tierra apartada.

Cubren su antigua pompa y poderío / pobre yerba y arena
y el enemigo que tembló a su brío / burla y goza en su pena.

Vírgenes, destrenzad la cabellera / y dadla al vago viento:
acompañad con arpa lastimera / mi lúgubre lamento.

Desterrados ¡oh Dios! de nuestros lares. / Lloremos duelo tanto:
¿quién calmará ¡oh España! tus pesares? / ¿Quién secará tu llanto?
[...]

El estudiante de Salamanca
Parte I

 
Era más de media noche, / antiguas historias cuentan,
cuando en sueño y en silencio, / lóbrega envuelta la tierra,
los vivos muertos parecen, / los muertos la tumba dejan.
Era la hora en que acaso / temerosas voces suenan
informes, en que se escuchan / tácitas pisadas huecas,
y pavorosas fantasmas / entre las densas tinieblas
vagan y aúllan los perros / amedrentados al verlas;
en que tal vez la campana / de alguna arruinada iglesia
da misteriosos sonidos / de maldición y anatema,
que los sábados convoca / a las brujas a su fiesta.
El cielo estaba sombrío, / no vislumbraba una estrella,
silbaba lúgubre el viento / y allá en el aire, cual negras
fantasmas, se dibujaban / las torres de las iglesias
y del gótico castillo / las altísimas almenas
donde canta o reza acaso / temeroso el centinela.
Todo en fin a media noche / reposaba y tumba era
de sus dormidos vivientes / la antigua ciudad que riega
el Tormes, fecundo río, / nombrado de los poetas,
la famosa Salamanca, / insigne en armas y letras,
patria de ilustres varones, / noble archivo de las ciencias.
Súbito rumor de espadas / cruje y un ¡ay! se escuchó;
un ay moribundo, un ay / que penetra el corazón, 
que hasta los tuétanos hiela / y da al que lo oyó temblor.
Un ¡ay! de alguno que al mundo / pronuncia el último adiós.

El ruido / cesó,
un hombre / pasó
embozado / y el sombrero
recatado / a los ojos
se caló. / Se desliza
y atraviesa / junto al muro
de una iglesia / y en la sombra
se perdió.

Una calle estrecha y alta, / la calle del Ataúd,
cual si de negro crespón / lóbrego eterno capuz
la vistiera, siempre oscura / y de noche sin más luz
que la lámpara que alumbra / una imagen de Jesús,
atraviesa el embozado, / la espada en la mano aún,
que lanzó vivo reflejo / al pasar frente a la cruz.»
 
 [El texto pertenece a la edición en español de Espasa-Calpe, 1978, en edición de José Moreno Villa, pp. 108-110 y 189-191. ISBN: 84-239-3047-5.] 
 

domingo, 6 de julio de 2025

Escritos escogidos.- Justus Möser (1720-1794)

 

I.-Selección de textos de las "Fantasías patrióticas"
34.-Ningún ascenso por méritos

  «Siento mucho, querido amigo, que se le reconozcan tan poco sus méritos; su reivindicación de que en un Estado se deberían reconocer única y exclusivamente los méritos auténticos es la cosa más insólita, con su permiso, que haya podido imaginar en una hora ociosa. Yo, por lo menos, premiado o no premiado, jamás permanecería en un Estado en el que se tuviese por norma dedicarle todo el honor exclusivamente al mérito. Premiado, no me hubiese atrevido a presentarme ante un amigo por temor a humillarlo demasiado; no premiado, hubiera vivido como  en una especie de ofensa pública, porque cualquiera hubiera podido decir de mí: "Este hombre no tiene méritos". Créame usted: mientras seamos hombres, es mejor que también la suerte y el favor distribuyan de cuando en cuando los premios a que la sabiduría humana los conceda a cada uno en virtud de sus méritos; es mejor que la cuna y la edad determinen como valores auténticos la jerarquía del mundo. Sí, me atrevo a decir que incluso no podría existir servicio alguno, si todo ascenso se basara exclusivamente en los méritos. Pues todos aquellos que tuviesen la misma esperanza que el ascendido -y ése, naturalmente, sería el caso de todos los que de alguna forma tuviesen una buena opinión de sí mismos- se ofenderían y se considerarían ultrajados. Su modo de pensar se volvería contra él, contra el servicio y contra el señor, se separarían con odio y enemistad, y en poco tiempo veríamos entre todos los soldados y empleados del Estado los altercados que normalmente se ven sólo en la Corte o en la Universidad, que es donde la fama de los méritos personales se tiene más en cuenta y que, por tanto, produce todas las faltas anteriormente mencionadas. Por el contrario, considere usted el caso en el que uno es ascendido por su elevada cuna; aquél, por los  muchos años de servicio y de cuando en cuando también por una feliz coincidencia, de manera que cada cual es muy libre de acariciar la idea de que el mundo no funciona por méritos; nadie podrá considerarse enseguida ultrajado; la propia estimación se tranquiliza, y se piensa: "La suerte y el tiempo también nos traerán nuestro turno". Con estos pensamientos disipamos nuestra preocupación, concebimos nuevas esperanzas, seguimos trabajando, soportamos a los felices y no se entorpece el servicio; en vez de que el alférez intente disimuladamente perjudicar al teniente y éste al capitán si el superior es antepuesto al inferior sólo por poseer más méritos. La mayor discordia tiene lugar por lo común entre los generales porque los cometidos principales exigen a veces mayores méritos. La desavenencia sería general si los oficiales ascendieran conforme a los principios por los que los generales son elegidos para los diferentes cometidos.
 ¡Cuántas injusticias se cometerían en un Estado bajo la apariencia de fomentar los méritos! El principio no es siempre un juez prudente; tampoco puede dominar todo desde su puesto. A éste le influirá un valido; a aquél una querida, y seguramente el zoquete más audaz eliminaría al artista más sencillo; el adulador obsequioso, al pacífico hombre honrado; el inquieto planeador, al funcionario de Hacienda experimentado, y el resplandor, siempre a la verdad. El príncipe, que muy probablemente no sería un gran hombre comprensivo y honrado al mismo tiempo, se encontraría en el mayor de los apuros o se convertiría, bajo el pretexto de premiar el mérito, en un déspota oriental que primero, según un principio parecido, nombraría a un esclavo primer ministro, mezclando todas las clases de hombres y convirtiéndose en un monstruo. El que quisiera vivir tranquilo en el mundo, disfrutar de la dulzura de la amistad, conservar la aprobación de los honrados y fomentar grandes proyectos, negaría sus méritos y tendría que tener sumo cuidado en evitar una recompensa material por los mismos.
 Si los hombres no hubiésemos sido creados así, si cada uno no tuviera la mejor opinión de sí mismo, sin duda sería diferente. Mientras conservemos nuestra forma de ser actual y nuestras pasiones, mientras de algún modo sea necesario que todos tengamos una buena opinión de nosotros mismos, me parece que el ascenso según los méritos es precisamente un medio para enmarañarlo todo. Ya ahora existe entre los militares una especie de ley por la que el oficial más antiguo tiene que retirarse si se le coloca delante uno más joven. ¿Qué sucedería entonces si el ascenso fuese según méritos, si de pronto el general ayudante, que ahora está destinado como consejero de un general de edad, fuese antepuesto a éste y a todos los demás? ¿No se ofendería a todos ellos públicamente colocándolos en la tesitura de tener que servir más tiempo, si es el mérito el que decide todo?
 Es verdad que un gran rey de nuestra época ha inventado un medio para calmar los ánimos en estos casos. Con frecuencia pasa por alto la jerarquía con respecto a los años de servicio, prefiere a uno más apto que al de mayor edad y asciende después de algún tiempo a uno de los ignorados de forma tan lisonjera, que todo postergado siempre estará en duda de si el rey lo reservó para un ascenso mejor o lo relegó por falta de méritos. Un procedimiento así tendrá que ser considerado como algo extraordinario; el empleo de esas medidas sólo conviene al señor, a quien su entendimiento y experiencia capacitan para su uso. En cualquier otra mano sería lo más peligroso para la tranquilidad de los hombres y el camino más claro para la esclavitud más extrema.
 Usted me objetará que en los casos de grandes méritos también se encuentra siempre humildad y moderación, y con ayuda de estas virtudes, el que es feliz se reconciliaría fácilmente con el que es infeliz y se ahogarían las sensaciones de odio y envidia que se podrían producir en el corazón de todo relegado en detrimento del servicio. Tan pronto como se reconozcan y recompensen los méritos públicamente se le estimarán a uno la humildad y la moderación sólo para la política, y en este sentido no se podrá esperar ningún cambio. Sí, quiero decir que muchas veces la humildad sólo aumenta el enfado del no recompensado, porque él no pocas veces desea encontrar una falta en el que es feliz para, por su propia tranquilidad, poderlo odiar de una forma tanto más legal; así somos los hombres. Además, el Estado no equilibra los méritos como el profesor de moral. Aquél prefiere, con razón, a grandes talentos, aun cuando éstos vayan acompañados de orgullo e inmodestia, que a una humildad menos hábil.
 Ese Estado también sería muy desgraciado si no poseyera muchos, muchísimos más hombres con méritos de los que él pudiese recompensar; con este supuesto siempre sería desagradable para muchísimos hombres el tenerse que imaginar que el recompensado también sería el más excelente entre todos, que cada banda de una condecoración indicaría al mejor caballero. Ahora bien, pueden pensar para su tranquilidad que la suerte y no el mérito ha elevado a ése, o repetir con el poeta: "Aquí cubre una gran estrella un corazón pequeño". Si todo funciona según méritos, desaparecería completamente el consuelo necesario, y el zapatero que con gran contento martillea en sus hormas, mientras pueda pensar que podría remedar algo superior a las zapatillas de la señora del alcalde, de ningún modo podría ser feliz si en el mundo se considerasen unos méritos.
 Por tanto, querido amigo, ¡deje que desaparezcan esos pensamientos exaltados sobre la felicidad de un Estado en el que todo habría de regirse según los méritos! Donde gobiernan hombres y sirven hombres, la cuna, la edad o los años de servicio son todavía la regla más segura y la menos ofensiva para los ascensos. Al genio creador o a la capacidad verdadera no le va a perjudicar esta regla; pero una excepción de este tipo es muy rara, y sólo ofenderá a los malos corazones.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editora Nacional, 1984, en edición preparada por Mª Luisa Esteve Montenegro, pp. 136-139. ISBN: 84-276-0647-8.]