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domingo, 29 de junio de 2025

Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú.- Mary Douglas (1921-2007)


II.- La profanación secular 

«Existen dos notables diferencias entre nuestras ideas europeas contemporáneas acerca de la profanación y aquellas llamadas de las culturas primitivas. Una es que el acto de evitar la suciedad es para nosotros cosa de higiene o estética, sin tener nada que ver con nuestra religión. En el capítulo 5 (Mundos Primitivos), diré más sobre la especialización de ideas que separa de la religión a nuestras nociones acerca de la suciedad. La segunda diferencia es que nuestra idea de la suciedad está dominada por el conocimiento de los organismos patógenos. La transmisión de las bacterias de la enfermedad fue un gran descubrimiento del siglo XIX. Produjo la revolución más radical que haya tenido lugar en la historia de la medicina. De tal manera ha transformado nuestras vidas que se hace difícil pensar en la suciedad como no sea en el contexto de lo patógeno. Sin embargo, nuestras ideas de la suciedad no son a todas luces tan recientes. Seamos capaces de hacer un esfuerzo y pensemos retrospectivamente más allá de los últimos cien años, y analicemos después las bases para evitar la suciedad antes de que hayan sido transformadas por la bacteriología; antes, por ejemplo, de que considerásemos abstraer lo patógeno y la higiene de nuestra noción de la suciedad, persistiría la vieja definición de ésta como materia puesta fuera de su sitio. Este enfoque es ciertamente muy sugestivo. Supone dos condiciones: un juego de relaciones ordenadas y una contravención de dicho orden. La suciedad no es entonces nunca un acontecimiento único o aislado. Allí donde hay suciedad hay sistema. La suciedad es el producto secundario de una sistemática ordenación y clasificación de la materia, en la medida en que el orden implica el rechazo de elementos inapropiados. Esta idea de la suciedad nos conduce directamente al campo del simbolismo, y nos promete una unión con sistemas de pureza más obviamente simbólicos.
 Podemos reconocer en nuestras nociones de suciedad el hecho de que estamos empleando un compendio universal que incluye todos los elementos rechazados por los sistemas ordenados. Se trata de una idea relativa. Los zapatos no son sucios en sí mismos, pero es sucio colocarlos en la mesa del comedor; la comida no es sucia en sí misma, pero es sucio dejar cacharros de cocina en el dormitorio, o volcar comida en la ropa; lo mismo puede decirse de los objetos de baño en el salón; de la ropa abandonada en las sillas; de objetos que debieran estar en la calle y se encuentran dentro de casa; de objetos del piso de arriba que están en el de abajo; de la ropa interior que asoma allí donde debiera estar la ropa de vestir, y así sucesivamente. En pocas palabras, nuestro comportamiento de contaminación es la reacción que condena cualquier objeto o idea que tienda a confundir o a contradecir nuestras entrañables clasificaciones.
 No debemos forzamos en centrarnos exclusivamente en la suciedad. Definida de este modo aparece como categoría residual, rechazada de nuestro esquema normal de clasificaciones. Al tratar de concentrarnos exclusivamente en ella contrariamos nuestro más fuerte hábito mental, pues parece que sea cual fuere la cosa que percibimos está organizada en configuraciones de las que nosotros, los perceptores, somos en gran medida responsables. Percibir no consiste en permitir pasivamente a un órgano -digamos la vista o el oído- que reciba de afuera una impresión prefabricada, como paleta que recibiese manchas de pintura. El reconocimiento y el recuerdo no se limitan a revolver viejas imágenes de impresiones pasadas. Se está generalmente de acuerdo en que se hallan esquemáticamente determinadas desde un comienzo. En tanto que perceptores seleccionamos de entre todos los estímulos que caen bajo el área de nuestros sentidos aquellos que únicamente nos interesan, y nuestros intereses están regidos por la tendencia a hacer configuraciones a veces llamadas schema (ver Bartlett, 1932). En el caos de impresiones cambiantes cada uno de nosotros construye un mundo estable en el que los objetos tienen formas reconocibles, están localizados en profundidad y tienen permanencia. Al percibir estamos construyendo, captando algunas sugestiones y rechazando otras. Las sugestiones más aceptadas son aquellas que se ajustan más fácilmente dentro de la configuración que se está construyendo. Las sugestiones ambiguas tienden a ser tratadas como si armonizasen con el resto de la configuración. Las discordantes tienden por el contrario a ser rechazadas. Si las aceptamos hemos de modificar la estructura de los supuestos. A medida que avanza el conocimiento, nombramos los objetos. Sus nombres afectan entonces la manera en que los percibiremos la próxima vez: ya rotulados resultan más rápidamente introductibles en sus compartimientos para el futuro. 
 A medida que pasa el tiempo y que las experiencias se acumulan hacemos inversiones cada vez mayores en nuestro sistema de rótulos. De modo que se van construyendo prejuicios conservadores. Estos nos infunden confianza. En cualquier momento podemos tener que modificar nuestra estructura de supuestos para acomodar en ella las nuevas experiencias, pero mientras más coinciden con el pasado las experiencias, tanta mayor confianza tendremos en nuestros supuestos. Los hechos incómodos, que se niegan a ajustarse, tendemos a ignorarlos o a distorsionarlos para que no turben estos supuestos establecidos. Cualquier cosa, de la que tenemos noticia, es, de un modo general, preseleccionada y organizada en el mismo acto de percibir. Compartimos con otros animales una especie de mecanismo de filtración que sólo deja entrar desde el comienzo sensaciones que sabemos usar,
 ¿Pero qué pasa entonces con las otras sensaciones? ¿Qué ocurre con las posibles experiencias que no pasan el filtro? ¿Es acaso posible forzar la atención hacia rutas menos habituales? ¿Somos siquiera capaces de examinar el propio mecanismo de filtración? 
 Podemos ciertamente obligarnos a observar cosas que nuestra tendencia a la esquematizaci6n nos han hecho dejar de lado. Siempre es un choque descubrir que nuestra primera observación fácil ha incurrido en error. Incluso el hecho de mirar fijamente por un aparato distorsionante de imágenes hace que algunas personas lleguen a sentirse físicamente enfermas, como si se atacase a su propio equilibrio. La señora Abercrombie sometió a un grupo de estudiantes de medicina a una serie de experimentos destinados a demostrarles el alto grado de selección que usamos en las más sencillas observaciones. «Pero no podemos vivir en un mundo de gelatina», protestó uno. «Es como si mi mundo se hubiese partido en dos». Dijo otro. Otros reaccionaron de un modo mucho más hostil.» 

  [El texto pertenece a la edición en español de Siglo XXI Editores, 1973, en traducción de Edison Simons, pp. 54-57. ISBN: 84-323-0115-9.]

domingo, 22 de junio de 2025

Un hombre acabado.- Giovanni Papini (1881-1956)

Allegretto
XLV.- Precisamente por esto

  «Es difícil, creo yo, encontrar otro ser que haya sufrido mayor fracaso en toda su vida. Nada me queda por perder. Todos los hilos y los puntales que sostienen a los demás están cortados. Tanto los que bajan del cielo como los que encadenan a la tierra. Estoy en el fondo de la sima del mal; he renunciado, he debido renunciar; he abandonado y me han abandonado.
 Mis conocimientos no me bastan; los hombres me fastidian; las mujeres aún más; la literatura me asquea; la inspiración no acude a mí; la gloria me produce náuseas; mi vida es sucia y tediosa; mi cuerpo se deshace y mi primer y máximo deseo, el deseo del sumo poder, ya no existe, ni siquiera como deseo. Todas las tablas de valores han saltado hechas astillas en estas convulsiones interiores; toda esperanza se ha apagado en la oscuridad de estos años; las áncoras posibles de salvación no son más que ganchos que permanecen clavados en tierra, para una vida que carece de promesas e invitaciones.
 La representación ha terminado; los decorados se amontonan junto al muro, las luces se apagan, las cantantes se despojan de sus disfraces de reina y parten en coche, vestidas de negro; quedan los instrumentos allí, abandonados y sin voz, junto a las partituras cerradas que jamás volverán a abrirse. La última fiesta terminó con la postrera nota que aún vibra en el aire, para dar el "la" a este silencio demasiado vacío. Sólo quedan dos caminos: idiotizarse por completo o matarse.
 Sin embargo todavía siento en mí una enorme voluntad de vivir. No quiero morir. Quiero comenzar de nuevo la vida. Quiero hallar otros momentos para vivir. Y vivir a pesar de todo, suspendido de la nada, sin hilos sobre mi cabeza, sin puntales tras mi espalda, sin muletas bajo mis sobacos. Pero vivir todavía, vivir siempre, vivir en el pleno sentido de la palabra, vivir con los ojos y con las manos, con el cerebro y con el hígado, vivir aún diez, veinte, treinta años. Hasta que sepa conquistar mi pedazo de pan en el horno del mundo y sepa decir mis palabras en los coros disonantes de los hombres.
 No quiero morir, ni del todo, ni a medias, ni como alma, ni como cuerpo. Hay en mí algo más fuerte que todas las derrotas; hay un escollo plantado en medio de mi alma que resiste todas las tempestades que lo han cubierto en los últimos tiempos. Hay una bestia que quiere comer, hay dos piernas que quieren caminar, hay un cerebro que quiere pensar, una mano que quiere escribir. ¿Por qué razón? ¿En nombre de qué fe? ¿A la vista de qué meta? La bestia no lo sabe, la bestia no es intelectual, la bestia no es religiosa, la bestia no comprende nada; pero no quiere declararse vencida. Si las banderas son arriadas, permanecen las murallas; si las palabras ya no corresponden a los hechos, ¡al diablo las palabras y vivan los hechos! El hecho resiste y existe, el hecho es irrefutable y prepotente, el hecho no quiere morir.
 No es solamente la sangre la que no quiere detenerse. El mismo yo, que fue cerrando una tras otra todas las ventanas de las posibilidades, y debió renunciar hasta a la última, aquélla que da sobre lo imposible, no quiere desertar. Permanece en la oscuridad, sin fuerzas y sin deseos: pero no quiere aniquilarse. Aguarda siempre. No espera nada, pero aguarda. Si llegase lo peor, lo aceptaría; pero no quiere arrojarse al abismo donde comienza la nada, sin mantener siquiera la esperanza del dolor.
 El yo más profundo está enteramente pisoteado y martirizado, pero este martirio constituye para él un placer porque significa existir, significa oponerse a algo. Esta persecución de que le hace objeto el destino le da la certeza de que existe en él algo que merece la pena tenerse en cuenta, le da conciencia de su importancia en el universo. Él ha descendido hasta el fondo del abismo. Ya no puede moverse; debe cavarse la fosa o subir de nuevo hacia la luz. No puede obrar de otro modo. Y entonces el hombre acabado sale al exterior y comienza un nuevo capítulo.
 Pero este nuevo capítulo no se asemeja en absoluto a todos los demás. Las cosas que negó, negadas permanecen; no pido que vuelvan a mí los sueños abandonados; las ambiciones que desprecié también hoy las rehúso; los hombres que me esquivaron también hoy los mantengo alejados de mí; los propósitos que cegaron mis ojos están lejos para siempre. ¡Qué importa! Se inicia una nueva senda. El secreto ha sido hallado. Una última posibilidad de grandeza aparece ante mí, y yo no la rehúso. Sólo por ella florece de nuevo el desierto en silencio, y brillan las pupilas, avergonzadas bajo los párpados enrojecidos. Todavía puedo ser un héroe. Tengo necesidad de tenerme en gran estima para no verme obligado a aniquilarme; y es este nada lo que me salva.
 Sé que ningún resultado darán los humanos esfuerzos. Sé que todos nuestros edificios quedarán destruidos; que de nuestros ideales, aun los alcanzados y dominados, se precipitarán en la eterna oscuridad del olvido, en el vacío del no ser.
 Ninguna esperanza resta en mi corazón; ninguna promesa puedo hacerme a mí mismo y a los demás; ninguna compensación puedo prever por mis actos; ningún resultado por mis pensamientos. El futuro, este encantador de todos los hombres, esta causa perpetua de todos los efectos, no es para mí nada más que la desnuda perspectiva del aniquilamiento.
 Sin embargo, ante tan espantoso espectáculo, ante tan tremenda desesperanza, ante esta carrera hacia el abismo, no me altero ni retrocedo. Consiento en seguir viviendo. Todo cuanto haga será inútil, pero precisamente por esto me siento impelido a hacerlo. La nada -nada de mí mismo, de mi obra, del mundo entero- es el punto de llegada de cualquier esfuerzo mío, y precisamente por esto seguiré esforzándome hasta que la tierra me llame a su oscuro reposo.
 Quiero abjurar de todo mi pasado utilitario. Todos los hombres buscan una recompensa, un pago por todo cuanto hacen. Incluso las acciones que parecen más espirituales -actos de creación, actos de fe y de amor- esperan su premio, exigen, antes o después, ser saldadas. Nadie hace nada por nada. Hasta las religiones, hasta las artes, hasta las filosofías, se fundan en la ganancia. Las obras humanas, sin excepción de ninguna clase, son letras que deben ser pagadas. El vencimiento será más o menos largo, pero siempre llega el día de las cuentas. Si los hombres supiesen con seguridad que alguno de sus actos no será recompensado más tarde o más temprano, nadie se preocuparía de obrar.
 Yo mismo, en el pasado, fui el más ávido de estos gananciosos.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Argos Vergara, 1980, en traducción de Vicente Santiago, pp. 219-222. ISBN: 84-7017-920-9.]
 

lunes, 16 de junio de 2025

"Son las cinco".- El galgo de Paiporta

 


"Son las cinco y no he comido, creo que también es importante".









 [La frase pertenece al ególatra denominado "el galgo de Paiporta", pronunciada el 16 de junio de 2025, a las 5 de la tarde en la casa delincuencial socialista.]

 [Nota: "En las esquinas grupos de silencio, [...] las heridas quemaban como soles [...] y el gentío rompía las ventanas, [...] ¡qué terribles cinco de la tarde!, ¡eran las cinco en todos los relojes!, ¡las cinco eran en sombra de la tarde!" (versos que pertenecen al poema "Llanto por Ignacio Sánchez Mejías" de Federico García Lorca) cuando el galgo de Paiporta abría su boca de bestia perezosa, mezquina y canallesca y emitía un "no he comido" gargantuelesco y pantagruélico que movía, aún no se colige bien, si al asco o a la risa grotesca...]     


domingo, 15 de junio de 2025

Arte de las putas.- Nicolás Fernández de Moratín (1737-1780)

  Canto I

 «¡Ojalá que los hombres no forniquen, / si esto es posible, pero si no hay remedio,
ojalá que los vicios se limiten / a éste sólo; mueran los traidores
pérfidos, sin ley, y usurpadores / y se comprobará si pierde o gana el mundo!
Pero el principio en que mi arte fundo / ¿quién afirmará que destruye lo que enseña?
Atended. A la mujer más pedigüeña / enseño a no pagar el vil trabajo.
Si esta lección tomara todo majo, / obra de caridad sin duda fuera,
pues cada cual con tanto fracaso viera / que no sirve para nada el putaísmo,
si no el hambre, la miseria y el abismo.
Si hay algún camino de extinguir las putas / es sólo no pagarlas: mil oficios
y fábricas insignes se destruyeron / después que su labor sin premio vieron.
Pero si saben que con abrir las piernas / se abren las duras bolsas y hacen tiernas,
¿qué han de hacer sino alzar los guardapieses / para tomar el oro que no caiga
al suelo, y vergonzosas o corteses / procurarse tapar con la camisa
la cara como algunos santos frailes?
Las hazañas del fiero Masinisa, / ¿qué son más que delitos abominables?
César, Mario y Eneas divinizado, / ¿qué fueron sino renombrados malhechores?
y esto les mereció versos y loores / que los dioses (si es posible) han envidiado.
¿A quién mayores males ha causado / el Macedón terrible? ¿A la Roxana
cuando en el lecho oriental la acariciaba / y a la Reina Talistres que buscando
le vino para holgarse trece noches, / o a Darío, a quien del reino despojado
causó la muerte, y de otros tantos millares, / y al corpulento Poro que, arrogante,
cayó desde su soberbio elefante, / sin fuerzas y sin reino y sin blasones
y sin contemplar más la luz de las estrellas? / Contesten ellos y contesten ellas.
La inconsideración llama borrones / de su historia el amar a las mujeres
y grandeza matar millares de hombres, / y el irascible don Pedro de Castilla
fue cruel por matar a Don Fadrique / pero no por empreñar a la Padilla.
Pero si alguno hubiese que conteste / que más valiera ser mi lengua muda
que para propinarle azotes muy crueles / no es bien que muestre a Venus tan desnuda,
sepa no escribo yo contra las leyes. 
Si esto se mira con intención buena, / en las Cortes de Soria nuestros reyes
con mantillas de grana distinguieron / a las putas, y así las permitieron.
Todas las cosas las malvadas almas / corrompen siempre: suprímanse las fiestas
de toros, las devotas romerías / y los teatros, ¿qué hay en las comedias
sino perversión? Artes que pregonan / con blandas y traidoras discreciones
el modo de engañar los corazones. / ¡Oh, cuántas honras destruyó la Puerta
del Sol! ¡Cuántos escándalos se lloran / en la profanación de las iglesias!
¿Quién acabar puede con todas estas cosas?
 Ni es prodigio que mi verso advierta / los riesgos cual los señala el navegante
porque los huya quien está ignorante, / ni el vuelo extrañará de fantasía
perniciosa quizás, el que no ignore / lo que es la burla, invención y poesía.
Y el que por mal camino mi arte tome / culpa es suya: panales y ponzoña
salen del jugo de unas mismas flores. / El precavido caminante y el que roba
ciñen el lado de la amiga espada / con intenciones bien diversas todas.
¿Qué hay más útil que el fuego' Pero si intenta / alguno destruir templos y ciudades
¿qué cosa existe que produzca más maldades? / ¿Temes quizás que las tiernas almas
pervierta de los niños inocentes / con mi verso? ¡Ah, piedades imprudentes!
¡Oh padre de familia vigilante! / ¡Oh ayo, acaso sopista e ignorante!
¿No apartas de su mano delicada / las tijeras y puntas de cuchillos,
pistolas y los filos de Toledo, / no por malas en sí, sino por miedo
de que les perjudique lo que luego sirve? / Pues estas artes enseñar te prohíbo
así como, al pequeñuelo infante / hasta que en la virtud esté ya firme.
Intenta educar bien y no reduzcas / a ciertas ligeras fórmulas externas
el nombre de virtud enmascarado. / Al joven, cual se debe, ya educado
nada le ofenderá, ni ignorar puede / la utilidad a cada miembro destinado.
Si a las artes se inclina, la pintura / le enseñará los femeninos miembros
haciendo fuerza Andrómeda desnuda. / El arte del divino Policteto
le inducirá a copiar en la Academia, / sin velo ni vergüenza, la hermosa Venus;
y así esculpió el cincel hecho una uva / al Baco de Aranjuez sobre la cuba.
Os parecerá terrible ver reflejado / por mis versos un fraile y una monja
que se están a placer refocilando; / pues ¿cuánto más horrible es ver pintada
la espantosa y cruel carnicería / que en inocentes víctimas se hacía
por Herodes; las honestas compañeras / con Úrsula morir; o derribada
del Salvador la estatua, sacrilegios / atroces del feroz Iconoclasta?»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Brontes, 2012, en adaptación de Francesc LL. Cardona, pp. 33-41. ISBN: 978-84-15171-86-7.]

domingo, 8 de junio de 2025

Crimen y castigo.- Fedor Dostoievski (1821-1881)

 Primera parte

I

 «En una calurosa tarde de principios de julio, un joven salió del cuchitril que había realquilado en la callejuela de S. y se encaminó lentamente, como indeciso, hacia el puente de X.

 En la escalera esquivó felizmente el encuentro con la patrona. El cuchitril del joven se encontraba debajo del tejado mismo de una alta casa de cinco pisos y más que una habitación parecía un armario. La mujer que se la había alquilado, con derecho a comida y servicio, vivía más abajo, en la misma escalera. Cada vez que el joven salía a la calle, tenía que pasar forzosamente por delante de la cocina de su patrona; esta cocina daba a la escalera y la puerta estaba casi siempre abierta de par en par. Al pasar por allí, el joven experimentaba una enfermiza sensación de temor, que le avergonzaba y le hacía fruncir el ceño. Endeudado hasta la coronilla con la casera, temía encontrarse con ella.

 No se podía decir que fuese miedoso o tímido, sino todo lo contrario; pero, desde hacía cierto tiempo, el joven se hallaba en un estado de excitación y angustia rayano en la hipocondría. Se había replegado hasta tal punto sobre sí mismo y se había aislado tanto de los demás, que le producía aprensión la idea de cruzarse, no ya con la dueña de su casa, sino con cualquiera otra persona. La pobreza le tenía abatido. Pero, últimamente, incluso su penosa situación había dejado de preocuparle. Se había desentendido por completo de las cuestiones del diario vivir y no quería ocuparse de ellas. En el fondo, no tenía ningún miedo de su patrona, por más que ésta maquinara algo contra él. Pero detenerse en la escalera, escuchar las cosas desagradables de cada día, que le tenían sin cuidado; la insistencia en que abandonara la pensión, las amenazas, las quejas y, encima, el tener que inventar disculpas, excusarse, mentir... No, era preferible escabullirse como un gato, procurando no ser visto de nadie. Esta vez, empero, al salir a la calle hasta él mismo se sorprendió de haber temido encontrarse con su acreedora.

 "¡Con lo que estoy preparando y tener miedo de semejantes pequeñeces!", pensó, sonriendo de modo extraño. "¡Hum...! Es cierto..., todo está en manos del hombre y por cobardía deja que todo se le escape; sólo por cobardía... Es axiomático, no hay duda; resulta curioso. ¿Qué es lo que más teme el hombre? Un nuevo paso, una nueva palabra suya, eso es. Pero divago demasiado. He aquí por qué no hago nada, porque divago tanto. Aunque quizá la cosa sea que divago precisamente porque no hago nada. Ha sido durante este último mes cuando he aprendido a divagar de este modo, pasándome días enteros tumbado en un rincón y pensando... en las musarañas. Bueno, ¿por qué voy allí ahora? ¿Acaso soy capaz de hacer esto? ¿Acaso es serio esto? No lo es, ni mucho menos. Mas procuro consolarme por el gusto de fantasear, de entretenerme con unos juguetes. ¡Esto es, con unos simples juguetes!"
 El calor de la calle era espantoso. El aire sofocante, la muchedumbre, la cal, los andamios, los ladrillos, el polvo y el especial mal olor tan conocido de los petersburgueses que no tienen medios para alquilar una casa de campo, todo sacudió de golpe, desagradablemente,  los nervios ya alterados del joven. El insoportable tufo de las tabernas, muy numerosas en aquella zona de la ciudad, y los borrachos que salían por todas partes, a pesar de ser aquél un día de trabajo, coronaban el aspecto repugnante y triste del cuadro. En los finos rasgos del joven se dibujó durante un instante una mueca de profundo asco. Digamos de paso, que tenía muy buena presencia, hermosos ojos negros, pelo rubio oscuro y talla superior a la mediana, y era delgado y esbelto. Mas pronto cayó en profundo ensimismamiento o, mejor dicho, en un estado semejante al de la inconsciencia, y prosiguió su camino sin preocuparse de lo que le rodeaba, sin querer siquiera darse cuenta. De vez en cuando, balbuceaba algo entre dientes, lo que se debía a su costumbre de monologar, como acababa de confesarse. En aquel momento descubrió que sus pensamientos se enturbiaban y que estaba muy débil: hacía dos días que apenas comía.
 Iba tan mal vestido, que otra persona, incluso acostumbrada a vestir mal, se habría avergonzado de salir a la calle en pleno día con aquellos andrajos. Cierto es que en aquel barrio resultaba difícil sorprender a nadie por el modo de vestir. La proximidad de la Plaza del Heno, la abundancia de ciertas instituciones y el carácter casi exclusivamente obrero de la población hacinada en las calles y callejuelas del centro de Petersburgo, salpicaban a veces el panorama general con individuos extravagantes, y hubiera sido sorprendente que alguien se extrañara de encontrar un espantapájaros como aquel joven. Pero en el alma del joven se había acumulado tanto despecho rencoroso, que a pesar de su susceptibilidad, a veces infantil, no le avergonzaba, ni mucho menos, salir a la calle con sus harapos. La cosa hubiera sido distinta si se hubiese topado con un conocido o un antiguo compañero suyo. No le gustaba encontrarlos. No obstante, cuando un borracho, al que llevaban en aquel momento por la calle, no se sabe por qué ni adónde, en una enorme carreta arrastrada por un enorme percherón, empezó a gritar a pleno pulmón, señalándole con la mano: "¡Eh, tú, el del sombrero alemán!", el joven se detuvo de pronto y se quitó nerviosamente el sombrero: era alto, redondo, a lo Zimmermann, completamente desteñido, lleno de agujeros y de manchas, sin ala, ridículamente torcido a un lado, muy torcido. Lo que experimentó el joven no fue vergüenza sino un sentimiento muy distinto, parecido más bien a la alarma.
 -¡Ya me lo temía! -balbuceó turbado-. ¡Me lo figuraba! ¡Esto es lo peor! ¡Cualquier tontería por el estilo, la pequeñez más estúpida, puede dar al traste con todo! Claro, este sombrero, llama demasiado la atención. Es ridículo y por eso llama la atención. Llevando estos harapos, lo que necesito es una gorra, aunque esté vieja y rota, y no un adefesio, que nadie lleva, que se distingue y llama la atención a una legua de distancia. Además, se graba en la memoria. He aquí lo peor; lo recuerdan, y ya tienen una pista. En estos casos es necesario pasar inadvertido siempre que se pueda. ¡Los detalles! Lo más importante son los detalles. Las pequeñas cosas son las que echan todo a perder...
 No tenía que andar mucho; sabía incluso cuántos eran los pasos desde la puerta de su casa: setecientos treinta; ni uno más. Los había contado una vez que se dejó arrastrar por sus quimeras. Entonces no creía en sus devaneos, entonces sólo lograban irritarle por su monstruosa, aunque seductora, insolencia. Pero, al cabo de un mes, el joven comenzaba a ver las cosas de otro modo y, a pesar de sus cáusticos soliloquios acerca de su impotencia y su indecisión, sin darse cuenta y hasta sin querer se había acostumbrado a considerar como una empresa realizable su "monstruosa" quimera, aun cuando no confiase todavía en sí mismo. Iba entonces a verificar un ensayo de su empresa y, a cada paso que daba, la inquietud se apoderaba más y más de él.  
 Con el corazón en el puño y un nervioso temblor, llegó frente a una casa enorme, una de cuyas paredes daba a un canal, y otra a la calle de X. El edificio, dividido en pequeños pisos, estaba habitado por gente de todos los oficios: sastres, cerrajeros, cocineras, alemanes de ocupaciones diversas, mozas de partido, pequeños funcionarios, etc. La gente iba y venía sin parar por sus dos portales y sus dos patios. Prestaban servicio tres o cuatro porteros. El joven se alegró mucho de no cruzarse con ninguno de ellos y se escabulló sin ser visto por la escalera de la derecha de un portal, una escalera oscura y estrecha, "negra". Él ya sabía que era así, había estudiado aquellos pormenores y le gustaban: en aquella oscuridad ni siquiera las miradas curiosas eran de temer. "Si ahora tengo tanto miedo, ¿qué ocurriría si la cosa fuera de verdad?", pensó, a pesar suyo, al llegar al cuarto piso. Unos mozos de cuerda, soldados licenciados, le cerraron allí el camino; sacaban muebles de un piso. El joven estaba enterado de que allí vivía con su familia un funcionario alemán. "Así pues, el alemán se va, por consiguiente, en la cuarta planta de esta escalera, en este rellano, no habrá durante cierto tiempo más piso ocupado que el de la vieja. Está bien, por si acaso..." Llamó a la puerta de enfrente. La campanilla sonó débilmente, como si fuese de hojalata y no de cobre. En los pequeños pisos de semejantes viviendas, las campanillas son casi siempre así. Había olvidado el timbre de la campanilla y su sonido especial le recordó algo, le hizo ver claramente...»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1982, en traducción de Augusto Vidad, pp. 5-9. ISBN: 84-7530-021-9.]

domingo, 1 de junio de 2025

Pequeñeces.- Luis Coloma (1851-1915)

 

 Libro primero
VII

 «Era el marqués de Butrón una de esas medianías que en los tiempos de escasas notabilidades pasan por eminencias, debiendo sólo su altura a la escasas proporciones de los hombres y cosas de su época. Hase dicho, sin embargo, que no hay hombre grande para su ayuda de cámara, y no se libraba el gran Robinsón de esta ley general de las ilustres celebridades. Consistía, pues, una de sus secretas flaquezas en teñirse cuidadosamente la barba, blanca ya por completo, para ponerla al nivel de su todavía abundante cabellera, que se conservaba negra como las alas del cuervo.
 Disponíase, pues, el respetable diplomático en aquella mañana del 26 de junio a esta operación importantísima, cuando le pasaron precipitadamente el recado de Currita. El peludo señor perdió por completo la cabeza, y temiéndolo todo de la bellaquería de la Condesa, que tenía él muy bien conocida, pidió a toda prisa un simón, y sin acordarse para nada de que su barba sin teñir iba a revelar el hasta entonces bien guardado secreto a las lenguas más hábiles en cortar sayos que encerraba la corte, corrió al palacio de aquella equívoca oveja que tanto le importaba conservar en el redil alfonsino. Los polizontes  que guardaban la puerta le dejaron pasar, según la consigna, mirándole con esa especie de receloso respeto que a las gentes bajas de un partido causan siempre los pájaros gordos del partido contrario.
 La noticia de su llegada causó sensación profundísima entre la turba de amigos y amigas que invadía el palacio, y todos, hasta los que en el comedor se hallaban, corrieron a su encuentro. Su presencia allí daba al suceso una importancia y un colorido que había muy bien calculado Currita al mandarle buscar con tanta urgencia. El gran Robinsón extendió ambos brazos al verla, exclamando: "¡Hija mía!", y la dama se dejó caer en ellos con filial abandono, sollozando fuertemente y mostrando a sus hijos, que se agarraban asustados a la falda de miss Buteffull, siempre tiesa e impasible.
 El coro general de damas comenzaba a emocionarse; pero acertó a reparar Gorito Sardona en la desteñida barba del diplomático, y apresuróse a comunicar el descubrimiento al oído de Carmen Tagle; echóse a reír ella, díjole a su vecina, ésta al que tenía al lado, y a poco una porción de solapadas risitas hacían fracasar por completo la parte patética del espectáculo.
 Butrón, sin embargo, no cayó en la cuenta y con el majestuoso continente que las circunstancias requerían, arrastró con suavidad a Currita al próximo gabinete. Sudaba como un pato y la camisa no le llegaba al cuerpo, temiendo alguna nueva trapisonda de la ilustre condesa que viniera a desacreditar sus manejos diplomáticos. Azorado, y en voz baja, y mirando a todas partes, como si temiese ver aparecer los polizontes que invadían el palacio, le dijo:
 -Pero, ¿qué es esto?... ¡Habla, hija mía!...
 Currita se dejó caer en un sofá, cubriéndose el rostro con un pañuelo.
 -¡Estoy perdida! -dijo.
 El respetable Butrón abrió la boca como si fuera a tragarse un queso entero.
 -¡Fernandito es un imbécil! -continuó Currita muy afligida.
 Butrón movió de arriba abajo la cabeza en señal de profundo asentimiento.
 -Le ha engañado Martínez... Me ha comprometido atrozmente... Es horrible, horrible... ¡Infame, Butrón, infame!
 -¡Habla bajo! -exclamaba el diplomático, sobresaltado-. Sosiégate, hija mía, sosiégate... y cuenta para todo conmigo... Para todo, ¿lo oyes?... para todo...
 Y con las dos peludas manos apretaba Robinsón, con efusión paternal, la mano de Currita.
 -Lo sé, Butrón, lo sé, y por eso acudí a usted al punto -dijo ella más sosegada-. ¡Pero es horrible, horrible!... ¡Figúrese usted que todo lo que decían de mi nombramiento de camarera es cierto!...
 -¿Cierto? -exclamó Butrón como si se le atragantase en el esófago el queso que antes parecía tragarse.
 -Fernandito le escribió al ministro solicitando para mí el cargo..., ¡sin decirme nada, Butrón!... ¡Sin contar conmigo!... ¡Vamos, si es horrible, horrible!... ¡Ay, qué marido!... Le aseguro a usted que si no fuera por mis hijos entablaba el divorcio...
 Aquí derramó Currita algunas lágrimas en aras del honrado Himeneo, cuya antorcha corría riesgo de apagarse y continuó muy bajito:
 -Por eso, como yo no sabía nada, dije antes de ayer en casa de Beatriz lo que creía, ¡claro está!, la verdad... Que el ministro vino a ofrecerme el cargo, y yo me había negado a aceptarlo muy ofendida, tomándolo por una majadería de esa gentuza... Figúrese usted mi sorpresa cuando ayer se me entra por las puertas ese animal de Martínez, tan ordinario, tan groserote, muy ofendido con mi negativa, gritando como un energúmeno que nadie jugaba con el Gobierno, y amenazándome con una carta de Fernandito, que iba a refregarme... ¡por los hocicos, Butrón, por los hocicos!...
Y aquí ahogó de nuevo el llanto la voz de Currita, prosiguiendo a poco entre sollozos:
 -¡Qué ultraje, Butrón, qué vergüenza!... ¡Creí morirme de sentimiento!... ¡Al padre de mis hijos debo esta ofensa!... Bien se lo he dicho mil veces: tu condescendencia con esa gentuza nos va a perder, Fernandito...
 -Pero, ¿viste tú esa carta? -exclamó Robinsón estupefacto.
 -¡La vi, Butrón, la he leído!... ¡Qué vergüenza!... ¡Creí morirme!... Decía el buey Apis que el ministro iba a publicarla en los periódicos si yo no aceptaba el cargo. ¡Lloré, supliqué, pidiéndosela en nombre de mi honra, en nombre de mis hijos!... Todo en vano; o aceptaba yo el cargo o la carta se publicaba... Entonces le ofrecí dinero, y mi hombre empezó a ablandarse... Me pidió cinco mil duros; luego, tres mil, ¡regateando, Butrón, regateando como un judío!... Por fin se cerró el trato en los tres mil y anoche, a la una, volvió a entregarme la carta y recibir el pago... Porque, claro está, yo no tenía dinero bastante, tampoco podía pedírselo a Fernandito y he tenido que empeñar una porción de joyas...
 Butrón escuchaba asombrado, tragándose, una a una, como un bolonio, toda aquella sarta de mentiras, diestramente entrelazadas con algunas escasas verdades, cruzó las manos con trágico ademán y exclamó con el aire de un Catón escandalizado:
 -¡Eso es nauseabundo!»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1987, en edición de Rubén Benítez, pp. 125-128. ISBN: 84-376-0047-2.]